– Así pues, ¿qué hacemos? -preguntó él.
Saqué otra alfombra. La sopesé. Pesaba aproximadamente lo que debería pesar una alfombra. La estrujé. Cedió ligeramente. La apoyé en el suelo por un extremo y le di un puñetazo en el centro. Cedió otro poco, exactamente como haría una alfombra muy enrollada.
– Sólo son alfombras -dije.
– ¿No hay nada debajo? -preguntó Duffy-. Tal vez aquellas altas del fondo no son tan altas. A lo mejor se apoyan en algo.
Sacamos las alfombras una a una y las dejamos sobre el asfalto en el orden que seguiríamos para volver a colocarlas. Trazamos en el suelo una línea aleatoria en zigzag. Las altas eran ni más ni menos lo que parecían ser: alfombras altas, muy arrolladas, atadas con una cuerda, en posición vertical. Nada oculto en ellas. Nos quedamos de pie en el frío, rodeados por el disparatado revoltijo de alfombras y nos miramos.
– Es una carga fantasma -dijo Duffy-. Beck supuso que usted encontraría un modo de abrir.
– Quizá -dije.
– O sólo quería quitarle de en medio.
– ¿Mientras él está haciendo qué?
– Haciendo comprobaciones sobre usted -aclaró ella-. Asegurándose.
Consulté la hora.
– Hemos de volver a cargar. Tendré que conducir como un loco.
– Iré con usted -dijo ella-. Quiero decir, hasta que alcancemos a Eliot.
Asentí.
– Me parece bien. Hemos de hablar.
Volvimos a meter las alfombras en la furgoneta, dándoles puntapiés y empujándolas hasta dejarlas perfectamente dispuestas en su posición inicial. A continuación eché hacia abajo la puerta y el tipo mayor se puso a trabajar con la soldadura. Colocó de nuevo el precinto roto en su ranura y juntó los extremos separados. Calentó el soldador, llenó el vacío con la punta y llevó hasta allí un extremo del carrete de soldadura. El hueco se llenó con una gran gota plateada. No tenía el color apropiado y era demasiado grande. El cable parecía la caricatura de una serpiente que acabara de tragarse un conejo.
– No pasa nada -dijo para tranquilizarnos.
Utilizó la punta del soldador como si fuera un pincel diminuto y alisó la gota hasta hacerla más y más fina. De vez en cuando daba un golpecito con la punta para eliminar el sobrante. El hombre trabajaba con delicadeza. Tardó tres largos minutos, pero al final aquello se parecía mucho a lo que había inicialmente. Dejó que se enfriara un poco y luego sopló con fuerza. El nuevo color plateado se transformó en gris al instante. Era lo más parecido que yo había visto a una reparación invisible. Sin duda mejor de lo que yo habría sido capaz de hacer.
– Vale -dije-. Muy bien. Pero tendrá que hacer otra. Tengo que regresar con otro vehículo. También habría que echarle una ojeada. Nos encontraremos en la primera área de descanso en dirección norte después de Portsmouth, New Hampshire.
– ¿Cuándo?
– Dentro de cinco horas.
Duffy y yo nos dirigimos al sur todo lo deprisa que pude hacer correr la vieja furgoneta. Imposible pasar de cien. El vehículo tenía la forma de un ladrillo, y la resistencia del viento anulaba todo intento de ir más rápido. Pero cien bastaría. Aún disponía de unos minutos.
– ¿Ha visto su despacho? -preguntó ella.
– Todavía no. Hemos de verificar esto. De hecho hemos de verificar toda esta operación del puerto.
– Estamos en ello. -Tenía que hablar alto. A cien por hora el ruido del motor y los gemidos de la caja de cambios eran el doble que a ochenta-. Portland es el cuadragésimo cuarto puerto con más tráfico de Estados Unidos. Unos catorce millones de toneladas de productos importados al año. Más o menos un cuarto de millón a la semana. Parece que para Beck hay unas diez, dos o tres contenedores.
– ¿En la aduana registran su mercancía?
