Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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McCaleb sintió una descarga de adrenalina.

– Entonces subiremos allí, miraremos el Suburban y hablaremos con ella para averiguar qué se llevó.

– Si es que se llevó algo.

Winston torció el gesto. McCaleb sabía a qué se enfrentaba. Ya tenía que tratar con un capitán que, después de los fiascos de la hipnosis y de Bolotov, probablemente pensaba que se dejaba controlar con excesiva facilidad por una persona ajena a la investigación. No iba a estar dispuesta a volver al capitán con la nueva teoría de McCaleb a no ser que estuviese completamente convencida de su solidez. Y McCaleb sabía que nunca sería sólida. Nunca lo era.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó-. Yo estoy en el coche y listo para marchar. ¿Vas a subir o vas a quedarte en la acera?

Ya había pensado que él no estaba obligado por preocupaciones como un empleo, un rol, la inercia ni nada más. Si Winston no subía al coche con él, McCaleb se iría solo. Al parecer, ella se daba cuenta de lo mismo.

– No -dijo ella-. La cuestión es qué vas a hacer tú. Tú no tienes que comerte toda esta mierda como yo. Después de lo de la hipnosis, Hitchens ha estado…

– ¿Sabes qué, Jaye? No me importa nada de eso. Sólo me importa una cosa, encontrar a ese tipo. Así que, mira, tú te sientas aquí y me das unos días. Yo volveré con algo. Iré al desierto, hablaré con la mujer de Cordell y echaré un vistazo al familiar. Encontraré algo con lo que puedas presentarte ante el capitán. Y si no me tragaré mi teoría y no te molestaré más.

– Mira, no se trata de que estés molestando…

– Ya me entiendes. Tienes juicios, otros casos. Lo último que necesitas es tener que revisar uno viejo. Sé cómo funciona. Quizá venir aquí hoy haya sido prematuro. Debería haber subido a hablar con la viuda, pero como es tu caso y tú me has tratado como una persona, quería hablarlo contigo antes. Ahora dame tu bendición y algo de tiempo y yo subiré al desierto por mi cuenta. Ya te contaré lo que consiga.

Winston guardó silencio durante un buen rato, hasta que finalmente asintió.

– Muy bien, tú ganas.

20

Lockridge y McCaleb tomaron una sucesión de autopistas desde Whittier hasta que alcanzaron la autopista del valle de Antelope, que finalmente les conduciría al extremo nororiental del condado. Durante la mayor parte del tiempo, Lockridge conducía con una mano y sostenía la armónica con la otra. A McCaleb no le daba mucha sensación de seguridad, pero al menos les ahorraba la charla insustancial.

Al pasar por Vasquez Rocks, McCaleb estudió la formación rocosa y localizó el lugar donde se había hallado el cadáver que al final le llevaría a conocer a Jaye Winston. La formación inclinada e irregular, consecuencia de un levantamiento tectónico, era hermosa a la luz de la tarde. El sol incidía en las rocas del frente en un ángulo bajo y dejaba las grietas en la más completa oscuridad. Tenía un aspecto hermoso y peligroso a la vez. Se preguntó si sería eso lo que atrajo a Luther Hatch.

– ¿Has estado alguna vez ahí, en Vasquez Rocks? -preguntó Buddy después de ponerse la armónica entre las piernas.

– Sí.

– Es un lugar bonito. Se llama así por un forajido mexicano que se refugió en las grietas después de robar un banco hace cien años. Hay muchos escondites aquí, nunca lo encontraron y se convirtió en una leyenda.

McCaleb asintió. Le había gustado la historia. Pensó en que sus historias de los lugares eran muy diferentes. Siempre había cadáveres y asesinatos de por medio. No leyendas ni héroes.

Se habían adelantado a la marea de vehículos que salían de la ciudad a la hora punta y apenas pasaba de las cinco cuando llegaron a Lancaster. Atravesaron muy despacio una urbanización llamada Conjunto Residencial Desert Flower, buscando la casa en la que había vivido James Cordell. McCaleb vio un buen trozo de desierto, pero pocas flores y tampoco había muchas casas que justificaran el calificativo de conjunto residencial. Las construcciones eran de estilo colonial con tejados rojos abovedados y ventanas y puertas de arco en la fachada. Había decenas de urbanizaciones iguales diseminadas por el valle de Antelope. Las viviendas eran grandes y razonablemente atractivas. La mayoría habían sido compradas por familias que huían de los gastos, la delincuencia y la masificación de Los Ángeles.

