Lee Child - El Inductor
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– El hispano es un traficante importante -aclaró Eliot-. De hecho, es el más importante de la mayor parte del condado de Los Ángeles. No podemos probarlo, naturalmente, pero lo sabemos todo de él. Sus beneficios ascienden a varios millones a la semana. Vive como un rajá. Pero hizo todo el camino a Portland, Maine, para encontrarse con el otro tipo.
Toqué una de las fotos.
– ¿Esto es Portland, Maine?
Duffy asintió.
– Un aparcamiento del centro. Hace unas nueve semanas. Yo misma tomé las fotos.
– Entonces, ¿quién es el otro?
– No estamos seguros. Hemos localizado la matrícula del Cadillac, desde luego. Está registrada a nombre de una empresa llamada Bizarre Bazaar. Las oficinas centrales están en Portland, Maine. Todo lo que sabemos es que empezó tiempo atrás dedicándose a una especie de comercio extravagante de importación-exportación con Oriente Medio. Ahora está especializada en importar alfombras orientales. Sólo nos consta que el propietario es alguien llamado Zachary Beck. Suponemos que el de las fotografías es él.
– Lo que lo convierte en importantísimo -añadió Eliot-. Si este individuo de Los Ángeles está dispuesto a volar al Este para verle, seguro que se sitúa un par de peldaños arriba en el escalafón. Y cualquiera que esté dos peldaños por encima del tío de Los Ángeles se halla en la estratosfera, créame. Así que Zachary Beck es un pez gordo que está jugando con nosotros. Importador de alfombras, importador de drogas. Nos está vacilando.
– Lo lamento -dije-. No lo había visto nunca.
– No lo lamente -señaló Duffy. Se sentó en el extremo de la silla-. Nos conviene que no sea el tío que usted vio. De él ya sabemos muchas cosas. Sería mejor que usted hubiera visto a uno de sus socios. Podemos intentar pillarlo por ahí.
– ¿No pueden llegar a él directamente?
Hubo un breve silencio, creo que embarazoso.
– Hemos tenido dificultades -dijo Eliot.
– Da la impresión de que podrían entablar ustedes pleito contra el primo de Los Ángeles. Y tienen fotografías en que sale junto al Beck ese.
– Las fotos no sirven -terció Duffy-. Cometí un error.
Más silencio.
– El aparcamiento era propiedad privada -explicó-. Está bajo un edificio de oficinas. No tenía orden judicial. Según la Cuarta Enmienda, las fotos son inadmisibles como prueba.
– ¿No puede mentir? ¿Decir que estaba fuera del aparcamiento?
– Habría sido físicamente imposible. El abogado defensor lo vería enseguida y todo se vendría abajo.
– Hemos de saber a quién vio usted -dijo Eliot.
No abrí la boca.
– Hemos de saberlo, en serio -insistió Duffy. Lo dijo con esa voz suave que empuja a los hombres a saltar desde rascacielos. Pero ahí no había truco. Ni simulación. Ella no era consciente de lo bien que sonaba. Realmente necesitaba saberlo.
– ¿Por qué? -pregunté.
– Porque he de arreglar esto.
– Todo el mundo se equivoca.
– Enviamos a una agente tras Zachary Beck -prosiguió ella-. Una operación clandestina. Desapareció.
Silencio.
– ¿Cuándo? -inquirí.
– Hace siete semanas.
– ¿La han buscado?
– No sabemos dónde buscar. No sabemos por dónde anda Beck. Ni siquiera dónde vive. No tiene propiedades a su nombre. Seguramente su casa pertenecerá a alguna empresa fantasma. Es como buscar una aguja en un pajar.
– ¿Lo han seguido?
– Lo hemos intentado. Tiene chóferes y guardaespaldas. Muy buenos.
– ¿Trabajan ustedes para la DEA?
– No. Por nuestra cuenta. Cuando metí la pata, el Departamento de Justicia se desentendió de la operación.
– ¿Habiendo desaparecido una agente?
– Esto ellos no lo saben. Le encargamos la misión después de que se cerrara oficialmente el caso. No consta en ningún sitio.
La miré fijamente.
– Nada de esto consta en ninguna parte -agregó.
