Lee Child - El Inductor

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Clandestino: sin duda la situación más solitaria y vulnerable para trabajar. Sin embargo, Jack Reacher está dispuesto a actuar en esas condiciones cuando un equipo extraoficial de la DEA le propone una misión de alto riesgo. Reputado por su destreza e inteligencia y la experiencia adquirida durante sus años como polícia militar, Reacher trabaja ahora por libre aceptando casos que la mayoría rechazan.

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– Es una apuesta.

– Iremos hacia el sur -dije.

– ¿Algo más? -preguntó Eliot.

– Estaría loco si siguiera con la camioneta -dije-. Para creérselo, el viejo Beck esperará que la haya abandonado y robado un coche.

– ¿Dónde? -inquirió Duffy.

– En el mapa figura un centro comercial cerca de la autopista.

– Muy bien, pondremos uno ahí.

– ¿Unas llaves de repuesto bajo el parachoques? -sugirió Eliot.

Duffy negó con la cabeza.

– Demasiado ficticio. Todo debe ser absolutamente creíble. Tiene que robar un coche de verdad.

– No sé cómo -objeté-. Nunca lo he hecho.

Se produjo un silencio.

– Sólo sé lo que aprendí en el ejército -expliqué-. Los vehículos militares nunca están cerrados. Y no tienen llaves de encendido. Se ponen en marcha apretando un botón.

– De acuerdo -convino Eliot-. Todos los problemas tienen solución. Lo dejaremos abierto. Pero deberá actuar como si estuviera cerrado. Finja que fuerza la puerta con una palanqueta, no sé. Dejaremos por allí cerca un rollo de alambre y unas perchas. Podría pedirle al chaval que le busque algo. Así se sentirá implicado. Contribuirá al artificio. Luego usted se entretiene un poco con eso y, vaya, la puerta se abre. Dejaremos suelta la protección de la columna de dirección. Quitaremos el forro de los cables correctos y sólo de ésos. Los encontrará, los pondrá en contacto y automáticamente será un chico malo.

– Genial -soltó Duffy.

Eliot sonrió.

– Hago lo que puedo.

– Tomémonos un descanso -dijo ella-. Seguiremos después de cenar.

Después de cenar las últimas piezas encajaron. Dos de los tíos volvieron con el resto del material. Para mí un par de Colt Anaconda a juego. Eran armas grandes y pesadas. Parecían caras. No pregunté de dónde las habían sacado. También traían una caja de balas Magnum del 44 y otra del 44 de fogueo. Estas procedían de una ferretería. Estaban diseñadas para un arma resistente. Algo que remacha clavos en el hormigón. Abrí el tambor y en una de las recámaras grabé una equis con unas tijeras de uñas. El tambor de un revólver Colt gira en el sentido de las manecillas del reloj, a diferencia de un Smith and Wesson, que lo hace al revés. La equis representaba la primera recámara que dispararía. La colocaría en la posición de las diez en punto, donde pudiera verla, y la primera vez que apretara el gatillo giraría y caería bajo el percutor.

Duffy me dio unos zapatos de mi número. El derecho tenía una cavidad en el tacón. Me mostró un dispositivo de correo electrónico que se ajustaba perfectamente al espacio.

– Por esto me alegraba de que tuviera los pies grandes -aclaró-. Ha sido más fácil de encajar.

– ¿Es fiable?

– Debería serlo -contestó-. Es algo nuevo del gobierno. Ahora todos los ministerios efectúan así sus comunicaciones secretas.

– Fantástico. -A lo largo de mi vida profesional, la tecnología defectuosa había sido la causa principal de un montón de desastres.

– Es lo mejor que podemos utilizar -añadió ella-. Cualquier otra cosa la encontrarían. Le van a registrar. Y, en teoría, si captan las transmisiones, sólo oirán los chirridos de un módem. Creerán que es electricidad estática.

Un diseñador teatral de vestuario de Nueva York les facilitó tres efectos sanguíneos accionables por control remoto. Eran voluminosos y pesados, cada uno un cuadrado de unos veinte centímetros de lado que había que adherir al pecho de la víctima. Tenían depósitos de goma de sangre, receptores de radio y baterías y cargas de encendido.

– Llevad camisas holgadas, amigos -dijo Eliot.

