Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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Ella asintió.

– En primer lugar, siento lo que le ocurrió a su marido y a su familia.

La mujer torció el gesto y asintió de nuevo.

– Ya sé que poco importa la opinión de un extraño, pero la acompaño en el sentimiento. Por lo que he leído en los informes del sheriff, James era una buena persona.

Ella sonrió.

– Gracias -dijo-. Me hace gracia que lo llame James. Todo el mundo lo llamaba Jim o Jimmy. Y tiene razón era un buen hombre.

McCaleb asintió.

– ¿Qué quiere preguntarme, señor McCaleb? En realidad, yo no sé nada de lo que ocurrió. Eso es lo que me desconcertó de la llamada de Jaye.

– Bueno, para empezar… -Se agachó, abrió el maletín y sacó la foto que Graciela le había llevado al barco el día que se conocieron. Se la tendió a Amelia Cordell-. ¿Puede mirarla y decirme si reconoce a la mujer o si piensa que puede ser alguien a quien su marido conociera?

La viuda tomó la foto y la examinó con la cara seria. Sus ojos hacían pequeños movimientos, como si no quisiera perder detalle de la imagen. Al final negó con la cabeza.

– No, ¿es la mujer que…?

– Sí, era la víctima del segundo atraco.

– ¿El niño es su hijo?

– Sí.

– No lo entiendo. ¿Cómo iba mi marido a conocer a esta mujer? ¿Está insinuando que quizás ellos…?

– No. No, no estoy insinuando nada, señora Cordell. Sólo trato de contemplar… Mire, para serle franco, señora Cordell, han surgido algunos datos en la investigación que indican que posiblemente (y quiero subrayar «posiblemente») había algo más de lo que a primera vista parecía.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiere decir que posiblemente el atraco no era el motivo. O no era el único motivo.

La mujer lo miró sin comprender y McCaleb se dio cuenta de que seguía interpretando mal sus palabras.

– Señora Cordell, de ningún modo trato de insinuar que su marido y esa mujer mantuvieran algún tipo de relación. Lo que digo es que en algún sitio, en algún momento, su marido y ella se cruzaron en el camino del asesino. Ése es el tipo de relación al que me refiero, pero es una relación entre las víctimas y el asesino. Es probable que su marido y la otra víctima se cruzaran con el asesino en puntos diferentes, pero tengo que contemplar todas las posibilidades, y por eso le he mostrado la fotografía. ¿Está segura de que no la reconoce?

– Completamente.

– ¿Tenía su marido algún motivo para pasar algún tiempo en Canoga Park durante las semanas anteriores al asesinato?

– No, que yo sepa.

– ¿Tenía algo que ver con el Los Angeles Times ? Más concretamente, ¿tenía algún motivo para ir a la planta del periódico en Chatsworth?

De nuevo la respuesta de la mujer fue negativa.

– ¿Había algún problema con el trabajo? ¿Algo que pudiera haber querido explicar a un periodista?

– ¿Cómo qué?

– No lo sé.

– ¿Ella era periodista?

– No, pero trabajaba con periodistas. Quizá sus caminos se cruzaron allí con el del asesino.

– Bueno, no lo creo. Si algo preocupaba a Jimmy, me lo hubiera contado. Siempre lo hacía.

– Muy bien, entiendo.

McCaleb pasó los siguientes quince minutos interrogando a la señora Cordell acerca de la rutina de su marido y sus actividades en los días previos al asesinato. Tomó tres páginas de notas, pero ya en el momento de escribirlas le parecieron de escasa ayuda. Todo indicaba que Jimmy Cordell era un hombre muy trabajador, que pasaba la mayor parte de su tiempo libre con la familia. En las semanas anteriores a su muerte sólo había trabajado en secciones del acueducto situadas en la parte central del estado y su mujer no creía que hubiera pasado ni un momento en el sur. Ella no creía que hubiera estado en el valle de San Fernando, ni en otras partes de la ciudad antes de Navidad. McCaleb cerró su bloc.

– Le agradezco su tiempo, señora Cordell. Lo último que quería preguntarle era si había echado en falta alguna pertenencia de su marido.

