Lee Child - El Inductor

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Clandestino: sin duda la situación más solitaria y vulnerable para trabajar. Sin embargo, Jack Reacher está dispuesto a actuar en esas condiciones cuando un equipo extraoficial de la DEA le propone una misión de alto riesgo. Reputado por su destreza e inteligencia y la experiencia adquirida durante sus años como polícia militar, Reacher trabaja ahora por libre aceptando casos que la mayoría rechazan.

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– ¿Fue un error? -preguntó.

– ¿Lo del poli? -dije-. Es evidente que sí. Pero en aquel momento sólo intentaba terminar bien lo empezado.

Reflexionó y luego asintió.

– De acuerdo -dijo-. Dadas las circunstancias, quizás estemos dispuestos a echarle una mano. Si podemos. Ha prestado un gran servicio a la familia.

– Necesito dinero -dije.

– ¿Para qué?

– Tendré que viajar.

– ¿Cuándo?

– Ahora mismo.

– ¿Es prudente?

Meneé la cabeza.

– No mucho. Preferiría aguardar aquí un par de días hasta que las cosas se calmen un poco. Pero no quiero tentar la suerte con usted.

– ¿Cuánto?

– Cinco mil bastarían.

No dijo nada. Sólo volvió a mirar a un sitio y otro. Aunque esta vez prestando mayor atención.

– Tengo que hacerle algunas preguntas -dijo-. Antes de que nos deje, si es que nos deja. Dos son de suma importancia. Primero, ¿quiénes eran ellos?

– ¿No lo sabe usted?

– Tengo muchos rivales y enemigos.

– ¿Llegarían tan lejos?

– Soy importador de alfombras -explicó-. Usted pensará que me limito a comerciar con grandes almacenes y decoradores de interiores, pero lo cierto es que tengo tratos con toda clase de infames personajes de diversos antros extranjeros donde se obliga a niños esclavizados a trabajar dieciocho horas al día hasta que les sangran los dedos. Yo no tenía esa intención, pero las cosas salieron así. Sus propietarios están convencidos de que estoy estafándolos y expoliando su cultura, y seguramente es cierto, pero ellos hacen lo mismo. No son colegas divertidos. Para prosperar necesito ejercer cierta dureza. Y la cuestión es que mis competidores también. Desde todo punto de vista, es un negocio duro. Así que entre mis proveedores y mis competidores se me ocurren media docena de personas distintas que secuestrarían a mi hijo para dañarme. Al fin y al cabo ya pasó una vez, hace cinco años; seguro que mi hijo se lo ha contado.

No dije nada.

– Necesito saber quiénes son -repitió para dejar claro que hablaba muy en serio.

De modo que finalmente le relaté lo sucedido, todo, segundo a segundo, metro a metro, kilómetro a kilómetro. Le describí con precisión y lujo de detalle a los dos tipos rubios de la DEA que iban en la Toyota.

– No me suenan de nada -dijo.

No respondí.

– ¿Anotó la matrícula de la Toyota? -preguntó.

Reflexioné y le conté la verdad.

– Sólo le vi el morro. No llevaba matrícula.

– Muy bien -dijo-. Así que eran de un estado donde no hace falta llevar matrícula delantera. Supongo que esto facilita la búsqueda.

Guardé silencio. Transcurridos unos momentos, negó con la cabeza.

– Hay muy poca información -dijo-. Un socio mío ha hablado de manera indirecta con la comisaría. Hay varios muertos, un poli local, un poli de la universidad y dos desconocidos en una furgoneta de reparto Toyota. El único testigo superviviente es otro policía de la universidad, pero permanece inconsciente. Su coche se estrelló a casi ocho kilómetros del lugar. O sea que ahora mismo nadie sabe por qué ocurrió. Nadie ha establecido ninguna relación con un intento de secuestro. Todo lo que se sabe es que ha habido un baño de sangre sin ninguna razón aparente.

– ¿Y cuando identifiquen la matrícula del Lincoln? -inquirí.

Vaciló.

– Está a nombre de una empresa -contestó-. Esto no los conduciría directamente aquí.

– Vale, pero quiero estar en la Costa Oeste antes de que se despierte el segundo poli de la universidad. Sin duda me ha visto.

– Y yo quiero saber qué ha ocurrido aquí.

