Lee Child - El Inductor

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Clandestino: sin duda la situación más solitaria y vulnerable para trabajar. Sin embargo, Jack Reacher está dispuesto a actuar en esas condiciones cuando un equipo extraoficial de la DEA le propone una misión de alto riesgo. Reputado por su destreza e inteligencia y la experiencia adquirida durante sus años como polícia militar, Reacher trabaja ahora por libre aceptando casos que la mayoría rechazan.

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Acto seguido le registré la ropa. Llevaba las cosas corrientes. Una cartera, un móvil, un sujetabilletes sin mucho dinero, un manojo de llaves. Lo dejé todo allí. Abrí la puerta que daba al exterior e inspeccioné el panorama. Ahora Beck y Duke quedaban ocultos tras la esquina del edificio. No los veía y no me veían. Por allí no había nadie más. Me acerqué al Lincoln de Doll y abrí la portezuela del conductor. Accioné la palanquita del maletero y la tapa se alzó un par de centímetros. Volví al cubículo y arrastré el cadáver fuera. Abrí el maletero del todo y arrojé a Doll dentro. Bajé la tapa suavemente y cerré la puerta del conductor. Miré el reloj. Habían pasado los cinco minutos. Tendría que tirar la basura más tarde. Regresé al recinto, crucé el despacho, la oficina, la puerta principal, y salí fuera. Beck y Duke se volvieron. Beck tenía un semblante severo y fastidiado por la tardanza. «¿Por qué se han quedado aquí?», me pregunté. Duke tenía los ojos enrojecidos y bostezaba. Era la viva imagen de alguien que lleva treinta y seis horas sin dormir. «Tengo una triple ventaja», pensé.

– Si quieres conduzco yo -le dije.

Vaciló.

– Ya sabes que sé conducir -señalé-. He estado conduciendo todo el santo día. He hecho lo que me ordenaron. Doll te lo habrá contado.

Permaneció en silencio.

– ¿Era otra prueba? -inquirí.

– Has encontrado el micrófono oculto -dijo.

– ¿Creías que no lo haría?

– Si no lo hubieras encontrado, quizás habrías actuado de otra forma.

– ¿Por qué? Sólo quería regresar sano y salvo y lo antes posible. He estado expuesto diez horas seguidas. No ha sido nada divertido. He podido perder mucho más que tú, sea cual sea tu negocio.

No replicó.

– Tú mismo -solté como si me diera igual.

Dudó un segundo más y a continuación suspiró y me dio las llaves. Ésa fue la primera ventaja. En el acto de entrega de unas llaves hay algo simbólico. Tiene que ver con la confianza y la aceptación. Eso me acercaba más al centro del círculo. Yo era menos intruso que antes. Y se trataba de un grueso manojo. Además de las del coche, había llaves de la casa y de despachos. Habría una docena en total. Un montón de metal. Un símbolo importante. Beck lo observó todo pero no hizo comentarios. Se limitó a instalarse en el asiento de atrás. Duke se dejó caer en el del acompañante. Yo me senté al volante y encendí el motor. Me ceñí el abrigo para que las armas de los bolsillos descansaran en mi regazo, listo para sacarlas y usarlas si sonaba un móvil. Había un cincuenta por ciento de posibilidades de que la siguiente llamada que recibieran esos tipos fuese de alguien que hubiera hallado el cadáver de Doll. Por tanto, la siguiente llamada que recibiesen sería la última. Si las posibilidades eran una entre seiscientas o entre seis mil, me parecía bien; pero el cincuenta por ciento era demasiado para mí.

Pero en todo el trayecto no sonó ningún teléfono. Conduje despacio y tranquilo y encontré las carreteras pertinentes. Giré al este, en dirección al Atlántico. Por allí ya estaba oscuro. Apareció el promontorio en forma de mano y enfilé el dedo rocoso. Las luces resplandecían en lo alto de todo el muro. El alambre de espino emitía destellos. Paulie aguardaba para abrir la verja. Cuando pasé por delante de él me miró airado. Lo ignoré y me apresuré por el sendero de entrada y me paré en la rotonda, justo delante de la puerta. Beck bajó el primero. Duke se meneó un poco para despertarse y lo siguió.

– ¿Dónde dejo el coche? -le pregunté.

– En los garajes, capullo. Doblando por ahí.

La segunda ventaja. Iba a estar cinco minutos solo.

