Lee Child - El Inductor

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Clandestino: sin duda la situación más solitaria y vulnerable para trabajar. Sin embargo, Jack Reacher está dispuesto a actuar en esas condiciones cuando un equipo extraoficial de la DEA le propone una misión de alto riesgo. Reputado por su destreza e inteligencia y la experiencia adquirida durante sus años como polícia militar, Reacher trabaja ahora por libre aceptando casos que la mayoría rechazan.

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Volví a mirar la diminuta pantalla: «¡Tienes correo!» Era Duffy: «Muy bien, dese prisa.» Contesté: «Lo estoy intentando», y apagué el aparato y lo metí en el tacón del zapato. Después comprobé la ventana.

Era un chisme corredero de dos hojas. La inferior se deslizaba hacia arriba, hasta alinearse con la superior. No había mosquitero. Dentro, la pintura era una capa pulcra y fina. Fuera, gruesa y descuidada donde había sido aplicada repetidas veces para combatir los efectos del clima. Tenía un pestillo de latón. Era un trasto viejo. Nada de seguridad moderna. Corrí el pestillo y tiré hacia arriba. Se enganchaba en los pegotes de pintura. Pero se movía. Logré alzarla unos diez centímetros y me llegó el frío aire marino. Me agaché y busqué alarmas. Ni una. La abrí del todo con gran esfuerzo y examiné todo el marco. Tampoco se apreciaba ningún sistema de seguridad. Era comprensible. La ventana estaba a unos quince metros por encima de las rocas y el mar. Y la propia casa era inalcanzable debido al alto muro y el agua.

Me asomé y miré hacia abajo. Vi dónde había estado cuando Duke disparó la bala. Permanecí con medio cuerpo fuera durante unos cinco minutos, apoyado en los codos, mirando fijamente el negro mar, oliendo el aire salado y pensando en aquella bala. Yo había apretado el gatillo seis veces. Me habría estallado la cabeza. Las alfombras se habrían estropeado y los paneles de roble hecho astillas. Bostecé. Mis reflexiones y la brisa marina me dieron sueño. Cerré la ventana y me acosté.

Cuando a las seis y cuarto de la mañana del duodécimo día, miércoles, cumpleaños de Elizabeth Beck, oí que Duke abría la puerta, yo ya estaba levantado y duchado. Ya había mirado el correo. Ningún mensaje. No me preocupé. Pasé diez tranquilos minutos junto a la ventana. Ante mí se ofrecía el amanecer, y el mar estaba en calma. Era gris, con aspecto aceitoso y manso. La marea había bajado. Se veían las rocas. Había agua estancada aquí y allá. Distinguí aves en la orilla. Araos negros. Empezaba a salirles el plumaje primaveral. El gris daba paso al negro. Tenían las patas de un rojo brillante. Vi cormoranes y gaviotas de lomo negro revoloteando a lo lejos. Gaviotas argénteas descendiendo en picado, por su desayuno.

Aguardé hasta que ya no oí los pasos de Duke, salí, bajé las escaleras, entré en la cocina y me encontré cara a cara con el gigante de la verja. Estaba de pie junto al fregadero, bebiendo un vaso de agua. Seguramente tomándose sus esteroides. Era un tipo grandullón. Yo mido metro noventa y tengo que ir con cuidado al cruzar una puerta normal. Pues aquel tipo era al menos quince centímetros más alto y unos veinticinco más ancho de hombros. Probablemente pesaba unos ochenta kilos más que yo. Por lo menos. Me vino ese estremecimiento interior que noto cuando estoy cerca de un tío tan grande que me hace sentir pequeño. Parece que el mundo se ladea un poco.

– Duke está en el gimnasio -dijo.

– ¿Hay un gimnasio?

– Abajo -contestó con voz suave y aguda. Llevaría años engullendo esteroides como caramelos. Tenía la mirada apagada y mal color de piel. Habría cumplido treinta y tantos, su cabello era rubio grasiento y vestía camiseta sin mangas y pantalones de chándal. Sus brazos abultaban más que mis piernas. Parecía un muñeco de dibujos animados.

»Antes de desayunar hacemos ejercicio -añadió.

– Perfecto -dije-. Ya puedes ir.

– Tú también.

– Yo nunca hago ejercicios -señalé.

– Duke te está esperando.

Eché un vistazo al reloj. Las seis y veinticinco de la mañana. El tiempo volaba.

