Lee Child - El Inductor

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Clandestino: sin duda la situación más solitaria y vulnerable para trabajar. Sin embargo, Jack Reacher está dispuesto a actuar en esas condiciones cuando un equipo extraoficial de la DEA le propone una misión de alto riesgo. Reputado por su destreza e inteligencia y la experiencia adquirida durante sus años como polícia militar, Reacher trabaja ahora por libre aceptando casos que la mayoría rechazan.

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No estaban sólo Duffy, Eliot y el viejo. Los acompañaba una unidad de perros de la DEA. Supongo que si a los tíos del gobierno les das suficiente tiempo para pensar, te salen con lo que menos esperas. Entré en un área casi idéntica a la de Kennebunk y advertí los dos Taurus aparcados al final de la hilera, junto a una furgoneta corriente con un ventilador girando en el techo. Aparqué cuatro plazas más allá y seguí las habituales pautas de precaución de esperar y observar, pero después de mí no llegó nadie. No me preocupé por el arcén. Gracias a los árboles, era invisible desde la autopista. Había árboles por todas partes. Maine tiene un montón de árboles, joder.

Salí de la furgoneta y el tipo mayor acercó su coche y empezó a trabajar con su soldador.

– He hecho varias llamadas -dijo Duffy. Sostenía su Nokia como para demostrarlo-. Buenas y malas noticias.

– Primero las buenas -indiqué-. Alégreme un poco el día.

– Creo que el asunto de la Toyota podría estar resuelto.

– ¿Podría?

– Es complicado. Los de Aduana nos han facilitado el calendario de envíos de Beck. Todo su material procede de Odesa. Está en Ucrania, a orillas del mar Negro.

– Sé dónde está.

– Origen verosímil de las alfombras. Éstas llegan a través de Turquía procedentes de todas partes. Pero en nuestra opinión Odesa es uno de los puertos de la heroína. Todo lo que no viene aquí directamente desde Colombia pasa por Afganistán y Turkmenistán y atraviesa el Caspio y el Cáucaso. De modo que si Beck se dedica a la heroína, eso significa que no conoce a ningún camello de éxtasis ni por asomo. Ni de Connecticut ni de ninguna otra parte. No puede haber relación alguna. Imposible. No tendría ni pies ni cabeza. Son negocios totalmente distintos. Así que, en cuanto a descubrir algo, empieza desde cero. Quiero decir que la matrícula de la Toyota le dará un nombre y una dirección, claro, pero esa información no significará nada para él. Tardará unos días en averiguar quiénes son los de la furgoneta y encontrarlos.

– ¿Éstas son las noticias buenas?

– No están mal. Créame, son mundos independientes. En cualquier caso, usted dispone sólo de unos pocos días. No podemos retener a esos guardaespaldas indefinidamente.

– ¿Y las noticias malas?

Duffy se tomó un respiro.

– En realidad, no es del todo imposible que alguien haya echado una ojeada al Lincoln.

– ¿Qué ha pasado?

– Nada concreto. Sólo que la seguridad del garaje quizá no era todo lo buena que debiera.

– ¿Qué significa eso?

– Significa que no podemos estar seguros de que no haya sucedido nada malo.

Oímos la puerta trasera de la furgoneta traquetear al abrirse hacia arriba. Golpeó contra su tope, y un instante después Eliot nos llamó con tono de apremio. Nos acercamos esperando encontrar algo interesante. En vez de ello, otro transmisor, idéntico al anterior. Estaba pegado al interior de la chapa, cerca de la puerta, aproximadamente a la altura de la cabeza.

– Fantástico -soltó Duffy.

El espacio de carga estaba lleno de alfombras, exactamente igual que el otro. Podía haber sido la misma furgoneta. Estaban muy enrolladas y atadas con una cuerda basta y amontonadas en posición vertical y ordenadas de mayor a menor.

– ¿Las examinamos? -sugirió el tipo mayor.

– No tenemos tiempo -dije-. Si hay alguien al otro extremo del transmisor, considerará lógico que me quede aquí unos diez minutos, pero no más.

– Metamos el perro -dijo Duffy.

