Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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– Estás hablando de un acoso.

McCaleb asintió.

– En la fase de adquisición, él la vigila. Aprende sus hábitos, prepara su plan. También busca algo. Algo para llevarse y recordarla.

– El pendiente.

McCaleb asintió de nuevo. Winston empezó a pasearse por la pequeña sala, sin mirarle.-Tengo que pensar en esto. He de… vamos a un sitio en el que podamos sentarnos.

Ella no esperó una respuesta. Abrió la puerta y salió. McCaleb sacó la cinta, agarró el maletín y siguió a Winston hasta la sala de reuniones en la que habían hablado del caso por primera vez. La estancia estaba vacía, pero olía como un McDonald’s. Winston rebuscó hasta que vio la papelera debajo de la mesa y la sacó al pasillo.

– Se supone que no se puede comer aquí -dijo mientras cerraba la puerta y se sentaba.

McCaleb tomó asiento frente a ella.

– Muy bien, y ¿qué pasa con mi víctima? ¿Cómo encaja en esto James Cordell? Para empezar es un hombre, y la otra víctima una mujer. Además, no hubo sexo. A esa mujer no la tocó nadie.

– Nada de eso importa -dijo McCaleb con rapidez. Ya había previsto la pregunta. Durante el trayecto desde el puerto con Buddy Lockridge no había hecho otra cosa que pensar en las posibles preguntas y sus respuestas-. Si tengo razón, encajaría en lo que llamamos el modelo de asesinato por poder. Básicamente, el individuo está haciendo esto porque no logra salirse con la suya. Es su forma de obtener placer y su manera de tocarle las narices a la autoridad e impresionar a la sociedad. Proyecta sus frustraciones con una situación concreta (problemas en el trabajo, con las mujeres en general o con su madre en particular, lo que sea) en la policía, en los investigadores. Al pellizcarles recibe la inyección de autoestima que necesita. Obtiene una sensación de poder. Y puede tratarse de poder sexual aunque no haya manifestaciones sexuales obvias o físicas en el crimen real. ¿Recuerdas al Asesino del Código hace unos años? ¿O Berkowitz, el Hijo de Sam, que asesinaba en Nueva York?

– Claro.

– Lo mismo ocurría con ellos dos. No había sexo en ninguno de los crímenes, pero todo se trataba de sexo. Mira a Berkowitz. Disparaba a la gente (hombres y mujeres) y salía corriendo. Pero volvía días después y se masturbaba allí mismo. Supusimos que el Asesino del Código hacía lo mismo, pero si lo hacía los servicios de vigilancia no lo vieron. Lo que estoy diciendo es que no tiene por qué ser obvio, Jaye, eso es todo. No siempre se trata de chiflados que graban sus nombres en la piel de las víctimas.

McCaleb miró a Winston de cerca, receloso de hablar por ella. Pero la detective parecía entender su teoría.

– Pero no es sólo eso -siguió McCaleb-. Hay otro factor aquí. También obtiene placer con la cámara.

– ¿Le gusta que veamos cómo lo hace?

McCaleb asintió.

– Esa es la última vuelta de tuerca. Creo que le gusta la cámara. Le gusta que su trabajo y sus éxitos sean documentados, vistos y admirados. Incrementa el riesgo para él y por tanto incrementa su poder reflejado. La compensación. Y ¿qué hace para llegar a esa situación? Creo que busca un objetivo (elige su presa) y luego lo vigila hasta que conoce su rutina y sabe cuándo esa rutina lo lleva a un lugar donde hay cámaras. El cajero, la tienda. Le gusta la cámara. Le habla. Le hace guiños. La cámara eres tú, el investigador. Te está hablando y se corre de ese modo.

– Entonces, quizá no elija a la víctima -dijo Winston-. Quizá no se preocupe por eso. Sólo por la cámara. Como Berkowitz. No le importaba a quién mataba, sólo salía a matar.

– Pero Berkowitz no se llevaba ningún souvenir.

– ¿El pendiente?

McCaleb asintió.

– Eso lo convierte en algo personal. Creo que las víctimas fueron elegidas.

– Ya lo has pensado todo, ¿no?