– ¿Cómo te llamas? -pregunté.

No contestó. Sólo me miró como si yo le estuviera tendiendo alguna trampa. Es otro problema de los esteroides. Muchos pueden hacer que se te crucen los cables. Y la cabeza de ese tipo no daba la impresión de haber tenido un comienzo muy positivo. Parecía miserable y estúpido. No podía decirse de otro modo. Y no era una buena combinación. En su rostro había algo. No me gustó. En lo relativo a la simpatía hacia mis nuevos colegas no me iba demasiado bien.

– No es una pregunta tan difícil -dije.

– Paulie -respondió.

– Encantado de conocerte, Paulie. Mi nombre es Reacher.

– Ya lo sé. Estuviste en el ejército.

– ¿Tienes algún problema con eso?

– No me gustan los oficiales.

Asentí. Han hecho comprobaciones. Sabían cuál había sido mi graduación. Tenían alguna clase de acceso.

– ¿Por qué? ¿Suspendiste el examen de los candidatos a oficiales?

No respondió.

– Vamos a buscar a Duke -dije.

Dejó el vaso en la encimera y me indicó que enfilase un pasillo. Al final del mismo había una puerta que daba a unas escaleras de madera que conducían al sótano. Toda la parte inferior de la casa era un gran sótano. Lo habrían excavado en la roca. Las paredes eran de piedra viva remendada y alisada con hormigón. El aire era algo húmedo y olía a moho. Había bombillas desnudas con protectores de alambre muy cerca del techo. Se apreciaban numerosas habitaciones. Una era bastante espaciosa y estaba pintada toda de blanco. El suelo era de linóleo blanco. Olía a sudor rancio. Había una bicicleta estática, una rueda de andar y una máquina de musculación, un saco de arena colgado de una viga y al lado una pera. En un estante, guantes de boxeo. También pesas colocadas en anaqueles de la pared y discos sueltos amontonados en el suelo junto a un banco. Duke lucía su traje negro. Parecía muy cansado, como si hubiera estado levantado toda la noche. No se había duchado. Tenía el pelo alborotado y el traje arrugado.

Paulie comenzó enseguida una especie de complicada rutina de estiramientos. Era tan musculoso que sus brazos y piernas tenían limitadas las articulaciones. No podía tocarse el hombro con los dedos del mismo brazo. Los bíceps eran demasiado grandes. Me fijé en la máquina de musculación. Tenía toda suerte de empuñaduras, barras y asideros. Así como fuertes cables negros que pasaban por poleas hasta un montón de placas de plomo. Para moverlas todas habría que ser capaz de levantar doscientos kilos.

– ¿Vas a hacer ejercicios? -pregunté a Duke.

– ¿Y a ti qué te importa? -soltó.

– Nada, nada -dije.

Paulie giró su gigante cuello y me echó una mirada. Después se tendió de espaldas en el banco y se fue moviendo hasta quedar colocado debajo de una barra apoyada en dos pies. La barra tenía un montón de pesas en cada lado. Gruñó un poco, la sujetó con las manos y sacó y metió la lengua como si se estuviera preparando para un esfuerzo notable. Acto seguido empujó hacia arriba y levantó la barra de sus apoyos. Ésta soportaba tanto peso que se curvó en los extremos, como en un viejo documental sobre levantadores de peso rusos en los juegos olímpicos. Gruñó de nuevo y redobló el esfuerzo hasta poner los brazos rectos. Aguantó así un instante y a continuación dejó caer la barra en los apoyos con gran estruendo. Volvió la cabeza y me miró fijamente, como si yo tuviera que estar impresionado. Pues lo estaba y no lo estaba. Allí había mucho peso y él tenía mucho músculo. Pero el músculo derivado de los esteroides es torpe. Tiene muy buen aspecto, y si uno quiere medir fuerzas con un peso muerto funciona la mar de bien. Sin embargo, es lento y pesado y el mero hecho de arrastrarlo de un lado a otro agota.

– ¿Puedes levantar ciento sesenta kilos? -preguntó casi sin aliento.

– Nunca lo he intentado -repuse.

– ¿Quieres intentarlo ahora?

– No, gracias.

– Estás muy canijo, tío, esto te pondría en forma.

– Soy oficial. No necesito ponerme en forma. Si quiero levantar ciento sesenta kilos busco a algún mono grandullón y le digo que lo haga por mí.

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