Un tío al que yo no había visto abrió la furgoneta de la DEA y sacó un sabueso sujeto con una correa. Era un bicho pequeño, gordo, de patas cortas, con los arreos de trabajo puestos. Tenía las orejas largas y una expresión ansiosa. Me gustan los perros. A veces pienso en comprar uno. Me haría compañía. Ése me ignoró por completo. Sólo dejó que su cuidador lo condujera hasta la furgoneta azul y una vez allí esperó instrucciones. El tío lo alzó hasta el espacio de carga y lo colocó ante las alfombras. Chasqueó los dedos, pronunció una especie de orden y soltó la correa. El perro empezó a husmear arriba y abajo y de un lado a otro. Al tener las patas cortas le costaba un poco sortear los diferentes desniveles. De todos modos, no dejó un solo centímetro por explorar, tras lo cual volvió al sitio desde donde había comenzado y se quedó allí con los ojos brillantes, meneando la cola y con la boca abierta en una absurda y húmeda sonrisa como si estuviera diciendo: «Bueno, ¿dónde está la acción?»

– Nada -dijo el cuidador.

– Carga legal -apuntó Eliot.

Duffy asintió.

– Pero ¿por qué vuelve esto al norte? Nadie exporta alfombras de nuevo a Odesa. Es absurdo.

– Era una prueba -señalé-. Para mí. Imaginaron que a lo mejor echaría un vistazo.

– Compongamos el precinto -dijo Duffy.

El cuidador se llevó el sabueso y Eliot estiró los brazos y bajó la puerta. El tipo mayor cogió el soldador y Duffy me llevó nuevamente a un lado.

– ¿Qué decidimos? -preguntó.

– ¿Qué haría usted?

– Abandonar -contestó-. El Lincoln es la carta mala. Podría matarle.

Miré más allá del hombro de ella y observé al otro ocupado en su menester. Ya estaba rebajando la unión de la soldadura.

– Se tragaron la historia -dije-. Inevitable. Era una historia magnífica.

– Tal vez han visto el Lincoln.

– No alcanzo a entender por qué querrían hacerlo.

El tipo mayor ya terminaba. Estaba agachado, listo para soplar en la juntura, todo a punto para que el cable adquiriese un color gris apagado. Duffy posó su mano en mi brazo.

– ¿Por qué hablaba Beck de las Uzi? -preguntó.

– No lo sé.

– Ya está -dijo el de la soldadura.

– ¿Qué decidimos? -repitió Duffy.

Pensé en Quinn. Pensé en cómo me había recorrido el rostro con la mirada, ni deprisa ni despacio. Pensé en las cicatrices por disparos del calibre 22, como dos ojos adicionales en el lado izquierdo de la frente.

– Seguiré adelante -dije-. Creo que no corro demasiado riesgo. Si hubieran tenido sospechas, esta mañana hubieran ido por mí.

Duffy se quedó callada. No discutió. Sólo quitó la mano de mi brazo y me dejó ir.

5

Me dejó ir, pero no me pidió el arma. Quizá fue algo inconsciente. Quizá quería que me la quedara. Me la coloqué en la parte de atrás del cinturón. Se ajustaba mejor que el enorme Colt. Acto seguido, salí a la carretera y llegué al aparcamiento cerca de los muelles de Portland exactamente diez horas después de haberlos abandonado. Nadie me esperaba. Ningún Cadillac negro. Entré y aparqué. Dejé las llaves en el portamapas y bajé. Después de recorrer ochocientos kilómetros de autopista estaba cansado y un poco sordo.

Eran las seis de la tarde y el sol se estaba poniendo tras la ciudad. El aire era frío y desde el mar llegaba humedad. Me abotoné el abrigo y permanecí quieto unos instantes por si me observaban. Después me marché. Traté de parecer desorientado. Pero me dirigí más o menos hacia el norte y miré con atención los edificios que se alzaban delante. El aparcamiento estaba rodeado por oficinas de poca altura. Parecían tráilers sin ruedas. Construidas a lo barato y mal conservadas. Tenían pequeños y descuidados aparcamientos llenos de vehículos de la gama media. Toda la zona parecía atareada e imbuida de espíritu práctico. Ahí tenía lugar el comercio en el mundo real. Eso estaba claro. Ni elegantes oficinas centrales, ni mármol, ni esculturas, sólo una serie de personas corrientes trabajando esforzadamente por dinero tras ventanas sucias cubiertas con persianas venecianas rotas.

Algunas oficinas eran construcciones adosadas a pequeños almacenes. Estos eran modernas estructuras metálicas prefabricadas. Tenían plataformas de carga y espacios estrechos delimitados por gruesos postes, todo ello de hormigón. Los postes presentaban manchas de todos los colores conocidos de pintura de vehículos.

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