– Oh, Dios…
– Dios no estaba por ahí cerca ese día. Los gases de descomposición hicieron que volvieran a salir a la superficie, incluso con los bloques de hormigón.
Tras unos instantes de silencio, continuó:
– Entonces avisaron al FBI y yo fui allí con otra agente llamada Walling. No había de dónde agarrarse. Hicimos un perfil: sabíamos que conocía muy bien los Everglades. En casi ningún sitio hay ni siquiera un metro de profundidad. Pero arrojó a las mujeres a una poza. No quería que las encontraran. Tenía que conocer ese sitio, la Poza del Diablo. Era como el cráter de un meteorito. Tenía que haber estado allí antes para conocerlo.
McCaleb estaba mirando al techo en la oscuridad, pero lo que veía era su personal y horrible versión de lo sucedido en la Poza del Diablo. Era una visión que no olvidaba, siempre al acecho en los más oscuros rincones de su mente.
– Las había desnudado y les había quitado las joyas, todo aquello que pudiera servir para que las identificasen. Pero en la mano de Aubrey-Lynn, cuando lograron abrírsela, había un collar de plata con un crucifijo. De algún modo se lo había ocultado al asesino y se había aferrado a él. Probablemente rezó a su Dios hasta el final.
McCaleb pensó en la historia y en cómo había marcado su propia vida. Todavía oía los ecos al cabo de los años transcurridos, como la llegada de la marea que levantaba el barco con suavidad, casi de un modo rítmico. La historia estaba siempre presente, no necesitaba clavar la foto sobre el escritorio como una postal. Nunca conseguiría olvidar la cara de esa niña. Sabía que su corazón había empezado a morir en el momento en que la vio.
– ¿Lo detuvieron? -preguntó Graciela.
Era la primera vez que oía la historia y ya necesitaba saber que alguien había pagado por el horrible crimen. Necesitaba un cierre. No comprendía, como lo hacía McCaleb, que eso no importaba. Que nunca había un final en una historia así.
– No, nunca lo atraparon. Investigaron a todas las personas que se habían registrado en el Brisa Marina. Había un hombre al que nunca encontraron. Se había registrado con el nombre de Earl Hanford, pero era falso. La pista acababa allí… hasta que envió el vídeo.
Pasó un ángel.
– Lo enviaron al detective jefe del sheriff. La familia tenía una cámara de vídeo y se la llevaron al paseo en aerodeslizador. La cinta empezaba con un montón de escenas de felicidad y risas. Disneylandia, la playa, luego algo de los Everglades. Entonces el asesino empezó a grabarlo… todo. Llevaba una capucha negra así que no pudimos identificarlo. Tampoco se veía nunca una parte de la nave que pudiera ayudarnos. Sabía lo que hacía.
– ¿La viste?
McCaleb asintió. Se separó de Graciela y se sentó en el borde de la cama, dándole la espalda.
– Tenía un rifle. Ellas hicieron todo lo que él quiso. Toda clase de cosas… las dos hermanas… juntas. Otras cosas. Y las mató de todos modos. Él, ah, mierda…
Sacudió la cabeza y se frotó la cara. Sintió la mano cálida de Graciela en su espalda.
– Los bloques a los que las ató no eran lo bastante grandes para llevarlas al fondo. Lucharon por mantenerse a flote y él lo miró y lo grabó. Le excitaba. Se estaba masturbando mientras veía cómo se hundían.
– McCaleb oyó sollozar a Graciela. Se tumbó de nuevo y le pasó un brazo alrededor de los hombros.
– La cinta fue la última noticia que tuvimos de él -dijo-. Está en alguna parte. Otro más.
Miró a Graciela en la oscuridad, no estaba seguro de si ella lo veía.
– Ésa es la historia.
– Siento que tengas que cargar con eso.
– Ahora tú también. Yo también lo siento.
Ella se enjugó las lágrimas.
– Fue entonces cuando dejaste de creer en ángeles, ¿verdad?
Él asintió.
