Lee Child - El Inductor

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Clandestino: sin duda la situación más solitaria y vulnerable para trabajar. Sin embargo, Jack Reacher está dispuesto a actuar en esas condiciones cuando un equipo extraoficial de la DEA le propone una misión de alto riesgo. Reputado por su destreza e inteligencia y la experiencia adquirida durante sus años como polícia militar, Reacher trabaja ahora por libre aceptando casos que la mayoría rechazan.

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– Podemos suspender la operación si no está preparado.

Negué con la cabeza.

– Me atrae la posibilidad de encontrarlo, en serio.

– ¿Qué salió mal en la detención?

Meneé la cabeza otra vez.

– No quiero hablar de eso -dije.

Ella se quedó en silencio un instante. No insistió. Sólo apartó la mirada, vaciló, hizo memoria y reanudó la sesión de instrucciones. Con voz tranquila y buena dicción.

– El objetivo número cuatro es encontrar a mi agente -explicó-. Y traerla de vuelta.

Asentí.

– Cinco, conseguir pruebas fundadas que nos permitan trincar a Beck.

– Muy bien.

Hizo otra pausa.

– Seis, encuentre a Quinn y haga con él lo que tenga que hacer. Y siete, salga de allí cagando leches.

Asentí.

– En principio no le seguiremos -añadió-. El chico podría descubrirnos, ya que estará paranoico perdido. Y en el Nissan no pondremos ningún buscador, pues más tarde lo encontrarían. Tendrá que mandar un e-mail dándonos su posición en cuanto la sepa.

– Vale -dije.

– ¿Algún punto débil?

Traté de no pensar en Quinn.

– Alcanzo a ver tres -contesté-. Dos secundarios y uno importante. El primero de los secundarios es que voy a destrozar la ventanilla trasera de la camioneta pero el muchacho tendrá diez minutos para reparar en que los vidrios rotos no están donde deberían.

– Pues no lo haga.

– Ya, pero creo que tengo que hacerlo. Me parece que hemos de mantener un nivel de pánico alto.

– Muy bien, pondremos ahí unas cajas. En todo caso, usted ha de llevar cajas, se dedica al reparto. Eso impedirá un poco la visión del chico. Si no es así, sólo espero que no ate cabos en diez minutos.

Asentí con la cabeza.

– Segundo, en algún momento, por una razón u otra, el amigo Beck va a llamar a la policía de aquí. Acaso también a los periódicos. Querrá confirmar la información.

– Daremos a la policía un guión creíble. Con algo para entretener a la prensa. Mientras les convenga, cooperarán. ¿Cuál es el punto flaco importante?

– Los guardaespaldas. ¿Cuánto tiempo van a retenerlos? No pueden dejar que se acerquen a un teléfono, o llamarían a Beck. Tampoco pueden detenerlos oficialmente. Deben mantenerlos incomunicados, en la más completa ilegalidad. ¿Cuánto tiempo se podrá sostener esa situación?

Ella se encogió de hombros.

– Cuatro o cinco días, máximo. No podemos protegerle más tiempo. Así que no pierda ni un segundo.

– Eso pretendo. ¿Cuánto dura la pila del chisme ese del e-mail?

– Unos cinco días -respondió-. A partir de entonces quedará incomunicado. No le daremos ningún cargador. Sería sospechoso. Pero puede utilizar un cargador de móviles, si encuentra alguno.

– Muy bien.

Ella se limitó a mirarme. Estaba todo dicho. A continuación se me acercó y me besó en la mejilla. Fue imprevisto. Sus labios eran suaves. Me dejaron la piel espolvoreada de azúcar de rosquilla.

– Buena suerte -dijo-. Creo que no nos hemos dejado nada.

Sin embargo, nos habíamos dejado muchas cosas. Nuestro plan incluía errores mayúsculos, y todos acudirían para atormentarme.

3

Duke, el guardaespaldas, regresó a mi habitación cinco minutos antes de las siete, demasiado temprano para cenar. Oí sus pasos y un ligero chasquido al girar el pomo. Yo estaba sentado en la cama. El artilugio del correo electrónico se hallaba otra vez en el zapato, y éste de nuevo en mi pie.

– ¿Qué, gilipollas, ya has echado la siesta? -preguntó.

– ¿Por qué estoy encerrado?

– Porque eres un asesino de polis.

