Lee Child - El Inductor
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– Feliz cumpleaños, señora Beck -dije.
Ella me sonrió, como si le halagara que yo me hubiera acordado. Tenía mejor aspecto que el día anterior. Me llevaba diez años por lo menos, pero seguramente le habría prestado atención si la hubiera conocido por casualidad en cualquier otro lugar, como un bar, una discoteca o un tren de largo recorrido.
– Se quedará con nosotros una temporada -dijo.
Entonces pareció caer en la cuenta de por qué me quedaría con ellos. Necesitaba esconderme porque había matado a un policía. Pareció preocupada, apartó la mirada y se alejó por el pasillo. Richard fue con ella y se volvió una vez para mirarme. Regresé a la cocina. Paulie no estaba. Pero sí Zachary Beck.
– ¿Qué armas llevaban? -inquirió-. Los tipos de la Toyota.
– Uzi -respondí. «Cíñete a la verdad, como buen artista de pega»-. Y una granada.
– ¿Qué clase de Uzi?
– Las Micro. Las pequeñas.
– ¿De repetición?
– Corta. Veinte tiros.
– ¿Está completamente seguro?
Asentí.
– ¿Es usted un experto?
– Fueron diseñadas por un teniente del ejército israelí -expliqué-. Se llamaba Uziel Gal. Era un manitas. Hizo todo tipo de mejoras en los viejos modelos checos 23 y 25 hasta que le salió algo totalmente nuevo. Fue en 1949. La Uzi original se empezó a fabricar en 1953. Hay concesiones en Bélgica y Alemania. He visto unas cuantas por ahí.
– ¿Y está totalmente seguro de que eran versiones Micro de repetición corta?
– Sí.
– Muy bien -dijo, como si eso significara algo para él. A continuación salió de la cocina. Me quedé allí de pie y pensé en el apremio de aquellas preguntas y en las arrugas en el traje de Duke. La combinación me inquietaba.
Me encontré con la criada y le dije que necesitaba ropa. Ella me enseñó una larga lista de la compra y me dijo que se disponía a ir a la tienda de ultramarinos. Le aclaré que no le estaba pidiendo que me comprara nada, sino sólo que lo tomara prestado de alguien. Se ruborizó, meneó la cabeza y no dijo nada. Después apareció la cocinera, sintió compasión de mí y me frió unos huevos con beicon. Y preparó un poco de café, gracias a lo cual vi todo bajo una nueva luz. Comí y bebí y luego subí los dos tramos de escaleras hasta mi cuarto. La criada había dejado unas prendas en el pasillo, pulcramente dobladas en el suelo. Vaqueros negros y una camisa negra también de tela vaquera, calcetines negros y ropa interior blanca. Cada pieza había sido lavada y planchada con esmero. Supuse que eran de Duke. La ropa de Beck o Richard me habría quedado pequeña, y con la de Paulie habría parecido que llevaba puesta una tienda de campaña. Las recogí y las llevé dentro. Me encerré en el cuarto de baño, me quité el zapato y miré si tenía correo. Había un mensaje. De Susan Duffy. Decía lo siguiente: «Situación localizada en el mapa. Nos trasladaremos a 25m S y O al motel junto a I-95. Respuesta de Powell: ambos DD después de 5, 10-2, 10-28. ¿Novedades?»
Sonreí. Powell aún hablaba el mismo lenguaje. «Ambos DD después de 5» significaba que los dos tipos habían sido despedidos deshonrosamente. Cinco años es demasiado tiempo para que los despidos tengan que ver con una ineptitud consustancial o meteduras de pata en la preparación. Esta clase de cosas habrían sido evidentes enseguida. Al cabo de cinco años sólo te podían despedir por ser una mala persona. Y «10-2, 10-28» no dejaban lugar a dudas. 10-28 era una respuesta estándar de verificación por radio que significaba «alto y claro». 10-2 era una llamada estándar por radio a «ambulancia necesaria con urgencia». Sin embargo, leído todo según el argot secreto de la PM, «ambulancia necesaria con urgencia, alto y claro» quiere decir: «Estos tipos han de estar muertos, no cometer errores al respecto.» Powell había mirado los archivos y no le había gustado lo que había visto.
