Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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Él asintió.

– ¿Va a quedarse con usted?

– Sí, soy la única familia que tiene, pero eso no importa. He estado cerca desde que nació. Perder a su madre y luego a mí, sería demasiado. Quiero que se quede conmigo.

– ¿Dónde está su padre?

– Quién sabe.

McCaleb asintió y decidió abandonar ese tipo de preguntas.

– Estará muy bien con usted -dijo-. ¿Quiere un vaso de vino?

– Eso sí que estaría muy bien.

– ¿Blanco o tinto?

– Lo que usted tome.

– Ahora no tomo alcohol. Hasta dentro de un par de meses.

– Ah, entonces no abra una botella sólo para mí. Puedo tomar un…

– Por favor, quiero hacerlo. ¿Qué le parece tinto? Tengo alguna buena botella y si lo abro al menos podré olerlo.

Ella sonrió.

– Recuerdo que Glory hacía lo mismo cuando estaba embarazada. Se sentaba a mi lado y me decía que sólo quería oler el vino que yo tomaba. -La sonrisa se tornó triste.

– Era una buena persona -dijo McCaleb-, puedo decirlo por el niño. Eso es lo que quería que viera, ¿no?

Ella asintió. McCaleb fue a la cocina y sacó una botella de tinto del botellero. Era un Sanford pinot noir, uno de sus preferidos. Cuando él lo estaba abriendo, Graciela se acercó. Él percibió una ligera fragancia de perfume. Vainilla, pensó. Sintió un escalofrío. No era tanto por estar cerca de ella como por sentir que algo despertaba en él después de un prolongado letargo.

– ¿Tiene hijos? -preguntó ella entonces.

– Yo no.

– ¿Ha estado casado alguna vez?

– Sí, una.

Le sirvió una copa y observó cómo lo degustaba. Sonrió e hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

– Está bueno. ¿Cuánto tiempo hace?

– ¿Qué, que estuve casado? Bueno, me casé hace diez años. Duró tres años. Ella era agente y trabajábamos juntos en Quantico. Entonces, cuando no funcionó y nos divorciamos, teníamos que seguir trabajando juntos y eso…, no sé, lo llevábamos bien, pero no era agradable, ¿sabe? Por entonces mi padre enfermó aquí, y yo les di la idea de enviar a alguien de la unidad a Los Ángeles de manera permanente. Se lo vendí como un movimiento de recorte presupuestario. Me refiero a que, de todos modos, me pasaba el tiempo viajando a California. Muchos de nosotros viajábamos. Se me ocurrió que podrían poner una unidad aquí y ahorrarse algo de dinero. Accedieron y obtuve el puesto.

Graciela asintió; se volvió y observó a Raymond, al otro lado de la puerta de cristal. Estaba mirando fijamente el agua, donde esperaba que estuvieran los peces.

– ¿Y usted? -preguntó McCaleb-. ¿Estuvo casada alguna vez?

– Una vez, también.

– ¿Niños?

– No.

Aún estaba mirando a Raymond. Seguía sonriendo, pero la conversación la estaba poniendo tensa. McCaleb sentía curiosidad por ella, pero decidió dejarlo estar.

– Por cierto, estuvo muy bien con él -dijo ella señalando a Raymond con la cabeza-. Hay que mantener un equilibrio. Uno tiene que enseñarles, pero también dejar que descubran por sí mismos. Fue bonito lo que hizo con él.

Ella lo miró y él se encogió de hombros para dar a entender que había sido cuestión de suerte. Acto seguido, tomó la copa de Graciela y se la acercó a la nariz para disfrutar del aroma del vino, luego se la devolvió, se sirvió el café que quedaba y añadió leche y azúcar. Brindaron copa contra taza y ambos bebieron.

– Perdón -dijo ella-. Me siento muy mal tomando vino delante de usted.

– No se sienta mal, me encanta que le guste.

El silencio se apoderó de la sala. Los ojos de ella se posaron en las pilas de informes y cintas de vídeo de la mesa de la cocina.

– ¿Qué quería mostrarme?

– Oh, nada en concreto. Es sólo que no quería hablar delante de Raymond.