El pequeño mando a distancia, que tenía tres botones, debería llevarlo en el antebrazo derecho. Los botones eran lo bastante grandes para notarlos a través del abrigo, la chaqueta y la camisa. Volvimos a ensayar la escena. Primero, el conductor de reparto. Ese botón sería el más próximo al codo. Lo pulsaría con el dedo índice. Segundo, el pasajero de la furgoneta. Para éste, el botón del centro. El dedo medio. Tercero, el tipo mayor que haría de poli. Su botón sería el más cercano a la muñeca, y lo apretaría con el anular.

– Después deberá deshacerse de todo esto -señaló Eliot-. Seguro que en la casa de Beck le registrarán. Deberá detenerse en unos lavabos o algo así.

En el aparcamiento del motel ensayamos una y otra vez. Hacia medianoche no podíamos estar ya más compenetrados. Calculamos que tardaríamos ocho o nueve segundos, desde el principio al final.

– Usted tomará la decisión crucial -me dijo Duffy-. Será el momento de salir a escena. Si algo va mal cuando la Toyota se acerque, lo que sea, abandona y lo deja pasar. Ya lo arreglaremos de algún modo. Disparará tres balas de verdad en la vía pública y no quiero que resulte herido ningún transeúnte despistado, ni ciclistas, ni gente que esté haciendo footing. Dispondrá de menos de un segundo para decidir.

– Entendido -dije, aunque realmente no se me ocurría ningún modo fácil de arreglar nada una vez las cosas hubieran llegado tan lejos.

Entonces Eliot hizo las últimas dos llamadas para confirmar que habían conseguido un coche patrulla de la universidad y que colocarían un fiable Nissan Maxima tras los principales grandes almacenes del centro comercial. El Maxima había sido confiscado a un cultivador de marihuana de poca monta en el estado de Nueva York. Allí aún tenían leyes antidroga duras. Le pondrían una matrícula falsa de Massachusetts y lo llenarían de trastos.

– Ahora a dormir -dijo Duffy-. Mañana nos espera un buen tute.

Y así concluyó el décimo día.

El undécimo día, a primera hora de la mañana, Duffy me llevó a la habitación rosquillas y café para desayunar. Estábamos los dos solos, ella y yo. Volvimos a repasarlo todo por última vez. Me enseñó fotos de la agente que ella había infiltrado hacía cincuenta y ocho días. Era una rubia de unos treinta años que había conseguido un empleo de oficinista en Bizarre Bazaar con el nombre de Teresa Daniel. Era menuda y parecía avispada. Observé las fotos con atención y memoricé sus rasgos, pero en mi cabeza estaba viendo otro rostro de mujer.

– Supongo que aún vive -dijo Duffy-. Debo suponerlo.

No hice ningún comentario.

– Procure con todas su fuerzas que lo contraten -continuó-. Hemos comprobado su historial reciente, lo mismo que haría Beck. Se aprecian algunas vaguedades. Y faltan muchas cosas que a mí me preocuparían, pero no creo que a él le quiten el sueño.

Le devolví las fotos.

– Será pan comido -dije-. La falacia se refuerza a sí misma. A Beck le falta mano de obra y le han atacado, todo a la vez. Pero no voy a esforzarme tanto. Más bien me mostraré un poco remiso. Para que no se me vea el plumero.

– De acuerdo -dijo ella-. Tiene siete objetivos, de los cuales los números uno, dos y tres se resumen en lo siguiente: tenga mucho cuidado. Suponemos que esa gente es muy peligrosa.

Asentí.

– Si Quinn está involucrado, lo garantizo sin ningún género de dudas.

– Pues entonces actúe en consecuencia -señaló ella-. Sin contemplaciones, desde el principio.

– Sí -corroboré, y empecé a masajearme el hombro izquierdo con la mano derecha. De pronto me interrumpí, sorprendido. En una ocasión un psiquiatra del ejército me dijo que ese gesto inconsciente encierra sentimientos de vulnerabilidad. Es una reacción defensiva, tiene que ver con protegerse y ocultarse. Es el primer paso hasta acurrucarse en el suelo hecho un ovillo. Seguramente Duffy también lo sabía, pues me miró fijamente.

– Teme a Quinn, ¿verdad?

– No temo a nadie -respondí-. Pero desde luego preferiría que estuviera muerto.

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