– ¿Alguna pertenencia? ¿Qué quiere decir?

Amelia Cordell llevó a McCaleb hasta el Chevy Suburban. Ya habían hablado de la ropa y las joyas de su marido, y ella le había asegurado que no le habían quitado nada, tal como el vídeo del cajero automático atestiguaba. Sólo quedaba el Suburban.

– ¿No ha entrado nadie? -preguntó mientras lo abría.

– Yo lo traje desde la oficina del sheriff. Es la única vez que lo he conducido. Jimmy lo compró sólo para trabajar. Decía que si empezábamos a usarlo para otras cosas, no podría deducir los gastos. Yo no lo usaba porque es demasiado alto para estar subiendo y bajando todo él tiempo.

McCaleb asintió y entró al gran familiar por la puerta abierta del conductor. El asiento trasero estaba echado hacia delante y la zona de carga llena de equipamiento topográfico, una mesa de dibujo plegable y herramientas varias. McCaleb rápidamente descartó todo ello. Buscaba algo de carácter personal, no material de trabajo.

Se concentró en la parte delantera del vehículo. Una pátina de polvo lo cubría todo. Al parecer Cordell conducía por el desierto con la ventana bajada. Abrió con un dedo el bolsillo de la puerta y vio que estaba repleto de recibos de estaciones de servicio y una libreta de espiral en la cual Cordell anotaba el kilometraje, las fechas y los destinos de sus trayectos. McCaleb sacó la libreta y pasó las páginas para ver si mencionaba algún viaje a la zona oeste del valle de San Fernando, en particular a Chatsworth o Canoga Park. Nada. Todo indicaba que Amelia Cordell estaba en lo cierto respecto a su marido.

Bajó la visera del acompañante y encontró dos mapas doblados. McCaleb los sacó y los abrió sobre el capó del coche. Uno era un mapa de estaciones de servicio de la parte central de California y el otro, un mapa de inspección en el que se veía el acueducto y sus numerosas carreteras de acceso. McCaleb buscó sin éxito alguna anotación extraña. Volvió a doblar los mapas y los devolvió a su sitio.

Sentado en el asiento del conductor, McCaleb escrutó el vehículo. Se fijó en el retrovisor y le preguntó a Amelia Cordell si en alguna ocasión su marido había colgado algo allí, algún adorno. Ella dijo que no lo recordaba.

En la guantera y la consola central había más papeles, cintas de música, varios bolígrafos, rotuladores y lápices, así como varias cartas abiertas. A Cordell le gustaba la música country. Todo parecía en orden y a McCaleb no se le ocurría nada.

– ¿Sabe si tenía alguna pluma o lápiz que le gustara particularmente? ¿Quizás alguno que le regalaran?

– No creo. Nada que yo recuerde.

McCaleb sacó la goma que sujetaba las cartas y examinó los sobres: correo departamental, avisos de reuniones, informes sobre problemas en el acueducto que Cordell debía revisar. McCaleb volvió a poner la goma elástica y dejó otra vez las cartas en la guantera. Amelia Cordell lo observaba en silencio.

En un pequeño contenedor entre los asientos vio un busca y unas gafas de sol. Cordell volvía a casa de noche cuando se detuvo en el cajero automático. Eso explicaba porque no llevaba las gafas, pero no el buscapersonas.

– Señora Cordell, ¿sabe por qué está aquí el busca? ¿Cómo es que no lo llevaba consigo?

Ella reflexionó un momento.

– Normalmente no lo llevaba en el cinturón en viajes largos porque decía que era incómodo. Decía que se le clavaba en los riñones. Varias veces se lo olvidó en el coche y perdió llamadas. Por eso lo sé.

McCaleb asintió. Seguía allí sentado pensando en qué revisar a continuación cuando la puerta delantera derecha se abrió de repente y se asomó Buddy Lockridge.

– ¿Qué pasa?

McCaleb tuvo que entrecerrar los ojos, porque le cegaban los rayos de sol que pasaban sobre los hombros de Buddy.

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