McCaleb buscó al niño con la mirada. Lo estaba haciendo bien. Tenía la vista fija en el punto donde se hundía el sedal. McCaleb deseaba que pescara algo, pero era poco probable. Bajo la hermosa superficie del puerto deportivo, el agua estaba muy contaminada. Los peces que sobrevivían allí eran animales con el instinto de supervivencia de las cucarachas.

Miró de nuevo a Graciela.

– Pero quería que supiera que me entrevisté con la detective del sheriff esta mañana. Ella fue mucho más amable que los tipos del departamento de policía.

– ¿Ella?

– Jaye Winston. Es muy profesional. Habíamos trabajado juntos antes. Bueno, me dio copias de todo el material de los dos casos. Me he pasado el día examinándolo. Es un montón.

– ¿Y?

Le hizo un resumen lo mejor que supo, tratando de ser delicado con los detalles referidos a su hermana. No le dijo que tenía en el barco una cinta de vídeo del asesinato de Gloria.

– En el FBI hablábamos de hacer una batida completa -dijo al concluir su resumen-. Eso significa que no hay que dejar nada sin tocar, nada al azar. Mi conclusión es que la investigación del asesinato de su hermana no fue una batida completa, pero tampoco hay nada que salte a la vista como un gran error en lo que sí se hizo. Hubo algunos desaciertos, quizá algunas suposiciones precipitadas, pero no necesariamente equivocadas. La investigación fue lo bastante concienzuda.

– Lo bastante concienzuda -repitió ella, mirando al suelo mientras hablaba.

McCaleb se dio cuenta de que no había elegido muy bien sus palabras.

– Quiero decir que…

– O sea que ese tipo va a seguir libre -dijo a modo de afirmación-. Supongo que debería haber sabido que era eso lo que iba a decirme.

– Bueno, yo no estoy diciéndole eso. Winston, en el departamento del sheriff, al menos sigue dedicada al caso. Y yo tampoco he terminado, Graciela. No estoy diciendo eso. Yo también tengo un interés en esto.

– Lo sé. No pretendía ser antipática con usted. No es culpa suya. Me siento frustrada.

– Lo comprendo, pero no quiero que se sienta así. ¿Por qué no seguimos hablando después de una buena cena?

– De acuerdo.

– Espéreme ahí fuera con Raymond mientras yo me cambio.

Después de ponerse un par de Dockers limpios y una camisa hawaiana con un estampado de rodajas de piña voladoras, McCaleb los llevó al restaurante. No se preocupó por enrollar el sedal de Raymond. Puso la caña en una de las argollas de la borda y le dijo al chico que la revisarían cuando volvieran.

Comieron en una mesa situada de modo que les brindaba una espléndida vista del sol que empezaba a ponerse entre el bosque de mástiles. Graciela y McCaleb pidieron pez espada asado y Raymond comió pescado con patatas fritas. McCaleb trató repetidamente de atraer a Raymond a la conversación, aunque con escaso éxito. La charla entre él y Graciela giró en torno a las diferencias entre vivir en una casa y hacerlo en un barco. McCaleb le explicó a Graciela lo pacífico y reparador que era flotar en el agua.

– Y es mejor aun cuando estás ahí -dijo, señalando en dirección al Pacífico.

– ¿Cuánto tardará en tener el barco listo? -preguntó Graciela.

– No mucho. En cuanto esté arreglado el segundo motor, lo tendré preparado para navegar. El resto es pura cosmética. Puedo hacerlo en cualquier momento.

En el camino de regreso, después de la cena, Raymond se adelantó andando deprisa por el espigón, con un helado en una mano y una linterna en la otra, el jersey azul puesto, la cabeza oscilando mientras buscaba con el haz de luz los cangrejos que escalaban el muro. El cielo se había oscurecido casi por completo. Al llegar al barco, ya sería la hora de irse para Graciela y Raymond, y McCaleb sintió que ya los estaba perdiendo.

Cuando el chico estuvo lo suficientemente alejado de ellos, Graciela volvió a sacar el tema de la investigación.

– ¿Qué más puede hacer ahora?

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