Lee Child - El Inductor

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Clandestino: sin duda la situación más solitaria y vulnerable para trabajar. Sin embargo, Jack Reacher está dispuesto a actuar en esas condiciones cuando un equipo extraoficial de la DEA le propone una misión de alto riesgo. Reputado por su destreza e inteligencia y la experiencia adquirida durante sus años como polícia militar, Reacher trabaja ahora por libre aceptando casos que la mayoría rechazan.

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4

El tiempo pasaba volando. Era consciente de eso. Aquello venía a ser una especie de prueba o test, e iba a tardar diez valiosísimas horas en llevarlo a cabo. Diez horas de las que no podía prescindir. Y costaba un huevo conducir aquella furgoneta. Era vieja y rebelde, el motor hacía un estruendo constante y la transmisión soltaba estridentes gemidos. Tenía la suspensión baja y hecha polvo, y todo el vehículo se bamboleaba. No obstante, los retrovisores eran enormes trastos compactos y rectangulares que me proporcionaban un panorama bastante bueno de todo lo que hubiera a más de diez metros a mi espalda. Me hallaba en la I-95, y todo parecía en calma. Estaba casi seguro de que nadie me seguía. Bastante seguro, aunque no del todo.

Aminoré la marcha, me retorcí, puse el pie izquierdo en el acelerador y me agaché para quitarme el zapato derecho. Haciendo malabarismos me lo coloqué en el regazo y con una mano saqué el cacharro del e-mail. Lo mantuve sujeto contra el borde del volante y conduje y tecleé a la vez: «Urgente encontrarnos 1.ª área de descanso I-95 dirección sur de salida Kennebunk traigan soldador y soldadura de plomo Radio Shack o ferretería.» Pulsé «enviar» y dejé el trasto en el otro asiento. Volví a calzarme el zapato, lo puse de nuevo sobre el acelerador y me enderecé. Miré otra vez por los retrovisores. Nada. Así que ejercité un poco mis mates. De Kennebunk a New London había unos trescientos kilómetros, quizás un poco más. Cuatro horas a ochenta por hora. A ciento diez serían unas dos horas cincuenta minutos, y seguramente ciento diez era la velocidad máxima de aquella furgoneta. Así tendría un margen de una hora y diez minutos para hacer lo que considerara oportuno.

Seguí conduciendo. Me mantuve en el carril de la derecha sin bajar de ochenta. Todos me adelantaban. Nadie se quedaba detrás. No me seguían. No estaba seguro de si eso era bueno o malo. Quizá lo contrario sería peor. Al cabo de veintinueve minutos pasé la salida de Kennebunk. Un kilómetro después vi una señal de área de descanso. Anunciaba comida, gasolina y aseos diez kilómetros más adelante. Tardé ocho minutos y medio en recorrerlos. Una rampa descendente de poca pendiente y luego una cuesta que atravesaba un bosquecillo. No había buena visibilidad. Las hojas eran pequeñas y nuevas, pero había tantas que no dejaban ver bien. El área de descanso se me ocultaba a la vista. Dejé que la furgoneta se deslizara y coronara la ascensión y a continuación entré en unas instalaciones absolutamente corrientes. Plazas de aparcamiento en diagonal a ambos lados y unos edificios bajos de ladrillo a la derecha. Detrás de los edificios estaba la gasolinera. Habría una docena de vehículos aparcados cerca de los lavabos. Uno era el Taurus de Susan Duffy. El último de la hilera de la izquierda. Ella se hallaba de pie junto al coche, Eliot a su lado.

Pasé despacio por delante de ellos, les indiqué que esperaran y aparqué cuatro plazas más allá. Apagué el motor y me quedé sentado unos instantes agradeciendo el súbito silencio. Volví a meter el dispositivo del correo electrónico en el tacón y me até el zapato. Después intenté parecer una persona normal. Estiré los brazos, bajé y caminé algo renqueante como quien relaja sus agarrotadas piernas y saborea el aire fresco del bosque. Tracé un par de círculos completos, escudriñé toda la zona y observé la cuesta. No la subía nadie. Podía oír el poco tráfico de la autopista. Estaba cerca y el ruido era considerable, pero al estar oculto tras los árboles me sentía como en un lugar íntimo y aislado. Conté setenta y dos segundos, lo que a ochenta por hora supone kilómetro y medio. No apareció nadie en la pendiente. Así que me apresuré hacia donde Duffy y Eliot me esperaban. Él vestía ropa informal con la que no parecía sentirse muy cómodo. Ella llevaba unos vaqueros muy usados y la misma cazadora de piel estropeada que le había visto antes. Estaba impresionante. Ninguno de ellos perdió tiempo en saludos, lo que supongo me alegró.