Me encaminé hacia el lado sur de la casa. Los garajes eran independientes y se hallaban en un pequeño patio cercado por el muro. Tiempo atrás, cuando se construyó la casa, seguramente era un establo. En la parte delantera había adoquines de granito, y en el tejado una cúpula con una abertura para la ventilación. Los compartimentos de los caballos habían sido sustituidos por cuatro garajes. El pajar había sido convertido en un apartamento. Supuse que allí vivía el silencioso mecánico.

El garaje de la izquierda tenía la puerta abierta y se encontraba vacío. Introduje el Cadillac y apagué el motor. Estaba oscuro. Había estantes llenos de los típicos trastos que se acumulan en un garaje. Latas de aceite, cubos y botellas viejas de cera abrillantadora. Una bomba eléctrica para hinchar neumáticos y un montón de alfombras usadas. Me metí las llaves en el bolsillo y bajé. Escuché un momento por si oía algún teléfono en la casa. Nada. Me acerqué a las alfombras y eché una ojeada. Cogí una del tamaño de una toalla de manos. Estaba oscura de mugre, basura y aceite. La usé para limpiar una mancha imaginaria del guardabarros delantero del Cadillac. Miré alrededor. Nadie. Envolví con la alfombra la PSM de Doll y la Glock de Duffy y los dos cargadores. Metí todo dentro del abrigo. Tal vez hubiera podido introducir las armas en la casa. Tal vez. Podía haber ido por la puerta de atrás y dejar que el detector de metales pitara y parecer confuso un instante y luego sacar el manojo de llaves. Un caso típico de información errónea. Quizás habría funcionado. Puede ser. Pero habría dependido de su grado de recelo. Y en todo caso, volver a sacarlas de la casa habría sido muy difícil. En el supuesto de que no se produjeran pronto llamadas telefónicas que desencadenaran una tormenta, lo más probable es que me quedara con Beck o Duke, o ambos, como de costumbre, y no habría garantía alguna de conseguir otra vez las llaves. Así que debía decidir. Arriesgar o jugar sobre seguro. Opté por lo segundo y dejar fuera la potencia de fuego.

Abandoné el patio de los garajes y me dirigí sin prisas a la parte posterior de la casa. Me detuve en la esquina. Esperé un momento y luego giré noventa grados y seguí el muro en dirección a las rocas, como si quisiera echar un vistazo al mar. Este seguía en calma. Del sudeste llegaba un extenso oleaje aceitoso. El agua parecía negra e inmensamente profunda. La contemplé un instante y a continuación me agaché y metí el fardo de las armas en una pequeña hondonada, pegado al muro. Por allí crecían escuálidos hierbajos.

Regresé paseando, encorvado en mi abrigo, intentando parecer un tío pensativo que se ha tomado un breve descanso. Todo estaba tranquilo. Las aves de la orilla se habían marchado. Para ellas ya estaba demasiado oscuro. Estarían más seguras en sus nidos. Me di la vuelta y me dirigí hacia la puerta trasera. Crucé el porche y entré en la cocina. El detector de metales se disparó. Duke, el mecánico y la cocinera se volvieron para mirarme. Me paré un instante y saqué las llaves. Las sostuve en alto. Apartaron la mirada. Dejé las llaves en la mesa, delante de Duke. Él ni las tocó.

La tercera ventaja del agotamiento de Duke se fue desvelando poco a poco durante la cena. Apenas podía mantenerse despierto. No decía palabra. La cocina estaba caldeada y humeante, y comimos ese tipo de cosas que hacen que a uno le entre sueño. Una sopa sustanciosa y estofado de carne con patatas. Raciones generosas. Los platos rebosaban. La cocinera trabajaba como si estuviera en una cadena de montaje. Había un plato de más con una ración completa que permanecía intacto. Quizás alguien acostumbraba a repetir.

Comí deprisa y mantuve los oídos atentos al teléfono. Calculé que podía coger las llaves del coche y estar fuera antes de que concluyera el primer tono. Dentro del Cadillac antes de acabar el segundo. En mitad del sendero de entrada antes de finalizar el tercero. Podía derribar la verja y atropellar a Paulie. Pero el teléfono no sonaba. En la casa no se oía sonido alguno, salvo el de gente masticando. No había café. Estuve a punto de tomármelo como algo personal. Me gusta el café. En vez de café bebí agua del grifo. Sabía a cloro. Antes de terminar mi segundo vaso apareció la criada procedente del comedor de la familia. Se acercó hasta donde yo estaba sentado, desgarbada con aquellos zapatos pasados de moda. Era tímida. Parecía irlandesa, como si acabara de llegar a Boston y no hubiera encontrado ningún empleo.

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