El último cajón que examinó fue el de uno de los archivadores metálicos. Estaba casi vacío y había sido utilizado por Cordell para archivar documentación del trabajo, del seguro y de la inmobiliaria. Había un grueso expediente del seguro médico, con facturas que se remontaban a la fecha del nacimiento de sus hijas y papeles relativos al tratamiento por una pierna rota. La dirección de uno de los médicos que le atendió era de Vail, Colorado, lo cual indujo a McCaleb a suponer que se había fracturado el hueso en un accidente de esquí.
McCaleb abrió una carpeta negra con una bonita funda de piel y vio que contenía documentos relativos a las últimas voluntades de marido y mujer. No observó nada extraordinario. Cada cónyuge era beneficiario del otro, y las niñas seguían en la línea sucesoria en el caso de fallecimiento de los dos padres. McCaleb no perdió mucho tiempo con eso.
La última carpeta que miró tenía una escueta etiqueta que ponía «Trabajo»: contenía varios registros, incluidas evaluaciones de actuaciones y diversas comunicaciones de la oficina. McCaleb revisó los informes laborales y comprobó que los jefes de Cordell lo tenían en gran estima. Anotó algunos de los nombres de los supervisores firmantes a fin de entrevistarlos más tarde. Luego revisó el resto de la correspondencia, pero nada le interesó. Vio copias de memorandos interoficinas, así como cartas de recomendación, de agradecimiento por haber presidido la donación anual de sangre de la empresa de ingeniería y por su trabajo voluntario en un programa que proporcionaba comidas de Acción de Gracias a los necesitados. Había también una carta de dos años atrás en la que su supervisor elogiaba a Cordell por haberse detenido a ayudar a los heridos en un choque frontal en Lone Pine. La carta no especificaba los detalles de lo que Cordell había hecho. McCaleb guardó todo de nuevo en la carpeta y devolvió ésta al archivador.
Luego se levantó y observó la habitación. No había nada que despertase su interés. Entonces se fijó en una foto enmarcada colocada sobre el escritorio. Era de la familia Cordell. Se la acercó y la estudió un momento, pensando en lo mucho que aquella bala había hecho añicos. Le hizo pensar en Raymond y Graciela. Se imaginó una foto futura en la que estaban ellos dos y él mismo, sonriendo.
Se llevó el vaso vacío de agua a la cocina y lo dejó sobre la encimera. Entonces entró en el salón y encontró a Amelia Cordell sentada en la misma silla que ocupaba en su anterior visita. Simplemente estaba allí sentada. La televisión seguía apagada y no tenía ningún libro ni ningún diario en las manos. Parecía estar mirando el cristal de la mesa de café, nada más. McCaleb vaciló en el pasillo de la cocina.
– ¿Señora Cordell?
Ella levantó la mirada hacia él sin mover la cabeza.
– ¿Sí?
– He terminado por el momento. -Entró y puso el improvisado recibo sobre la mesa-. Éstas son las cosas que me llevo. Se lo devolveré todo en unos días. Se lo mandaré por correo o bien se lo traeré yo mismo.
La mirada de la mujer se había posado en la lista, tratando de leerla desde un metro de distancia.
– ¿Ha encontrado lo que necesitaba?
– No lo sé todavía. En esta clase de cosas nunca se sabe qué es importante hasta que se vuelve importante, ya sabe a qué me refiero.
– En realidad, no.
– Bueno, supongo que me refiero a detalles. Estoy buscando el detalle revelador. Había un juego cuando yo era niño. No recuerdo cómo se llamaba, pero todavía deben de seguir jugándolo. Tienes un tubo de plástico transparente puesto en vertical. Hay unas cuantas pajitas de plástico que pasan por agujeros por el centro del tubo. Se echan unas canicas que se sostienen con las pajitas. El juego consiste en sacar las pajitas sin que se caiga ninguna canica. Y siempre parece que hay una pajita que cuando la sacas hace que todo se derrumbe. Eso es lo que estoy buscando. Tengo muchos detalles. Estoy buscando el que provoca el derrumbe cuando se saca. El problema es que uno no puede saberlo hasta que empieza a tirar.
