Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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– De acuerdo -dijo McCaleb, sin saber muy bien adónde iba la conversación.

– Así que su suposición es tan buena como la mía. ¿Muestra la hora original según el reloj del instalador o bien el viejo lo puso en hora varias veces? De todos modos, no tiene importancia. No podemos fiarnos si se puso en hora con el reloj de una persona cualquiera. Quizás el reloj estaba adelantado, o el reloj de la cámara ganaba un par de segundos cada semana o cada quince días. ¿Quién sabe? Lo que quiero decirle es que no podemos fiarnos, pero sí podemos confiar en el reloj del 911. Sabemos que ésa es la hora exacta y trabajamos con ella.

McCaleb permaneció en silencio y Walters pareció tomárselo como si de algún modo lo estuviera juzgando.

– Mire, el reloj de la cámara es sólo un detalle que no significa nada -dijo-. Si nos preocupáramos por cada detalle que no encaja, aún estaríamos trabajando en nuestro primer caso. Tengo trabajo, ¿qué más quiere?

– Creo que eso es todo. Nunca revisaron el reloj de la cámara de vigilancia, ¿no? Ya sabe, comprobar la hora con la de emergencias.

– No. Volvimos al cabo de una par de días, pero había habido un corte de luz. La línea cayó con el Santa Ana. La hora que mostraba no nos servía de nada.

– ¡Lástima!

– Sí, es una lástima. Tengo que colgar, nos mantenemos en contacto. Si tiene algo, llámenos antes que a Winston o no nos hará ninguna gracia. ¿De acuerdo?

– Les llamaré.

Walters colgó. McCaleb miró el teléfono durante unos segundos, preguntándose cuál debería ser o cuál sería su siguiente movimiento. No estaba consiguiendo nada, pero tenía la norma de volver al inicio cada vez que se encallaba. El comienzo solía ser la escena del crimen, pero este caso era diferente. Podía volver al crimen real.

Volvió a poner la cinta de los asesinatos del Sherman Market y la miró de nuevo a cámara lenta. Estaba sentado agarrando los bordes de la mesa con tanta fuerza que los nudillos y las articulaciones de los dedos empezaban a dolerle. Hasta la tercera vez que reprodujo la cinta no reparó en algo que antes se le había pasado pese a que estaba allí todo el tiempo: el reloj de Chan Ho Kang.

El que el día anterior llevaba su esposa. En el vídeo se veía el reloj cuando Kang se agarraba desesperadamente del mostrador.

McCaleb buscó en el vídeo durante un rato, tirando la cinta hacia delante y hacia atrás hasta que congeló la imagen en el punto en que se veía mejor la esfera del reloj. Obtuvo una visión nítida del fotograma, pero la pantalla de cristal líquido no era legible en la imagen captada por la cámara situada en la parte alta de la pared.

Se quedó sentado mirando la imagen congelada, preguntándose si debería seguir intentándolo. Si podía leer la hora del reloj, quizá consiguiera triangular el momento exacto del crimen comparando el reloj de la cámara con el del 911. Quizás atara un cabo suelto.

Siempre había cabos sueltos, detalles que no encajaban. Y McCaleb no estaba seguro de que mereciera la pena invertir tiempo en atar ése.

Su debate interior se interrumpió. Viviendo en un barco, había aprendido a determinar si las sutiles oscilaciones de su hogar se debían a la ola producida por un barco en el canal navegable o al peso de alguien que subía a bordo. McCaleb sintió que el barco se hundía levemente y de inmediato miró por encima del hombro hacia la puerta corredera. Graciela Rivers acababa de subir a bordo y se estaba volviendo para ayudar al niño que la acompañaba. Raymond. La cena. Se había olvidado por completo.

– ¡Mierda! -dijo mientras apagaba el vídeo y se levantaba para salir a recibir a sus invitados.

12

– Se había olvidado, ¿no? -Su rostro mostraba una sonrisa franca.

– No…, es decir, casi me he olvidado durante las últimas cinco horas. Me he perdido en todos estos papeles que he estado revisando. O sea que he olvidado ir al mercado y…

– Bueno, no pasa nada. Podemos quedar otro día…

– No, no, ¿está de broma? Vamos a cenar. ¿Él es Raymond?

