Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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– ¿Qué voy a pescar? -preguntó Raymond con la mirada fija en el sedal.

– No lo sé. Hay muchos peces por aquí.

McCaleb se sentó en una roca junto a Graciela. El niño estaba demasiado nervioso para sentarse y esperar. Pasaba de roca en roca con la caña, ansioso.

– Tendría que haber traído una cámara -susurró Graciela.

– La próxima vez -dijo McCaleb-. ¿Ha visto eso?

Estaba señalando al horizonte. La silueta azulada de una isla se distinguía al otro lado del agua en la lejana bruma.

– ¿Es Catalina?

– Sí.

– Es extraño. No me acostumbro a la idea de que haya vivido en una isla.

– Bueno, lo hice.

– ¿Cómo es que su familia terminó aquí?

– Eran de Chicago. Mi padre era jugador de béisbol. Una temporada (eso fue en 1950) estuvo a prueba con los Cubs. En primavera entrenaban en Catalina, porque los Wrigleys eran los dueños del equipo y de media isla. Así que vinieron aquí.

»Mi padre y mi madre eran novios desde la facultad. Ya se habían casado cuando a él le surgió la oportunidad en los Cubs. Jugaba de shortstop y segunda base. Es igual, el caso es que aunque vino aquí, no consiguió entrar en el equipo. Pero le encantó el sitio. Consiguió un empleo con los Wrigleys y se trajo a mi madre. -Su plan era dejar la historia en este punto, pero ella quería saber más.

– ¿Y entonces nació usted?

– Un poco después.

– Pero sus padres no se quedaron aquí.

– Mi madre se fue. No soportaba la isla. Se quedó diez años y dijo basta. Para alguna gente resulta claustrofóbico… El caso es que se separaron. Mi padre se quedó y quería que yo me quedara. Mi madre volvió a Chicago.

Ella asintió.

– ¿Qué hacía su padre para los Wrigleys?

– Muchas cosas. Trabajó en el rancho de la familia y luego en la casa. Tenían un Chris-Craft de diecinueve metros en la bahía. Consiguió empleo de marinero y eventualmente lo patroneaba para ellos. Al final compró su propio barco y lo alquilaba. También era bombero voluntario.

Ella sonrió y McCaleb le devolvió la sonrisa.

– ¿Y su barco era el Following Sea ?

– Su barco, su casa, su negocio, todo. Los Wrigleys le financiaron la compra. Vivió en el barco unos doce años, hasta que se puso tan enfermo que lo llevaron (quiero decir que lo llevé, no tenía a nadie más) al hospital de la ciudad. Murió aquí en Long Beach.

– Lo siento.

– Hace mucho tiempo.

– No para usted.

Él la miró.

– Bueno, supongo que al final llega un momento en que todo el mundo lo sabe. Él sabía que no tenía salvación y sólo quería volver allí. A su barco, a la isla. Yo no le dejé. Yo quería probarlo todo, hasta la última maldita maravilla de la ciencia y de la medicina. Y además, si él hubiera estado allí, hubiera sido difícil para mí ir a verlo. Hubiera tenido que tomar el ferry. Lo obligué a quedarse en el hospital. Murió solo en su habitación. Yo estaba en San Diego, trabajando en un caso. -McCaleb miró hacia el agua y vio que un transbordador se dirigía hacia la isla-. ¡Ojalá le hubiera escuchado!

Ella le puso la mano en su antebrazo.

– No tiene sentido obsesionarse.

McCaleb miró a Raymond. El niño se había calmado y estaba de pie, quieto, mirando el carrete mientras algo tiraba de manera uniforme del sedal. McCaleb sabía que el calamar no tenía tanta fuerza.

– Eh, Raymond, espera. Creo que has pescado algo. -Dejó la caña en el suelo y se acercó al niño.

Recogió el carrete y el sedal se tensó. Casi de inmediato algo tiró de la caña hacia abajo y ésta casi se le escapó de las manos al niño. McCaleb la agarró y la sostuvo derecha.

– ¡Has pescado uno!

– ¡Tengo uno! ¡Tengo uno!

– Recuerda lo que te dije, Raymond. Tira hacia atrás y enrolla el sedal. Te ayudaré con la caña hasta que lo cansemos. Parece que es uno grande. ¿Estás bien?