Ella lo miró sin comprender, del mismo modo que había estado mirando antes la mesa de café.
– Bueno, ya le he robado mucho tiempo. Creo que voy a marcharme y, como le he dicho, le devolveré todas estas cosas. Y la llamaré si surge alguna cosa. Mi número está en la lista, por si se le ocurre algo más o hay algo que pueda hacer por usted.
Se despidieron. McCaleb ya iba hacia la puerta cuando pensó en algo y regresó.
– Ah, casi me olvido. Había una carta en uno de los archivos en la que agradecían a su marido por detenerse en un accidente cerca de Lone Pine. ¿Lo recuerda?
– Claro, fue hace dos años. En noviembre.
– ¿Recuerda que sucedió?
– Jimmy volvía a casa y se encontró con un accidente. Acababa de producirse y había gente en el suelo y cristales por todas partes. Él llamó a las ambulancias desde el móvil y se detuvo a ayudar a las víctimas. Un niño pequeño murió en sus brazos esa noche. Jimmy lo pasó muy mal.
McCaleb asintió.
– Ésa es la clase de persona que era, señor McCaleb.
Lo único que McCaleb pudo hacer fue repetir un gesto de asentimiento con la cabeza.
McCaleb tuvo que esperar diez minutos a que apareciera Buddy Lockridge en el camino de entrada. Llevaba una cinta de Howlin’ Wolf en el equipo de música. McCaleb subió al coche y bajó el volumen.
– ¿Dónde has estado?
– Conduciendo. ¿Adónde vamos?
– Bueno, he estado esperando. Volvemos al puerto.
Buddy hizo un giro de ciento ochenta grados y puso rumbo a la autopista.
– Oye me dijiste que no hacía falta que me quedara sentado en el coche. Me sugeriste que diera una vuelta y eso he hecho. ¿Cómo se supone que tengo que saber cuánto tiempo vas a tardar si no me lo dices?
Tenía razón, pero McCaleb seguía enfadado y no se disculpó.
– Si esto dura mucho más, tendré que conseguirte un móvil.
– Si esto dura mucho más, quiero un aumento.
McCaleb no respondió. Lockridge subió de nuevo el volumen y sacó la armónica del bolsillo de la puerta. Empezó a acompañar Wang Dang Doodle. McCaleb miró por la ventanilla y pensó en Amelia Cordell y en cómo una bala había acabado con dos vidas.
El paquete de Carruthers esperaba a McCaleb en su casilla de correo. Era tan grueso como una guía telefónica. Se lo llevó al barco, lo abrió y esparció los documentos sobre la mesa del salón. Encontró el resumen más reciente de la investigación Kenyon y empezó a leer; quería conocer los últimos hechos y luego volver atrás y empezar desde el principio.
La investigación del asesinato de Donald Kenyon era una operación conjunta del FBI y la policía de Beverly Hills. Pero el caso estaba en vía muerta. Los federales al mando, dos agentes de la unidad de investigaciones especiales de Los Ángeles llamados Nevins y Uhlig, habían concluido en el informe más reciente, fechado en diciembre, que lo más probable era que Kenyon hubiera sido ejecutado por un asesino a sueldo. Existían dos teorías acerca de quién había contratado al sicario. La primera suponía que una de las dos mil víctimas de la quiebra del banco de ahorro y préstamos no había quedado satisfecha con la sentencia de Kenyon, o temía que eludiera la acción de la justicia una vez más, y por eso había contratado los servicios de un profesional. De acuerdo con la segunda teoría, el asesino trabajaba para el socio silencioso que había forzado a Kenyon a robar a la entidad financiera. El presunto socio, cuyo nombre Kenyon se había negado a revelar, tampoco había sido identificado por el FBI, según ese último informe.
McCaleb encontró interesante la explicación de la segunda teoría, porque indicaba que el gobierno federal quizá daba crédito a la afirmación de Kenyon según la cual había sido forzado a desviar fondos del banco a una segunda parte. La demanda del financiero había sido desatendida durante el juicio por la fiscalía, que se había referido a esta segunda parte como el fantasma de Kenyon. Tras el asesinato, un documento del FBI sugería que el fantasma quizás existiera.
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