Lee Child - El Inductor

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Clandestino: sin duda la situación más solitaria y vulnerable para trabajar. Sin embargo, Jack Reacher está dispuesto a actuar en esas condiciones cuando un equipo extraoficial de la DEA le propone una misión de alto riesgo. Reputado por su destreza e inteligencia y la experiencia adquirida durante sus años como polícia militar, Reacher trabaja ahora por libre aceptando casos que la mayoría rechazan.

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– Adelante -dije-. Registren la habitación. Hace mucho tiempo que no tengo nada que valga la pena ocultarles, amigos.

Les devolví las credenciales y ellos las guardaron en los bolsillos interiores asegurándose de mover las chaquetas lo suficiente para que yo viera sus armas. Las llevaban metidas en pulcras pistoleras. Bajo el sobaco de Eliot reconocí la acanalada culata de una Glock 17. Duffy tenía una 19, que es igual sólo que algo más pequeña, pegada al pecho derecho. Debía de ser zurda.

– No queremos registrar la habitación -dijo ella.

– Queremos hablar sobre cierta matrícula -precisó Eliot.

– Yo no tengo coche -puntualicé.

Nos hallábamos todavía en un pequeño y primoroso triángulo junto a la puerta. Eliot aún sostenía la cartera en la mano. Traté de dilucidar quién era el jefe. Acaso ninguno de los dos. Tal vez eran iguales. Y sin duda con rango. Iban bien vestidos pero parecían algo cansados. Quizás habían estado trabajando buena parte de la noche y habían llegado en avión esa misma mañana. A lo mejor desde Washington D.C.

– ¿Podemos sentarnos? -preguntó Duffy.

– Claro -respondí.

Sin embargo, en una habitación de hotel barato eso resultaba un poco difícil. Sólo había una silla, metida bajo una pequeña mesa encajada entre una pared y el mueble del televisor. Duffy la sacó y la colocó frente a la cama, donde me senté yo, cerca de las almohadas. Eliot se instaló al pie de la cama y dejó encima el maletín. Seguía dedicándome su afable sonrisa, y yo no veía en ella nada sospechoso. Cruzada de piernas, Duffy estaba espléndida. La altura del asiento era la idónea. Llevaba falda corta y unas medias oscuras que se volvían claras en las rodillas.

– Usted es Reacher, ¿no? -preguntó Eliot.

Aparté la vista de las piernas de Duffy y asentí. No me extrañó que lo supieran.

– Esta habitación está registrada a nombre de un tal Calhoun -prosiguió Eliot-. Pagada en metálico por una noche.

– La costumbre -dije.

– ¿Se marcha hoy?

– Me quedo un día cada vez.

– ¿Quién es Calhoun?

– El vicepresidente de John Quincy Adams. Me pareció adecuado para el lugar. Hace tiempo agoté la nómina de los presidentes. Ahora les toca a los vicepresidentes. Calhoun fue un tipo singular. Dimitió para presentar su candidatura al Senado.

– ¿Y consiguió su propósito?

– No lo sé.

– ¿Por qué el nombre falso?

– La costumbre -repetí.

Susan Duffy me miraba fijamente. No como si yo estuviera chalado, sino como si tuviese interés en mí. Seguramente consideraba que era una técnica útil en los interrogatorios. Tiempo atrás, cuando el interrogador era yo, hacía lo mismo. El noventa por ciento de la tarea de formular preguntas consiste en atender a las respuestas.

– Hablamos con un policía militar llamado Powell que quería localizar una matrícula. -Hablaba en voz baja, el tono cálido y algo ronco. No respondí-. En el ordenador tenemos señales contra esta matrícula -explicó-. Lo supimos en cuanto la búsqueda entró en el sistema. Lo llamamos y le preguntamos por qué le interesaba. Nos contó que el interesado era usted.

– A regañadientes, supongo.

Ella sonrió.

– Reaccionó lo bastante rápido para darnos un número falso. Así que no ha de preocuparse por las viejas lealtades en la unidad.

– Pero finalmente les dio el número correcto.

– Lo amenazamos -aclaró la mujer.

– Veo que la PM ha cambiado desde que estaba yo -solté.

– Para nosotros es importante -dijo Eliot-. Él lo entendió.

– Así que ahora usted es importante para nosotros -señaló Duffy.