Aproximadamente una hora antes de amanecer, McCaleb se levantó y volvió a su incómoda cama del salón. Habían pasado la noche hablando en susurros, abrazos y besos, pero sin hacer el amor. De vuelta en su saco de dormir, seguía sin poder conciliar el sueño. Su mente repasaba una y otra vez los detalles de las horas que había compartido con Graciela, el tacto de las manos de ella, su piel, la suavidad de sus pechos en sus labios, el sabor de los labios de ella. Y, cuando su mente se alejaba de esos sensuales recuerdos, también pensaba en la historia que le había contado a Graciela y en la forma en que ella había reaccionado.
Por la mañana no hablaron de lo que había ocurrido en el camarote ni de lo que allí dijeron, ni siquiera cuando Raymond se fue a la popa a mirar en el vivero de cebos y no podía oírles. Graciela parecía actuar como si no se hubiera producido una cita, consumada o no, y McCaleb obró en consecuencia. La primera cosa de la que habló mientras preparaba huevos revueltos para los tres fue del caso.
– Quiero que hagas algo cuando llegues a casa hoy -dijo, mirando por encima del hombro para comprobar que Raymond seguía fuera-. Quiero que pienses en tu hermana y escribas todo lo que recuerdes de sus rutinas. Me refiero a lugares que frecuentaba, amigos a los que veía. Todo lo que recuerdes que hizo desde principio de año hasta el día que entró en esa tienda. Además, quiero hablar con sus amigos y con su jefe en el Times. Sería mejor que lo organizases tú.
– Muy bien. ¿Por qué?
– Porque la perspectiva del caso está cambiando. ¿Recuerdas que te pregunté acerca del pendiente?
McCaleb le contó su convicción de que había sido el asesino quien se había llevado la cruz. También le explicó que el viernes había descubierto que un objeto personal había sido sustraído de la víctima del primer asesinato.
– ¿Qué era?
– Una foto de su esposa y sus hijos.
– ¿Qué crees que significa?
– Que quizá no se tratase de atracos. Tal vez ese hombre del cajero y tu hermana fueron elegidos por alguna otra razón. Cabe la posibilidad de que tuvieran alguna interacción previa con el asesino. Caminos que se cruzan en algún punto, ya sabes. Por eso te estoy pidiendo esto. La mujer de la primera víctima hará lo mismo con su marido. Miraré las dos listas para ver si hay algo en común.
Graciela cruzó los brazos y se recostó en la encimera de la cocina.
– ¿Te refieres a si le hicieron algo a ese hombre para que los matara?
– No. Quiero decir que sus caminos se cruzaron y que algo en ellos atrajo al asesino. No hay una razón válida. Creo que estamos buscando a un psicópata. Es difícil determinar qué puede llamar su atención, por qué escogió a ellos dos entre los nueve millones de personas que viven en este condado.
Ella negó con la cabeza muy despacio, incrédula.
– ¿Qué opina la policía de todo esto?
– No creo que el departamento de policía lo sepa todavía. Y la detective del sheriff no está convencida de verlo de la misma manera que yo. Vamos a hablarlo todo mañana por la mañana.
– ¿Y qué pasa con el hombre?
– ¿Qué hombre?
– El dueño de la tienda. Quizá fue él quien se cruzó en su camino. Quizá Glory no tenía nada que ver en eso.
McCaleb negó con la cabeza.
– No -dijo-. Si él hubiese sido el objetivo, el asesino hubiera entrado y lo habría matado cuando no había nadie más en la tienda. Era tu hermana. Tu hermana y el hombre de Lancaster. Tiene que haber alguna conexión. Hemos de encontrarla.
McCaleb buscó en el bolsillo de sus vaqueros y sacó una foto que le había dado Amelia Cordell. Era un retrato de un sonriente James Cordell. Le mostró la foto a Graciela.
– ¿Reconoces a este hombre? ¿Es alguien a quien tu hermana pudiera conocer?
Ella agarró la foto y la examinó, pero luego negó con la cabeza.
– No que yo sepa. ¿Es el… hombre de Lancaster?
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