– ¿En el caso? Por un lado tengo una pista que quiero seguir, algo que puede habérseles pasado por alto.
– ¿Qué?
Él le explicó el estudio geográfico que había hecho y cómo éste le había conducido a Mikail Bolotov. Cuando notó que ella se animaba, rápidamente la frenó.
– Este tipo tiene una coartada. Es una pista, pero puede que no lleve a ninguna parte. También estoy pensando en acudir al FBI para que se impliquen en el estudio balístico.
– ¿Cómo es eso?
– El hombre puede haber actuado antes en otro lugar. Utiliza una pistola muy cara. El hecho de que no se haya desecho de ella entre las dos acciones significa que se aferra a esa arma, de manera que quizá la haya usado antes. Hay algunas pruebas balísticas. El FBI podría conseguir algo con las balas si se las llevo.
Ella se abstuvo de realizar comentarios, y McCaleb se preguntó si su sentido común le decía que esa posibilidad era muy remota. Continuó.
– También estoy pensando en volver a entrevistar a un par de testigos desde un ángulo ligeramente distinto. En especial al hombre que vio parte del asesinato del desierto. Y eso requerirá bastante diplomacia. Me refiero a que no quiero ofender a Winston ni hacerle sentir que se equivocó, pero me gustaría hablar personalmente con ese hombre. Es el mejor testigo. Me gustaría hablar con él y quizá también con un par de testigos de cuando su hermana fue…, bueno.
– No sabía que hubiera testigos. ¿Había más gente en la tienda?
– No, no me refiero a testigos directos, pero una mujer que pasaba oyó los disparos. En los informes también citan un par de personas con las que su hermana trabajó esa noche en el Times. Me gustaría hablar con ellos personalmente para ver si recuerdan algo más de aquella noche.
– Puedo ayudarle a prepararlo. Conozco a casi todos sus amigos.
– Bien.
Caminaron en silencio durante unos segundos. Raymond seguía por delante.
– Me pregunto si me haría un favor -dijo por fin Graciela.
– Claro.
– Glory iba a ver a una señora del barrio. La señora Otero. También le dejaba a Raymond cuando yo no podía quedarme con él. Glory pasaba sola a verla para hablarle de sus problemas. Me preguntaba si hablaría usted con ella.
– Eh… No sé… quiere decir, ¿cree que podría saber algo de esto o es como para consolarla?
– Es posible que pudiera ayudar.
– ¿Cómo iba a poder ayudar…? -Entonces lo entendió-. ¿Está hablando de una médium?
– Una espiritualista. Glory confiaba en la señora Otero. Decía que estaba en contacto con los ángeles y Glory lo creía. Y ha llamado, me ha dicho que quiere hablar conmigo y, no sé, bueno pensé que podría acompañarme.
– No sé. La verdad es que no creo en esa clase de cosas. ¿Cómo van a existir ángeles allá arriba cuando la gente hace lo que vemos aquí abajo?
Ella no dijo nada y él interpretó su silencio como un veredicto.
– ¿Qué le parece si me lo pienso y le contesto?
– Bueno -dijo ella por fin.
– No se ofenda.
– Lo siento. Lo he metido en esto y sé que es una gran intrusión en su vida. No sé en qué pensaba. Supongo que pensé que usted…
– Mire, no se preocupe. Lo hago por mí tanto como por usted, ¿vale? Pero no pierda la esperanza, como le he dicho aún quedan cosas por hacer. Voy a hacerlas y Winston tampoco va a olvidar este asunto. Deme unos días. Si me quedo estancado, quizás entonces vayamos a ver a la señora Otero. ¿De acuerdo?
Ella asintió, pero McCaleb notó que estaba decepcionada.
– Ella era tan buena -dijo Graciela al cabo de un rato-. Tener a Raymond le cambió todo. Enderezó su vida, se vino a vivir conmigo y puso en orden sus prioridades. Iba a clases matinales en la universidad, por eso tenía ese empleo nocturno. Era lista y quería pasar al otro lado, ser periodista.
Él asintió en silencio. Sabía que a Graciela le hacía bien hablar de ese modo.