– Como hacen con la de todo el mundo. El actual índice de registro es aproximadamente del dos por ciento. O sea que si Beck llena ciento cincuenta contenedores al año, tal vez le registrarán tres.
– Entonces ¿cómo lo hace?
– Quizá juega con las probabilidades limitando la mercancía ilegal a, pongamos, un contenedor de cada diez. Esto haría que el índice de búsqueda efectiva se redujera a un 0,2 por ciento. Así podría aguantar años.
– Ya ha aguantado años. Debe de estar sobornando a alguien.
Ella asintió sin decir nada.
– ¿Pueden conseguir que se haga un registro especial? -inquirí.
– Sin una justificación verosímil, no -respondió-. Estamos aquí extraoficialmente, no lo olvide. Necesitamos pruebas muy convincentes. Y en todo caso la posibilidad de que haya sobornos hace que todo sea un campo minado. Podríamos dirigirnos al funcionario equivocado.
Seguimos adelante. El motor rugía y la suspensión se balanceaba. Lo dejábamos todo atrás. Ahora yo miraba por el retrovisor para ver si venían polis. Suponía que las credenciales de la DEA de Duffy servirían para solventar cualquier problema, pero no quería perder el tiempo que tardaría ella en resolverlo.
– ¿Cómo reaccionó Beck? -preguntó-. La primera impresión.
– Estaba confuso. Y algo resentido. Esa fue mi primera impresión. ¿Se fijó que en la facultad Richard Beck no estaba custodiado?
– Un entorno seguro.
– No del todo. Es posible sacar a un chico de allí, resulta de lo más fácil. La ausencia de guardias significa que no hay peligro. Creo que el asunto de los guardaespaldas para llevar al chaval a casa era una suerte de concesión por el hecho de haberse vuelto paranoico. Me parece que era meramente un acto de complacencia. No pienso que el viejo Beck imaginara que de veras hacía falta, de lo contrario le habría puesto seguridad también en la facultad. O no dejar siquiera que su hijo se matriculara.
– ¿Por tanto?
– Por tanto creo que en el pasado se alcanzó un cierto acuerdo. Acaso a raíz del primer secuestro. Algo que garantizara determinado statu quo. De ahí que no hubiera vigilantes en la facultad. De ahí el resentimiento de Beck, como si alguien hubiera roto un pacto.
– ¿Piensa eso?
Asentí.
– Estaba sorprendido, desconcertado, enojado. Siempre preguntaba lo mismo. «¿Quién?»
– Una pregunta obvia.
– Pero sonaba a cómo-se-atreven. Había en ella una postura. Como si alguien se hubiera saltado las reglas del juego. No era sólo una pregunta. En su semblante se reflejaba fastidio hacia alguien.
– ¿Qué le contó usted?
– Describí la camioneta. Los chicos del grupo.
Ella sonrió.
– Nada de riesgos.
Meneé la cabeza.
– Hay un tío apellidado Duke. No sé el nombre de pila. Ex poli. Es el jefe de seguridad. Esta mañana parecía no haberse acostado. Se le veía cansado y no se había duchado. Llevaba la americana arrugada, en la parte inferior de la espalda.
– ¿Y qué?
– Significa que anoche estuvo conduciendo mucho rato. Creo que fue a echar un vistazo a la Toyota. A comprobar la matrícula. ¿Dónde la escondieron ustedes?
– Dejamos que se la llevara la policía del estado. Para que todo siguiera siendo creíble. No podíamos llevarla otra vez al garaje de la DEA. Estará en algún recinto de por ahí.
– ¿Qué pone la placa?
– Hartford, Connecticut -contestó ella-. Pertenecía a una banda de traficantes de éxtasis de tres al cuarto que desarticulamos.
– ¿Cuándo?
– La semana pasada.
Seguí conduciendo. El tráfico se iba haciendo denso.
– Primer error -dije-. Beck va a comprobarlo. Y luego se preguntará por qué unos traficantes de éxtasis de poca monta de Connecticut querrían secuestrar a su hijo. Y acto seguido se preguntará cómo es posible que unos traficantes de éxtasis de poca monta de Connecticut intenten secuestrar a su hijo una semana después de haber sido encarcelados.
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