– ¿Hacia dónde se dirige? -preguntó Eliot.

– New London, Connecticut.

– ¿Qué hay en el vehículo?

– No lo sé.

– No lo siguen -señaló Duffy.

– Podrían hacerlo mediante un dispositivo electrónico -dije.

– ¿Dónde estaría?

– En la parte trasera. ¿Han traído el soldador?

– No -repuso ella-. Está de camino. ¿Para qué hace falta?

– Hay un precinto de plomo -expliqué-. Debemos quitarlo y rehacerlo.

Duffy echó un vistazo a la cuesta con expresión de inquietud.

– Con tanta prisa no es fácil encontrar un soldador.

– Mientras esperamos, examinemos lo que podamos -sugirió Eliot.

Nos dirigimos a la furgoneta azul. Me agaché y miré los bajos; cubiertos de viejo y endurecido barro y lleno de vetas de líquidos y aceite.

– Aquí no -dije-. Para llegar al metal habrían necesitado un cincel.

Eliot lo encontró en la cabina tras unos quince segundos de búsqueda. Estaba metido en la espuma del asiento del acompañante con un cierre de anilla. Era un simple y pequeño artilugio algo mayor que una moneda de veinticinco centavos y de centímetro y medio de grosor, con un delgado cable de unos veinte centímetros que probablemente era la antena de transmisión. Eliot lo cogió todo, salió de la cabina de espaldas y miró fijamente hacia la cuesta.

– ¿Qué? -preguntó Duffy.

– Es extraño -dijo-. Lleva una pila de audífono, nada más. Poca potencia, corto alcance. Desde una distancia de más de tres kilómetros no puede captarse. ¿Dónde está el encargado de rastrearlo, entonces?

En el inicio de la pendiente no había nadie. Yo había sido el último que la había subido. Nos quedamos allí de pie con los ojos llorosos en el frío viento. El tráfico siseaba tras los árboles, pero por la rampa no aparecía nadie.

– ¿Cuánto rato lleva aquí? -inquirió Eliot.

– Unos cuatro minutos -contesté-. Quizá cinco.

– No tiene sentido -señaló-. En ese caso, el tipo debería estar a siete u ocho kilómetros por detrás. Y este chisme no puede oírse a más de tres.

– Tal vez no hay ningún tío -dije-. Tal vez confían en mí.

– Si es así, ¿por qué le colocaron esto?

– Quizá no lo hicieron. Quizás ha estado aquí durante años. Quizá se les olvidó.

– Demasiados quizás -objetó él.

Duffy se volvió y miró los árboles fijamente.

– Pueden haberse parado en el arcén de la autopista -indicó-. Al mismo nivel en que estamos nosotros.

Eliot y yo nos volvimos y también observamos con atención. Tenía sentido. Para detenerse en un área de descanso y aparcar cerca del objetivo no hacía falta ninguna técnica ingeniosa.

– Vamos a echar un vistazo -sugerí.

Había una franja estrecha de hierba bien cuidada y luego una zona también estrecha donde los encargados de la autopista habían puesto freno al bosque mediante arbustos y trozos de corteza. Después, sólo árboles. La autopista los había cortado hacia el este y el área de descanso suprimido hacia el oeste, pero en medio quedaba un bosquecillo de unos doce metros de ancho que debía de estar allí desde el origen de los tiempos. Acceder a él era difícil. Había enredaderas, zarzas con pinchos y ramas bajas. Pero estábamos en abril. En julio o agosto habría sido imposible.

Nos paramos antes de que los árboles dieran paso a una vegetación más baja. Detrás estaba el llano y herboso arcén de la autopista. Avanzamos con cuidado hasta donde pudimos y estiramos el cuello a derecha e izquierda. No había nadie aparcado. El arcén estaba vacío en ambas direcciones. Había poco tráfico. Pasaban intervalos de cinco segundos sin vehículos a la vista. Eliot se encogió de hombros como si no entendiera nada, dimos media vuelta y regresamos.

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