Eché un vistazo a la mesa, a los Colt. Los habían limpiado y lubricado un poco. De pronto me alegré de haberme deshecho de los casquillos. Cogí el vaso. Lo rodeé con los dedos y olí su contenido. No tenía ni idea de qué era. Habría preferido una taza de café. Volví a dejarlo en la mesa.

– ¿Cómo está Richard? -pregunté.

– Lo superará -respondió Beck-. Me gustaría saber exactamente quién me está atacando.

– Le he contado lo que vi. No me han enseñado ningún carnet de identidad. No los conocía personalmente. Yo sólo pasaba por allí. ¿Cuál es la segunda pregunta de suma importancia?

Hubo una larga pausa. Al otro lado de las ventanas, las olas chocaban y tronaban.

– Soy un hombre educado -dijo Beck-. Y no quiero ofenderle.

– ¿Pero…?

– Pero me pregunto quién es usted.

– El tipo que le ha salvado a su hijo la otra oreja.

Beck echó una mirada a Duke, que se acercó rápidamente y se llevó el vaso. Se valió del mismo torpe movimiento de tenazas, con el índice y el pulgar en la base.

– Y ahora tiene mis huellas dactilares -dije-. Así de fácil y sencillo.

Beck asintió de nuevo, como alguien que estuviera tomando una decisión juiciosa. Señaló los revólveres sobre la mesa.

– Bonitas armas -dijo.

No repliqué. Él dio unos golpecitos a uno con los nudillos. A continuación me lo lanzó deslizándolo sobre la mesa. El pesado acero provocó un sonido hueco reverberante en el roble.

– ¿Quiere decirme por qué hay una marca en una de las recámaras?

– No lo sé -respondí-. Ya estaba así.

– ¿Los compró de segunda mano?

– En Arizona -precisé.

– ¿En una armería?

– En una feria de armas.

– ¿Por qué?

– No me gustan las comprobaciones de antecedentes.

– ¿No preguntó por las marcas?

– Imaginé que eran marcas de referencia -expliqué-. Que algún paleto las había probado y había señalado la recámara más certera. O la menos certera.

– ¿Las recámaras difieren?

– Todo difiere. Es propio de la manufactura.

– ¿Incluso en revólveres de ochocientos dólares?

– Depende de lo exigente que uno sea -repuse-. Si usted siente la necesidad de medir hasta la cienmilésima parte de una pulgada, todo es distinto.

– ¿Es importante eso?

– Para mí no. Si apunto a alguien, me da lo mismo cuál es la célula concreta que estoy seleccionando como objetivo.

Se quedó callado unos instantes. Después metió la mano en el bolsillo y sacó una bala. Funda de latón brillante, punta de plomo mate. La puso derecha delante de él, como si fuera un obús de artillería en miniatura.

Luego la derribó y la hizo rodar bajo sus dedos sobre la mesa. A continuación la colocó con cuidado y le dio un golpecito con la punta del dedo para que rodara hacia mí. Me llegó trazando una curva elegante y abierta. De la madera brotó un ronroneo lento. Dejé que alcanzara el borde y la cogí. Era una Remington Magnum 44. Pesaba bastante, más de veinte gramos. Algo tremendo. Costaría casi un dólar. No estaba fría, recién salida del bolsillo.

– ¿Ha jugado alguna vez a la ruleta rusa? -preguntó.

– Tengo que deshacerme del coche que robé -dije.

– Ya nos hemos encargado de eso.

– ¿Dónde?

– Donde no podrán encontrarlo.

No hice ningún comentario. Sólo lo miré, como si estuviera pensando «¿así son los simples hombres de negocios?». ¿Ponen sus limusinas a nombre de una empresa? ¿Recuerdan al instante el precio de un Colt Anaconda? ¿Y recogen las huellas digitales de un invitado en un vaso de whisky?

– ¿Ha jugado alguna vez a la ruleta rusa? -repitió.

– No. Nunca.

– Me están atacando. Y acabo de perder a dos de mis hombres. En momentos como éstos hay que sumar, no restar.

Aguardé, cinco, diez segundos. Comprendí que él estaba lidiando con la idea.

– ¿Me está ofreciendo trabajo? -pregunté-. No estoy seguro de que pueda quedarme.

– No he ofrecido nada -espetó-. Estoy tratando de decidir. Usted parece ser la clase de tipo que nos vendría bien. Podría cobrar los cinco mil dólares por quedarse, no por marcharse. Quizá.

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