– Creo que hubiera sido una buena reportera. Se preocupaba por la gente. Quiero decir… Mírela. Era voluntaria. Después de los disturbios fue a South-Central a ayudar. Cuando el terremoto acudió al hospital sólo para estar en la sala de urgencias y decirle a la gente que todo iría bien. Era donante de órganos. Daba sangre; cada vez que un hospital decía que necesitaban sangre allí estaba ella. Esa sangre tan rara…, bueno, ella era más rara todavía. Algunas veces deseo de verdad haber estado en su lugar, haber sido yo quien entrara en aquella tienda.
McCaleb se acercó y le pasó un brazo por encima de los hombros para consolarla.
– Vamos -dijo él-, piense en toda la gente a la que ayuda en el hospital, y mire a Raymond. Será muy buena para él. No puede pensar en quién era más valioso ni en cambiarle el destino a otra persona. Lo que le ocurrió a ella no debería haberle ocurrido a nadie.
– Lo único que sé es que para Raymond tener a su propia madre sería mejor que tenerme a mí.
No había manera de argumentar con ella. Movió el brazo y le puso la mano en el cuello. No lloraba, aunque tenía aspecto de estar al borde del llanto. McCaleb quería consolarla, pero sabía que sólo había una forma de proporcionarle consuelo.
Casi habían llegado a su muelle. Raymond aguardaba en la verja de seguridad, que como era habitual permanecía abierta cinco centímetros. El resorte estaba oxidado y la puerta nunca se cerraba sola.
– Tenemos que irnos -dijo Graciela cuando alcanzaron al niño-. Se está haciendo tarde y tú has de ir a la escuela mañana.
– ¿Y la caña de pescar? -protestó Raymond.
– El señor McCaleb se cuidará de eso. Ahora dale las gracias por la pesca y por la cena y el helado.
Raymond extendió la manita y McCaleb se la estrechó de nuevo. Estaba fría y pegajosa.
– Llámame Terry. Y mira, pronto iremos a pescar de verdad. En cuanto tenga el barco arreglado. Saldremos al océano y pescaremos uno bien grande. Conozco un sitio al otro lado de Catalina. En esta época del año pescaremos percas manchadas. A montones. Iremos, ¿vale?
Raymond asintió en silencio, como si adivinase que eso nunca ocurriría. McCaleb sintió un escalofrío de tristeza. Miró a Graciela.
– ¿Qué tal el sábado? El barco aún no estará listo, pero podéis venir aquí por la mañana y pescar desde el espigón. Podéis quedaros a dormir si queréis. Hay mucho sitio.
– Sí -gritó Raymond.
– Bueno -dijo Graciela-, ya veremos cómo va lo que queda de semana.
McCaleb asintió, reparando en el error que acababa de cometer. Graciela abrió la puerta del pasajero del Rabbit descapotable y el niño entró. Ella se reunió con McCaleb después de cerrar la puerta.
– Lo siento -dijo él en voz baja-. Supongo que no tenía que haber hecho la propuesta delante de él.
– Está bien -dijo ella-. Me gustaría venir, pero tengo que arreglar algunas cosas, así que esperemos a ver. A no ser que necesite una respuesta ahora mismo.
– No, está bien. Dígame algo.
Ella dio un paso hacia McCaleb y le tendió la mano.
– Muchas gracias por esta noche -dijo-. Raymond ha estado callado casi todo el tiempo, pero creo que ha disfrutado y yo estoy segura de haberlo pasado bien.
McCaleb le estrechó la mano, pero luego ella se le acercó, levantó la cabeza y lo besó en la mejilla. Cuando se retiraba se llevó la mano a la cara.
– Pincha un poco -dijo con una sonrisa-. ¿Va a dejarse barba?
– Me lo estoy pensando.
Por alguna razón la respuesta la hizo reír. Rodeó el coche y McCaleb la siguió para aguantarle la puerta. Cuando estuvo sentada, levantó la mirada.
– Sabe, debería creer en ellos -dijo.
Él la miró.
– ¿En los ángeles?
Graciela asintió y él imitó el gesto. Ella puso en marcha el coche y se alejó.
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