Por lo visto, los promotores del Conjunto Residencial Desert Flower habían ofrecido a los compradores tres planos diferentes. En consecuencia, McCaleb advirtió que cada tres casas se repetía el mismo modelo y que incluso había edificios gemelos uno al lado del otro. Le recordó algunos de los barrios construidos en el valle de San Fernando después de la Segunda Guerra Mundial.

La sola idea de vivir allí le deprimió. Y no fue por nada que hubiera visto, sino porque el lugar se hallaba muy distante del océano y de la inyección de vitalidad que éste le proporcionaba. Sabía que no aguantaría mucho tiempo en una urbanización de ese estilo. Se secaría y el viento lo arrastraría como a esas plantas rodadoras que se cruzaban con ellos en la calle.

– Ésta es -dijo Buddy.

Señaló el número escrito en un buzón y McCaleb asintió. Aparcaron y McCaleb vio que el Chevy Suburban que había visto en el vídeo estaba estacionado en la entrada, bajo una canasta de baloncesto. Había un garaje abierto con un coche aparcado a un lado y el otro lleno de bicicletas, cajas, una mesa de trabajo y objetos desordenados. Al fondo había una tabla de surf puesta en vertical. Era una de las viejas tablas grandes y a McCaleb le hizo pensar que quizás alguna vez James Cordell había conocido el océano.

– No sé cuánto tardaré -dijo.

– Va a hacer mucho calor aquí fuera. Podría ir contigo. No diré nada.

– Ya empieza a refrescar, Buddy. Pero si tienes calor pon el aire acondicionado. Date una vuelta, seguramente habrá niños vendiendo limonada por aquí cerca.

McCaleb salió antes de empezar una discusión. No estaba dispuesto a que Lockridge entrará en la investigación y ésta se convirtiera en un asunto de aficionados. Al subir por el camino de acceso se fijó en el Suburban. La parte de atrás estaba llena de herramientas y había diversos objetos en los asientos delanteros. Se sintió excitado. Quizá tuviera suerte, porque parecía que nadie había tocado el vehículo.

La viuda de James Cordell se llamaba Amelia. McCaleb lo sabía por los informes. Supuso que era ella quien le abrió la puerta de arco de la entrada antes de que llegara. Jaye Winston le había dicho que llamaría antes para allanarle el camino.

– ¿Señora Cordell?

– ¿Sí?

– Soy Terry McCaleb. ¿Ha llamado la detective Winston para decirle que vendría?

– Sí, llamó.

– ¿Es un mal momento?

– ¿Cuál es un buen momento?

– He elegido mal mis palabras, lo siento. ¿Tiene un rato para que hablemos?

La viuda era una mujer de baja estatura, pelo castaño y facciones pequeñas. Tenía la nariz roja y McCaleb se dijo que o bien estaba resfriada o había estado llorando. Se preguntó si la llamada de Winston habría sido el desencadenante del llanto.

Le invitó a entrar, guiándolo hasta una sala de estar muy ordenada. La mujer se sentó en el sofá y McCaleb ocupó una silla enfrente de ella. Entre ambos, en una mesita de café, había una caja de pañuelos de papel. El sonido de la televisión llegaba procedente de otra habitación. Al parecer daban dibujos animados.

– ¿Es su compañero el que espera en el coche? -preguntó ella.

– Eh…, mi chófer.

– ¿Quiere entrar? Hará mucho calor ahí fuera.

– No, él está bien.

– ¿Es usted investigador privado?

– Técnicamente, no. Soy un amigo de la familia de la mujer que mataron en Canoga Park. No sé si la detective Winston le dijo que trabajaba en el FBI. Tengo experiencia en esta clase de casos. El departamento del sheriff, como probablemente sabe, y el Departamento de Policía de Los Ángeles no han conseguido avanzar mucho en la investigación en las últimas semanas. Yo trato de hacer lo posible para ayudar.

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