– ¡Sí!

Empezaron a batallar con la presa. McCaleb, que hacía la mayor parte del trabajo, instruyó a Graciela para que enrollara el sedal de las otras cañas para evitar que se engancharan debido al movimiento del pez. McCaleb y el niño pelearon con su captura durante diez minutos. McCaleb sentía a través de la caña que el pez se iba cansando: iban a ganar la partida. Al final le dejó la caña a Raymond para que concluyera el trabajo él solo.

McCaleb se puso un par de guantes que sacó de la caja de avíos y bajó por las rocas hasta el borde del agua. A pocos centímetros de la superficie vio que el pez luchaba exhausto por escapar del anzuelo. McCaleb se arrodilló en la roca, mojándose pantalones y zapatos, y se inclinó hasta que consiguió agarrar el sedal de Raymond. Tiró con fuerza del pez y lo puso boca arriba, entonces le sujetó la cola con la mano enguantada, justo delante de la aleta trasera. Lo sacó del agua y volvió a escalar por las rocas hasta donde estaba Raymond.

El pez brillaba al sol como metal pulido.

– ¡Es una barracuda, Raymond! -dijo sosteniéndola en el aire-. ¡Mira qué dientes!

22

El día había transcurrido bien. Raymond había pescado dos barracudas y una lobina blanca. El primer pez fue el más grande y el que causó mayor emoción, a pesar de que el segundo picó mientras estaban comiendo y casi arrastró al agua la desatendida caña. Regresaron al barco cuando caía la tarde. Graciela insistió en que Raymond descansase un rato antes de cenar y se lo llevó al camarote de proa. McCaleb aprovechó para limpiar el equipo de pesca con la manguera de popa. Cuando Graciela volvió y estuvieron solos, sentados en cubierta, sintió un deseo casi físico de disfrutar de una cerveza fría.

– Ha sido maravilloso -comentó Graciela respecto a la salida al espigón.

– Estoy contento. ¿Cree que se quedarán a cenar?

– Por supuesto. Raymond quiere quedarse también a dormir. Le encantan los barcos. Y creo que quiere ir a pescar otra vez mañana. Ha creado un monstruo.

McCaleb asintió, mientras pensaba en la noche por venir. Transcurrieron unos minutos de cómodo silencio mientras contemplaban las actividades que se desarrollaban en el puerto. Los sábados siempre eran días de mucho ajetreo. McCaleb no paraba de mirar. El hecho de tener invitados le hacía estar más pendiente del ruso, aunque sabía que las probabilidades de que se presentase Bolotov eran mínimas. Había tenido la mejor baza en el despacho de Toliver. Si hubiera pretendido lastimarle, podría haberlo hecho entonces. Pero el hecho de pensar en Bolotov provocó que el caso entrara en sus pensamientos. Recordó una pregunta que había preparado para Graciela.

– Déjeme preguntarle algo -dijo-. Vino aquí el sábado, pero el artículo sobre mí se publicó una semana antes. ¿Por qué esperó una semana?

– De hecho no esperé. Yo no leí el artículo. Un amigo del periódico de Glory me llamó y me contó que lo había visto y que se preguntaba si no sería usted el receptor del corazón. Entonces fui a la biblioteca y lo leí. Vine al día siguiente.

McCaleb asintió. Ella consideró que era su turno de preguntar.

– Esas cajas de ahí abajo…

– ¿Qué cajas?

– Las que están apiladas debajo del escritorio. ¿Son sus casos?

– Son archivos antiguos.

– He reconocido algunos de los nombres. El artículo mencionaba algunos. Yo recuerdo a Luther Hatch. Y al Asesino del Código. ¿Por qué lo llamaban así?

– Porque él (si es que era un hombre) nos dejaba mensajes firmados siempre con el mismo número.

– ¿Qué significaba?

– Nunca lo descubrimos. Ni los mejores hombres del FBI ni los especialistas en criptología de la Agencia Nacional de Seguridad consiguieron descifrarlo. Personalmente, creo que no significaba nada en absoluto. No era un código, sólo otra forma de molestarnos, de hacernos dar vueltas como un perro que quiere morderse la cola… Nueve-cero-tres, cuatro-siete-dos, cinco-seis-ocho.

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