Aparté la mirada. Quizás antes de convertirse en gorila había sido poli. Podría ser. Montones de ex polis terminan en el mundo de la seguridad privada, como asesores, sabuesos o guardaespaldas. Sin duda seguiría una especie de orden del día, lo que tal vez me crearía algún problema. De todos modos, eso significaba que se había tragado la historia de Richard Beck sin cuestionar nada; el lado positivo del asunto. Me miró un instante; su semblante no reflejaba gran cosa. Acto seguido me condujo fuera de la habitación, luego por dos tramos de escaleras hasta la planta baja y después por oscuros pasillos hacia el lado de la casa orientado al norte. Olía a salitre y alfombra húmeda. Había alfombras de colores apagados por todas partes. En algunos sitios estaban colocadas en el suelo de dos en fondo. Duke se detuvo frente a una puerta, la abrió y dio un paso atrás para que yo entrase. Era una habitación grande y cuadrada con revestimientos de roble oscuro. Llena de alfombras. Había ventanas pequeñas en profundos huecos. Fuera, oscuridad, rocas y mar gris. Una mesa de roble. Encima, mis dos Colt Anaconda, descargados. Los tambores estaban abiertos. A la cabecera de la mesa había un hombre, sentado en una silla de roble con brazos y respaldo alto. Era el tipo que aparecía en las fotos de Susan Duffy.

En carne y hueso no tenía nada de particular. Ni grande ni pequeño. Quizás uno ochenta, unos noventa kilos. Pelo cano, ni fino ni grueso, ni corto ni largo. Debía de rondar la cincuentena. Llevaba un traje gris de paño caro cortado sin pretensiones de estilo alguno. Camisa blanca y corbata incolora, como la gasolina. Las manos y la cara eran pálidas, como si su hábitat natural fueran los aparcamientos subterráneos, muestras ambulantes de algo procedente del maletero de su Cadillac.

– Siéntese -dijo. La voz sonó tensa, como si se concentrara en lo alto de la garganta. Me senté frente a él, en el extremo opuesto de la mesa.

– Soy Zachary Beck -dijo.

– Jack Reacher.

Duke cerró la puerta despacio y apoyó contra ella su corpachón. La habitación quedó sumida en el silencio. Oía el mar. No era el sonido rítmico de las olas en la playa, sino el estallido y la resaca incesantes y azarosos de los rompientes en las rocas. Alcanzaba a oír charcos vaciándose y grava golpeteando y enormes olas que semejaban explosiones. Intenté contarlas. Se dice que la séptima es la grande.

– Bien -dijo Beck.

Delante de él había un vaso corto y macizo lleno de un líquido de color ambarino. Denso. Escocés o bourbon. Hizo una señal a Duke con la cabeza. El guardaespaldas cogió un vaso que esperaba en una mesita pegada a la pared. Contenía el mismo líquido denso y ambarino. Duke lo transportó sin gracia sujetándolo con el índice y el pulgar en la misma base. Cruzó la habitación y se inclinó un poco para dejarlo delante de mí. Sonreí. Sabía para qué era.

– Bien -repitió Beck.

Aguardé.

– Mi hijo me ha explicado que está usted en un apuro -dijo. La misma frase que había utilizado su mujer.

– La ley de los efectos no deseados.

– Esto me plantea algunas dificultades. Soy un simple hombre de negocios que trata de determinar cuáles son sus responsabilidades.

Esperé.

– Le estamos muy agradecidos, como es lógico -añadió-. Por favor, no me interprete mal.

– ¿Pero…?

– Hay cuestiones legales, ¿no? -replicó con leve fastidio en la voz, como si fuera víctima de complicaciones que escapaban a su control.

– No hay que ser un genio para entenderlo -señalé-. Necesito que haga la vista gorda. Al menos por un tiempo. Favor con favor se paga. Si su conciencia admite esa clase de cosas.

Hubo otro silencio. Volví a oír el mar con su espectro de sonidos. Quebradizas algas arrastrándose por el granito y una prolongada resaca succionando en dirección al este. Zachary Beck paseaba los ojos de un lado a otro. Observaba la mesa, luego el suelo, se quedaba con la mirada perdida. Tenía el rostro estrecho y los ojos muy juntos. La frente arrugada revelaba concentración. Los labios finos y apretados. Movía un poco la cabeza. Todo él era un facsímil del hombre de negocios vulgar y corriente dándole vueltas a importantes asuntos.

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