Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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– ¿Ése es el código?

– Ése es el número. Como digo, no creo que se tratara de un código.

– ¿En Washington pensaban lo mismo?

– No, nunca se rindieron. Estaban convencidos de que significaba algo. Pensaron que podía tratarse de su número de la Seguridad Social desordenado. Imprimieron todas las combinaciones posibles y obtuvieron cientos de miles de nombres. Los comprobaron todos en los ordenadores.

– ¿Buscando qué?

– Fichas policiales, coincidencias con los perfiles… fue una caza de gansos por todo lo alto. El Sudes no estaba en la lista.

– ¿Qué es el Sudes?

– Sujeto desconocido. Es como los llamamos antes de identificarlos. Nunca atrapamos al Asesino del Código.

McCaleb oyó el débil sonido de una armónica y miró hacia el Double-Down. Lockridge estaba abajo practicando Spoonful.

– ¿Fue el único caso suyo en que ocurrió eso?

– ¿Que nunca capturamos al culpable? No. Por desgracia, hubo muchos que se escaparon. Pero el caso del Asesino del Código era algo personal. Me envió cartas a mí. Me odiaba por alguna razón.

– ¿Qué hacía con la gente que…?

– El Asesino del Código era poco común. Mataba de maneras muy diversas y no seguía ningún patrón discernible. Hombres, mujeres, incluso un niño pequeño. Disparaba, acuchillaba, estrangulaba. No había por dónde agarrarlo.

– ¿Entonces cómo sabía que se trataba de él cada vez?

– Nos lo decía. Dejaba cartas con el código en la escena del crimen. No importaba quiénes eran las víctimas. Para él no eran más que objetos que le permitían ejercer su poder y plantárselo en la cara a la autoridad. Era un asesino con un complejo relacionado con la autoridad. Hubo otro asesino, el Poeta. Era un viajero; actuó en todo el país hace algunos años.

– Lo recuerdo. Se escapó aquí en Los Ángeles, ¿no?

– Sí. También era un asesino con complejo respecto a la autoridad. Al estudiar las fantasías y los métodos vemos que muchos de estos tipos son muy parecidos. El Poeta obtenía placer viéndonos desorientados a su alrededor. Con el Asesino del Código ocurría lo mismo. Le gustaba burlarse de los policías en cada ocasión.

– ¿Y luego simplemente dejó de actuar?

– O bien murió o fue a la cárcel por algún otro motivo. O se trasladó a otro lugar y empezó una nueva rutina. Pero esto no es algo que esta gente pueda dejar de hacer.

– ¿Y qué hizo en el caso de Luther Hatch?

– Mi trabajo, nada más. Oiga, podríamos hablar de cualquier otra cosa, ¿no cree?

– Lo siento.

– Está bien. Yo sólo… No sé, no me gustan estas viejas historias.

Tenía intención de hablarle de su hermana y de los últimos acontecimientos, pero no parecía el momento adecuado. Dejó pasar la oportunidad.

Para cenar, McCaleb preparó hamburguesas y filetes de barracuda. Raymond se mostró entusiasmado por comer lo que él mismo había pescado, aunque luego no le gustó el sabor demasiado fuerte de la barracuda. Si bien a Graciela tampoco le convenció, McCaleb no creía que fuese malo.

La comida fue seguida por otro paseo hasta la heladería y luego una visita a las tiendas de Cabrillo Way. Cuando volvieron al barco había oscurecido y el puerto deportivo había recobrado la calma. Graciela le dio a Raymond la mala noticia.

– Raymond, ha sido un día muy largo y quiero que te vayas a dormir -le dijo con dulzura-. Si te portas bien, mañana antes de irnos podrás pescar otra vez.

El niño miró a McCaleb, en busca de una confirmación o bien una posibilidad de apelar.

– Graciela tiene razón, Raymond -dijo-. Por la mañana te llevaré otra vez allí. Pescaremos algo más, ¿vale?

El niño aceptó malhumorado y Graciela se lo llevó a la cama. Su última petición fue llevarse la caña consigo a la habitación. Nadie puso objeciones. McCaleb había asegurado el anzuelo en uno de los anillos de la caña.