Pulsé la tecla de «responder» y escribí: «Aún sin novedades. Sigo adaptándome.» Después pulsé «enviar» y guardé el artilugio otra vez en el zapato. No estuve mucho rato en la ducha. Sólo me enjuagué el sudor del gimnasio y me vestí con la ropa prestada. Me calcé los zapatos y me puse la chaqueta y el abrigo que me había dado Susan. Bajé las escaleras y me encontré con Zachary Beck y Duke, de pie en el vestíbulo. Ambos llevaban abrigo. Duke tenía en la mano las llaves de un coche. Aún no se había duchado. Parecía cansado y ponía mala cara. Quizá no le gustó que yo llevara su ropa. La puerta principal estaba abierta y advertí que la criada se iba en un viejo Saab cubierto de polvo. Tal vez compraría un pastel de cumpleaños.
– Vamos -dijo Beck, como si hubiera algo que hacer y no demasiado tiempo.
Me hicieron salir por la puerta. El detector de metales dio dos pitidos, uno para cada uno de ellos pero ninguno para mí. Fuera, el aire estaba limpio y frío. El cielo, claro. El Cadillac negro de Beck esperaba en la rotonda. Duke sostuvo la puerta y Beck se instaló detrás. El jefe de seguridad ocupó el asiento del conductor. Yo me senté en el del acompañante. Parecía lo correcto. Todo sin decir una palabra.
Duke encendió el motor, metió la primera y aceleró por el sendero de entrada. Alcancé a ver a Paulie delante, a lo lejos, abriendo la verja para el Saab de la criada. Llevaba el traje de nuevo. Se quedó de pie, esperando que pasáramos para dirigirnos al oeste. Me volví y vi que cerraba otra vez la verja.
Recorrimos los veintitantos kilómetros tierra adentro y giramos hacia el norte tomando la autopista de Portland. Miré al frente y me pregunté adónde me estarían llevando. Y qué harían conmigo cuando llegáramos.
Fuimos directamente al extremo de las instalaciones portuarias, fuera de la ciudad. Veía la parte superior de los barcos y grúas por todas partes. Había contenedores abandonados en terrenos llenos de hierbajos. Y alargados edificios bajos de oficinas. Entraban y salían furgonetas. El cielo estaba lleno de gaviotas. Duke cruzó una verja y llegó a un pequeño aparcamiento de hormigón agrietado y remiendos de asfalto donde no había nada salvo una solitaria camioneta de reparto en el centro. Era azul, de tamaño mediano, y le habían añadido una carrocería grande en forma de caja. Ésta era más ancha que la cabina y la envolvía. Una de esas cosas que se encuentran en una empresa de alquiler. Ni la más pequeña ni la más grande que pueden ofrecer. No tenía ningún rótulo. Resultaba totalmente vulgar, con rayas de óxido aquí y allá. Era vieja y se había pasado la vida recibiendo el soplo del aire salado.
– Las llaves están en el portamapas de la puerta -dijo Duke.
Beck se inclinó hacia delante y me dio un trozo de papel. Contenía direcciones de algún lugar de New London, Connecticut.
– Lleve la furgoneta a esta dirección -dijo-. Es un aparcamiento muy parecido a éste. Allí habrá otra furgoneta idéntica. Las llaves están en el portamapas de la puerta. Deje ésta allí y traiga la otra aquí.
– Y no husmees dentro de ninguna -soltó Duke.
– Y conduzca despacio -añadió Beck-. No cometa ninguna infracción. No llame la atención.
– ¿Por qué? -pregunté-. ¿Qué llevan?
– Alfombras -respondió Beck a mi espalda-. Estoy pensando en usted, sólo eso. Lo buscan. Mejor pasar desapercibido. Así que tómese su tiempo. Deténgase a tomar un café. Actúe con normalidad.
No dijeron nada más. Salí del Cadillac. El aire olía a mar, petróleo, gasoil de los tubos de escape y pescado. Soplaba viento. De todas partes llegaba un vago rumor industrial, así como los gritos y graznidos de las gaviotas. Me acerqué a la furgoneta azul. Pasé por detrás y advertí que el tirador de la puerta estaba asegurado con un pequeño precinto de plomo. Seguí andando y abrí la portezuela del conductor. Cogí las llaves del portamapas. Subí y encendí el motor. Me abroché el cinturón, me puse cómodo, metí la primera y salí del aparcamiento. Vi a Beck y Duke en el Cadillac, mirándome partir, el semblante inexpresivo. Me paré en el primer cruce, torcí a la izquierda y puse rumbo sur.
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