Desvié la vista. Me había encontrado innumerables veces en situaciones así, pero la voz de Duffy al decir eso me provocó cierto escalofrío. Empecé a pensar que quizás el jefe era ella. Además de una interrogadora de todos los demonios.

– Una persona corriente pregunta por una matrícula -dijo Eliot-. ¿Por qué? Acaso el coche en cuestión le abolló el guardabarros. Tal vez causó un accidente y se dio a la fuga. Pero entonces, ¿por qué no fue a la policía? Y además usted nos ha dicho que ni siquiera tiene coche.

– A lo mejor vio a alguien en ese coche -apuntó Duffy.

Dejó la cuestión pendiente. Era un verdadero callejón sin salida. Si el del coche era amigo mío, probablemente sería enemigo suyo. Si era mi enemigo, ella estaba dispuesta a ser mi amiga.

– ¿Han desayunado, amigos? -pregunté.

– Sí -respondió Duffy.

– Yo también -dije.

– Lo sabemos -explicó ella-. Servicio de habitaciones, un montoncito de tortitas con un huevo en lo alto, sin más. Una buena jarra de café solo. Lo ha pedido para las siete cuarenta y cinco y lo han traído a las siete cuarenta y cuatro. Ha pagado usted en metálico y le ha dado al camarero tres dólares de propina.

– ¿Y me ha gustado?

– Se lo ha terminado todo.

Eliot hizo saltar los cierres del maletín y lo abrió. Sacó un montón de papeles sujetos con una goma. Los papeles parecían nuevos, pero la escritura estaba emborronada. Fotocopias de faxes, hechas seguramente por la noche.

– Su expediente militar -dijo él.

Atisbé las fotos en el maletín. En blanco y negro brillante y de ocho por diez. Una especie de estado de vigilancia.

– Fue usted policía militar durante trece años -dijo Eliot-. Promoción rápida desde subteniente a comandante. Menciones y medallas. Les gustaba. Era usted bueno. Muy bueno.

– Gracias.

– A decir verdad, más que eso. En numerosas ocasiones fue usted su chico preferido.

– Supongo que sí.

– Pero le dejaron marchar.

– Fui replanteado -indiqué.

– ¿Replanteado? -repitió Duffy.

Re ducción de plan tilla. Les encantaba hacer acrónimos. Acabó la guerra fría, se recortó el presupuesto militar y el ejército disminuyó sus efectivos. Así que no precisaban muchos chicos preferidos.

– El ejército aún existe -puntualizó Eliot-. No echaron a todo el mundo.

– Así es.

– ¿Por qué a usted en concreto?

– No lo entendería.

No respondió.

– Usted puede ayudarnos -dijo Duffy-. ¿A quién vio dentro del coche?

No contesté.

– ¿Había drogas en el ejército? -inquirió Eliot.

Sonreí.

– A todos los militares les encantan las drogas -expliqué-. Siempre hay de todo. Morfina, bencedrina. El ejército alemán inventó el éxtasis, un inhibidor del apetito. La CIA inventó el LSD, que se ensayó en nuestro ejército.

– ¿Drogas recreativas?

– La edad promedio de reclutamiento es dieciocho años. Usted mismo.

– ¿Fue un problema?

– No lo entendíamos como un problema. Si algún veterano salía de permiso y se fumaba unos petas en la habitación de su chica, hacíamos la vista gorda. Probablemente preferíamos imaginarlos con un par de porros que con dos paquetes de seis cervezas. Cuando no estaban a nuestro cuidado queríamos que se mostraran dóciles, no agresivos.

Duffy echó una mirada a Eliot, y éste se valió de las uñas para sacar las fotos del maletín. Me las dio. Había cuatro. Estaban borrosas y en todas se notaba mucho el grano. En las cuatro aparecía el mismo Cadillac DeVille que había visto la noche anterior. Lo reconocí por la matrícula. Se hallaba en una especie de aparcamiento. Junto al maletero había un par de tipos. En dos de las fotos la tapa del maletero estaba bajada. En las otras dos, levantada. Los dos tíos miraban algo dentro. Imposible saber qué. Uno era un gánster hispano. El otro, un hombre mayor que lucía traje. No lo conocía.

Seguramente Duffy había estado observándome.

– ¿Es el hombre que vio? -preguntó.

– No he dicho que viera a nadie.

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