– Sí.

Graciela se volvió hacia el niño, que, vergonzoso, se ocultaba tras ella, en la popa. Tenía el pelo oscuro, ojos castaños y piel morena, y parecía pequeño para su edad. Vestía pantalones cortos y una camisa a rayas, y llevaba un jersey en la mano.

– Raymond, él es el señor McCaleb, el hombre del que te he hablado. Este es su barco, vive aquí.

McCaleb se adelantó y se agachó para saludarlo. El niño llevaba un coche patrulla de juguete en la mano derecha y tuvo que cambiárselo a la izquierda. Entonces se dieron la mano. McCaleb sintió una tristeza inexplicable al ver al niño.

– Llámame, Terry -dijo-. Encantado de conocerte, Raymond. He oído hablar mucho de ti.

– ¿Se puede pescar desde este barco?

– Claro que sí. Si quieres, un día te llevaré.

– Me gustaría mucho.

McCaleb se enderezó y sonrió a Graciela. Estaba preciosa. Se había puesto un vestido de verano, similar al que llevaba la primera vez que se acercó al barco, uno de esos que la brisa marina gusta de ceñir a la figura. Ella también cargaba con un jersey. McCaleb, con sus bermudas, sandalias y una camiseta que ponía Robicheaux’s Dock amp; Baitshop, se sintió un poco cohibido.

– ¿Sabéis qué? -dijo-. Allí encima del depósito del puerto hay un restaurante muy agradable. Se come bien y la vista de la puesta de sol es fantástica. ¿Por qué no cenamos allí?

– Perfecto -dijo Graciela.

– Me cambiaré en un momento y, Raymond, tengo una idea. ¿Por qué no ponemos una caña en la popa y pruebas a pescar algo mientras yo voy adentro y le enseño a Graciela algunas cosas en las que he estado trabajando?

La cara del niño se iluminó.

– Vale.

– Muy bien, entonces, a prepararlo.

McCaleb los dejó allí y entró. Sacó la caña más ligera que tenía y un carrete del estante superior del salón, abrió la caja de aparejos que guardaba bajo la mesa de navegación y extrajo un sedal de acero ya preparado con un anzuelo del ocho y una pesa de plomo. Ató el sedal al carrete y luego fue a buscar calamar congelado a la nevera de la cocina. Con un cuchillo afilado cortó un trozo de la aleta y pasó el anzuelo.

Regresó a la popa con la caña y el carrete y le pasó el aparejo a Raymond. Agachado detrás del niño con los brazos a su alrededor, le enseñó a lanzar el anzuelo al centro del canal navegable. Entonces le explicó cómo mantener el dedo en el hilo y cómo darse cuenta de cuándo picaban.

– ¿Estás preparado, ya? -preguntó cuando hubo concluido su rápida lección.

– Ajá. ¿Hay peces aquí entre los barcos?

– Claro, he visto un banco de viejas de California nadando justo donde tienes el sedal.

– ¿Viejas de California?

– Es un pez con rayas amarillas. A veces lo verás nadando en el agua. Estate atento.

– Muy bien.

– ¿Te importa si le ofrezco a tu madre algo de beber?

– Ella no es mi madre.

– Ah, sí, yo… Lo siento, Raymond. Quería decir Graciela. ¿Estás bien?

– Estoy bien.

– Vale. Si pica uno, da un grito y empieza a enrollar el sedal.

Puso un dedo en el costado del niño y lo subió por su fina caja torácica. El padre de McCaleb le había hecho lo mismo a él cuando sostenía una caña de pescar y tenía las axilas desprotegidas. Raymond soltó una risita y se zafó, sin apartar la vista ni un momento del lugar donde el sedal desaparecía bajo la oscura superficie del agua.

Graciela siguió a McCaleb al salón y él cerró la puerta corredera para que el niño no les oyese. La cara del ex agente debía de estar colorada por la metedura de pata con el niño, y ella se dio cuenta.

– Está bien -dijo sin darle tiempo a disculparse-. Ocurrirá muchas veces ahora.

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