McCaleb tenía dos calefactores en el barco y había puesto uno en cada camarote. Sabía que por la noche refrescaba, no importaba cuántas mantas se pusiera uno.

– ¿Y usted? -le preguntó Graciela.

– Yo estaré bien. Usaré mi saco de dormir. Probablemente estaré más caliente que nadie.

– ¿Está seguro?

– Seguro.

Los dejó allí y subió a esperar a Graciela. Sirvió lo que había quedado de pinot noir de su primera visita en el vaso de ella. Sacó el vaso de vino y una lata de Coca-Cola a la popa. Ella se reunió con él al cabo de diez minutos.

– Hace frío aquí -dijo.

– Sí. ¿Cree que él estará bien con el calefactor?

– Sí, está bien. Se durmió en cuanto puso la cabeza en la almohada.

Le pasó el vaso de vino y brindó con la lata de Coca-Cola.

– Gracias -dijo ella-. Raymond lo ha pasado bien hoy.

– Me alegro.

Él hizo chocar su lata con el vaso de vino. Sabía que en algún momento necesitaría hablar con ella de la investigación, pero no quería estropear el momento y decidió aparcar el tema una vez más.

– ¿Quién es la niña de la foto de su despacho?

– ¿Qué niña?

– Parece la foto de un anuario o algo así. Está pegada a la pared en la habitación de Raymond.

– Oh, es sólo… es alguien que quiero recordar. Alguien que murió.

– ¿De un caso o alguien que conocía?

– Un caso.

– ¿El Asesino del Código?

– No, mucho antes de eso.

– ¿Cómo se llamaba?

– Aubrey-Lynn.

– ¿Qué ocurrió?

– Algo que no debería pasarle a nadie. No hablemos de eso ahora.

– Está bien, lo siento.

– No pasa nada. Debería haber sacado la foto antes de que viniera Raymond.

McCaleb no se metió en el saco de dormir, sólo se lo tendió sobre el cuerpo y se acostó boca arriba con las manos entrelazadas detrás de la cabeza. Sabía que debería estar cansado, pero no lo estaba. En su mente se agolpaban pensamientos muy diversos, desde los más mundanos a los que desgarraban el alma. Pensaba en el calefactor del camarote del niño. Sabía que era seguro, pero se preocupó de todos modos. La charla del día también reaparecía en un hilo reflexivo acerca de su padre en el lecho del hospital. Una vez más lamentó no haber llevado al viejo a morir en su casa. Recordó que había salido en el barco después de la ceremonia en Descanso Beach y había circunvalado Catalina, esparciendo las cenizas poco a poco para que duraran hasta completar la vuelta a la isla.

Pero esos recuerdos e inquietudes no eran más que distracciones para no pensar en Graciela. La velada había acabado en un mal tono después de que ella sacara a relucir a Aubrey-Lynn Showitz. El recuerdo le había hecho perder el ritmo a McCaleb y había dejado de hablar. Estaba encaprichado con Graciela. Le gustaba y había albergado la esperanza de que la velada acabara con ellos dos juntos. Pero la intromisión de recuerdos macabros había estropeado el momento.

Estaba subiendo la marea y McCaleb sentía que el barco se mecía con suavidad. Exhaló con fuerza, con la esperanza de expulsar así sus demonios. Se reacomodó. Una costura que corría por el centro de la improvisada cama le molestaba. Pensó en levantarse e ir a buscar un zumo de naranja, pero temía que si se bebía un vaso no hubiera bastante para el desayuno de Raymond y Graciela.

Al final, decidió bajar a controlarse las constantes vitales. El viejo truco para matar el tiempo. Era una forma de ocuparse en algo, y con un poco de suerte se cansaría y podría dormir.

Había dejado una luz nocturna encendida para que Raymond encontrara el lavabo si se levantaba. Optó por no encender la luz del techo y se quedó allí de pie en la penumbra, con el termómetro debajo de la lengua. Miró su reflejo impreciso y advirtió que las bolsas de los ojos se estaban haciendo más profundas.

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