Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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McCaleb asintió y se guardó de nuevo la foto en el bolsillo. Entonces le dijo a Graciela que llamara a Raymond a desayunar. Cuando ella llegaba a la puerta corredera, McCaleb la detuvo.

– ¿Graciela, confías en mí?

Ella le miró.

– Por supuesto.

– Entonces confía en mí en esto. No me importa que el departamento de policía o los sheriffs no me crean, yo sé lo que sé. Con ellos o sin ellos, voy a seguir por este camino.

Ella asintió y se volvió hacia la puerta y el niño que estaba en la popa.

23

El despacho de detectives del Star Center estaba lleno de agentes cuando McCaleb entró el lunes por la mañana a las ocho en punto. Sin embargo, el recepcionista, que hacía sólo tres días le había dejado pasar sin acompañarle a la brigada de homicidios, le dijo que debía esperar al capitán. Esto desconcertó a McCaleb, pero antes de que pudiera reflexionar el recepcionista ya estaba hablando por teléfono. En cuanto colgó, McCaleb vio salir al capitán Hitchens de la sala de reuniones en la que había estado con Jaye Winston el viernes. El capitán cerró la puerta tras de sí y se acercó a McCaleb. El se dio cuenta de que las persianas de la sala de reuniones estaban bajadas. Hitchens le hizo una seña para que le siguiera.

– Terry, acompáñeme.

McCaleb lo siguió hasta su despacho y Hitchens le pidió que se sentara. A McCaleb le daba mala espina el tratamiento excesivamente cordial. Hitchens se sentó tras su mesa, cruzó los brazos y se inclinó hacia delante con una sonrisa en el rostro.

– Y bien, ¿dónde ha estado?

McCaleb miró el reloj.

– ¿Qué quiere decir? Jaye Winston organizó el encuentro a las ocho. Pasan dos minutos.

– Me refiero al domingo, al sábado. Jaye estuvo llamándole.

McCaleb comprendió de inmediato lo que había sucedido. El sábado, mientras él limpiaba el barco, había llevado el teléfono y el contestador al armario que había junto a la mesa de navegación. Luego se había olvidado por completo. Se había perdido las llamadas al barco y los mensajes que hubieran dejado mientras ellos estaban en el espigón. El teléfono y el contestador seguían en el armario.

– Maldición -le dijo a Hitchens-. No he comprobado el contestador.

– Bueno, hemos estado llamando. Podría haberse ahorrado un viaje.

– ¿Se ha cancelado la reunión? Creía que Jaye quería…

– La reunión no se ha cancelado, Terry. Pero han surgido algunas cosas y creemos que es preferible que llevemos esta investigación sin complicaciones externas.

McCaleb se lo quedó mirando unos segundos.

– ¿Complicaciones? ¿Lo dice por lo del trasplante? ¿Jaye se lo ha contado?

– No tuvo que contármelo. Pero es por varios motivos. Mire, vino aquí y agitó las cosas. Nos dio varias ideas, buenas ideas. Vamos a seguir sus sugerencias y seremos muy diligentes en nuestra investigación, pero en este momento debo poner fin a su participación. Lo siento.

Algo no se había dicho, pensó McCaleb mientras el capitán hablaba. Ocurría algo que no comprendía o que al menos no sabía. Buenas ideas, había dicho Hitchens. De repente, McCaleb lo entendió. Si Winston no había podido localizarle durante el fin de semana, tampoco habría podido hacerlo Vernon Carruthers desde Washington.

– Mi amigo de Armas de Fuego y Herramientas encontró algo, ¿qué es capitán?

Hitchens levantó las manos con las palmas hacia fuera.

– No voy a hablar de eso. Le he dicho que le estamos muy agradecidos por el impulso inicial, pero permita que lo manejemos nosotros a partir de ahora. Le comunicaremos lo que suceda y si todo sale bien, le daremos crédito en nuestros registros y en los medios de comunicación.

– No necesito crédito. Sólo necesito formar parte de esto.

– Lo siento, pero desde aquí seguiremos nosotros.