– Así pues, ¿cómo trabajan?
– Yo soy el jefe del grupo. En el trabajo rutinario nadie me controla. Finjo hacer otras cosas. Pero no es verdad. Estoy trabajando en esto.
– De modo que nadie sabe que esa mujer ha desaparecido.
– Sólo el grupo -dijo-. Somos siete. Y ahora usted.
Me quedé callado.
– Hemos venido directamente -añadió-. Necesitamos un golpe de suerte. ¿Por qué, si no, habríamos volado hasta aquí en domingo?
Hubo otro silencio. Paseé la mirada de Duffy a Eliot y de nuevo hacia ella. Me necesitaban. Los necesitaba. Y me caían bien. Muy bien. Eran gente honrada, agradable. Eran como los mejores con quienes yo acostumbraba a trabajar.
– De acuerdo -dije-. Intercambiaremos información. A ver qué tal. Y luego partiremos de ahí.
– ¿Qué necesita?
Le dije que precisaba registros hospitalarios de hasta diez años de antigüedad de un lugar llamado Eureka, California. Le expliqué qué cosas había que buscar. Le dije que permanecería en Boston hasta que ella regresara. Le advertí que no escribiera nada en ningún papel. A continuación se marcharon, y el segundo día eso fue todo.
El tercer día no pasó nada. Ni el cuarto. Di vueltas por ahí. Boston no está mal para un par de días. Es lo que llamo una ciudad 48. Uno se queda más de cuarenta y ocho horas y empieza a hartarse. Desde luego, para mí la mayoría de los sitios son así. No puedo estarme quieto. De manera que al inicio del quinto día ya me subía por las paredes. Estaba dispuesto a aceptar que se habían olvidado de mí. Estaba listo para dejarlo en tablas y ponerme otra vez en camino. Pensaba en Miami. Allí abajo haría mejor tiempo. Pero a última hora de la mañana sonó el teléfono. La voz de ella. Fue agradable oírla.
– Vamos para allá -dijo-. Nos encontraremos junto a la estatua de no-sé-quién a caballo, a mitad de camino del Freedom Trail, a las tres.
No era una cita muy exacta, pero entendí lo que quería decir. Era un lugar del North End, cerca de una iglesia. Estábamos en primavera, y hacía mucho frío para ir allí sin una finalidad concreta, pero igual llegué temprano. Me senté en un banco junto a una anciana que arrojaba trocitos de pan a los gorriones y las palomas. Me miró y se trasladó a otro banco. Los pájaros se apiñaban a sus pies, picoteando en la arenisca. En el cielo, un sol pálido peleaba con unos nubarrones. Era Paul Revere a caballo.
Duffy y Eliot aparecieron puntuales. Vestían impermeables negros llenos de presillas, hebillas y cinturones. Sólo faltaba que llevaran al cuello un letrero que rezara «Agentes Federales de Washington D.C.». Se sentaron, ella a mi izquierda y él a mi derecha. Me recliné en el banco y ellos se inclinaron hacia delante, los codos en las rodillas.
– Los socorristas sacaron del agua a un tipo en los rompientes del Pacífico -explicó Duffy-. Hace diez años, justo al sur de Eureka, California. Era un hombre blanco de unos cuarenta años. Había recibido dos disparos en la cabeza y uno en el pecho. Habían empleado un calibre pequeño, seguramente del 22. Suponen que después fue arrojado al mar.
– ¿Estaba vivo cuando lo sacaron? -pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
– Le quedaba un soplo de vida -contestó ella-. Tenía alojada una bala cerca del corazón y el cráneo roto, además de un brazo, ambas piernas y la pelvis a consecuencia de la caída. Y también estaba medio ahogado. Lo operaron durante quince horas seguidas. Estuvo un mes en cuidados intensivos y otros seis recuperándose en el hospital.
– ¿Su identidad?
– No llevaba nada encima. En el expediente figura como John Doe.
– ¿No intentaron identificarlo?
– No se pudieron emparejar las huellas digitales -dijo-. En las listas de personas desaparecidas, nada. Y nadie reclamó el cadáver.
Asentí. Sobre las huellas dactilares, los ordenadores sólo dicen lo que están preparados para decir.
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