– No todo. No sé cómo las elige ni por qué. Pero, sí, he estado pensando en eso. Durante la hora y media que hemos tardado en llegar. El tráfico estaba fatal.

– ¿Hemos?

– Tengo un chófer. No puedo conducir todavía.

Ella no dijo nada. McCaleb lamentó haber mencionado el chófer: estaba revelando una debilidad.

– Hemos de empezar otra vez -dijo McCaleb-, porque pensábamos que las víctimas eran elegidas al azar. Suponíamos que escogía el lugar y no la víctima, pero creo que es al contrario. Las víctimas fueron seleccionadas. Eran sus presas. Objetivos específicos que fueron adquiridos, seguidos y acosados. Hemos de estudiarlos a fondo. Tiene que haber un punto de intersección. Algo en común. Una persona, un lugar… un momento, algo que los relacione entre sí o con nuestro sujeto desconocido. Encontraremos…

– Espera un momento, espera un momento.

McCaleb se detuvo, dándose cuenta de que había ido levantando la voz a medida que se animaba.

– ¿Qué objeto le quitaron a James Cordell? ¿Estás diciendo que el dinero del cajero es un recuerdo?

– No sé qué le quitaron, pero no fue el dinero. Eso sólo formaba parte del espectáculo del atraco. El dinero no era una propiedad simbólica. Además, lo cogió del cajero, no de Cordell.

– Entonces, ¿no estás corriendo mucho?

– No, estoy seguro de que se llevó algo.

– Lo hubiéramos visto. Está todo grabado en vídeo.

– Nadie vio lo de Gloria Torres y también estaba en vídeo.

Winston se volvió en la silla.

– No lo sé. Todavía me parece un… Déjame preguntarte algo, y trata de no tomártelo como algo personal, pero… ¿no es posible que estés buscando lo que siempre buscaste cuando trabajabas en el FBI?

– ¿Quieres decir que estoy exagerando? ¿Qué estoy tratando de volver a lo que hacía antes y que ésta es mi manera de hacerlo?

Winston se encogió de hombros. No quería decirlo.

– No lo he buscado, Jaye. Está aquí. Es lo que es. Seguro que el pendiente podría significar otra cosa. Y podría no significar nada en absoluto, pero si hay algo que conozco en este mundo son esta clase de cosas. Esta gente. La conozco. Sé cómo piensa y cómo actúa. Lo siento aquí, Jaye. El mal está aquí.

Winston lo miró de una manera extraña, y McCaleb supuso que se había pasado al ser tan ferviente en la respuesta a las dudas de la detective.

– El gran familiar de Cordell, el Chevy Suburban, no estaba en el vídeo. ¿Lo examinasteis? No he visto nada en la documentación que me pasaste…

– No, no lo tocamos. Dejó la billetera abierta en el asiento y salió sólo con la tarjeta para ir al cajero. Si el asesino hubiera entrado en el Suburban se habría llevado la cartera. Cuando la vimos allí, no nos preocupamos.

McCaleb negó con la cabeza.

– Todavía lo estás mirando como un atraco -dijo-. La decisión de no examinar el coche habría sido correcta si se hubiera tratado en realidad de un atraco. Pero ¿y si no era eso? Él no habría entrado en el Suburban para llevarse algo tan obvio como la cartera.

– ¿Entonces, qué?

– No lo sé. Alguna otra cosa. Cordell usaba mucho ese coche. Conducía todo el día junto al acueducto, sería como una segunda casa para él. Seguramente había muchos objetos de carácter personal dentro apetecibles para el asesino. Fotos, cosas colgadas del retrovisor, quizás un diario de viaje, lo que sea. ¿Dónde está el Suburban? Alégrame el día y dime que aún está en el depósito.

– No. Se lo entregamos a su esposa un par de días después del asesinato.

– Posiblemente ya lo hayan vaciado y vendido.

– En realidad, no. La última vez que hablé con la mujer de Cordell (hace sólo un par de días) me dijo que no sabía qué hacer con el Suburban porque era demasiado grande para ella y además dijo que le daba mal rollo. No usó estas palabras, pero ya me entiendes.

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