– ¿Y Jaye está de acuerdo?

– No importa si ella está de acuerdo o no. Por lo que yo sé, el jefe de detectives soy yo, y no Jaye Winston.

El tono era lo bastante enojado como para que McCaleb concluyera que Winston no estaba de acuerdo con Hitchens. Era bueno saberlo. Quizá la necesitase. Al mirar a Hitchens, McCaleb decidió que no iba a volver tan tranquilo a su barco y abandonar. De ningún modo. Y el capitán también tenía que ser lo bastante listo para darse cuenta.

– Sé en lo que está pensando. Y lo único que voy a decirle es que no se meta en un lío. Si nos encontramos con usted por el camino, habrá problemas.

McCaleb asintió.

– Está bien.

– Ya está avisado.

McCaleb pidió a Lockridge que diera una vuelta por el aparcamiento. Necesitaba un teléfono enseguida, pero antes quería ver si podía hacerse una idea de quién estaba en la sala de reuniones de la que había salido Hitchens. Sabía que Jaye Winston, obviamente, estaba allí, y probablemente también Arrango y Walters, pero sospechaba que, si era cierta su corazonada y Vernon Carruthers había encontrado algo en el programa Drugfire, habría allí alguien más del FBI además de Maggie Griffin.

Mientras avanzaban lentamente por el aparcamiento, McCaleb se fijaba en los parabrisas de los vehículos estacionados. Por fin en la tercera fila, vio lo que estaba buscando.

– Para un momento, Bud -dijo.

Se detuvieron tras un Ford LTD azul metalizado. En la cara interior del parabrisas, del lado del conductor, descubrió el delator código de barras. Era un vehículo del FBI. Un lector de láser situado a la entrada del garaje del edificio federal en Westwood comprobaba el código de barras y levantaba la barrera para permitir la entrada fuera de horas de oficina.

McCaleb bajó y se acercó al Ford. No había marcas exteriores que le ayudasen a identificar al agente que lo había conducido, pero quienquiera que fuera se lo había puesto fácil. Al conducir hacia el este para asistir a la reunión, el conductor se había servido de la visera para protegerse del sol y la había dejado baja. McCaleb nunca había conocido a ningún agente del FBI que no guardase la tarjeta del gobierno para comprar gasolina sujeta al visor. Aquél no era la excepción. McCaleb miró la tarjeta, apuntó el número de serie y volvió al coche de Lockridge.

– ¿Qué pasa con el coche? -preguntó Buddy.

– Nada. Vámonos.

– ¿Adónde?

– Busca un teléfono.

– Tendría que haberlo adivinado.

Cinco minutos más tarde se hallaban en una estación de servicio que contaba con una fila de teléfonos en la pared lateral. Lockridge aparcó junto a los teléfonos, bajó la ventanilla para tratar de oír algo y apagó el motor. Antes de salir, McCaleb sacó la billetera y le dio veinte dólares.

– Ve a llenarlo. Creo que vamos a volver al desierto.

– Mierda.

– Has dicho que tenías el día disponible.

– Sí, pero ¿a quién le apetece ir al desierto? ¿No hay ninguna pista que apunte hacia la playa?

McCaleb se limitó a reírse y salió del coche con la agenda en la mano.

Llamó a la oficina de campo de Westwood y pidió que le pasaran con el garaje. Contestaron al cabo de doce timbrazos.

– Garaje.

– Sí, ¿quién es?

– Roofs.

– Ah, hola -dijo McCaleb recordando al hombre-. Rufus, soy Convey de la quince. Tengo una pregunta que quizá tú puedas contestar.

– Dispara.

La familiaridad que McCaleb había aplicado a su voz funcionó. Se acordaba de Rufus y no le había impresionado nunca por su inteligencia.

– He encontrado una tarjeta de gasolina en el suelo que tendría que estar en algún coche. ¿Quién lleva el ochenta y uno? ¿Puedes mirarlo?

– Ah, ¿el ochenta y uno?

– Sí, Rufus, ocho uno.

Se produjo un silencio mientras el hombre al parecer buscaba en un listado.

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