Iain Banks - La fábrica de avispas

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La fábrica de avispas: краткое содержание, описание и аннотация

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«Hace años que no mato a nadie, y no pienso volver a hacerlo nunca más. Fue solo una mala racha que estaba pasando.»
Esta es la voz de Frank, un adolescente que vive solo con su padre en la costa escocesa. Ha crecido inmerso en un mundo de creación propia como la fábrica de avispas, un artefacto oracular en el cual lee el futuro mediante el sufrimiento y muerte de estos insectos. También ha creado sus propias reglas morales, reglas con las que el asesinato se vuelve lícito, y para el que emplea métodos de lo más sorprendentes: una cometa; una serpiente; un martillo; la ingenuidad de un hermano… Frank sabe que vive en un universo personal que el resto de la humanidad no comparte.
Y a él le gusta así.

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—¡Eric! —grité en el momento en que la puerta cedió. El sostuvo el hacha con una mano y con la otra agarró la antorcha; le dio una patada a la puerta y se vino abajo. Tensé el tirachinas un último centímetro. Fijé la vista en Eric a través de la Y del tirachinas. Él me miró. Tenía la cara sin afeitar, sucia, como la máscara de un animal. Era el muchacho, el hombre que había conocido, y era otra persona completamente distinta. Aquel rostro bañado en sudor se fruncía en una mueca maliciosa y se movía rítmicamente de arriba abajo al tiempo que su pecho subía y bajaba y las llamas palpitaban. Sostenía el hacha y el tizón ardiendo, y tenía detrás de él la puerta destrozada del sótano. Pensé que podría salvar los fardos de cordita, que ahora se veían de un naranja oscuro bajo la espesa y vacilante luz de los fuegos que nos rodeaban y de la antorcha que mi hermano sostenía en su mano. Meneó la cabeza, como expectante y confundido.

Yo moví la cabeza de un lado a otro, lentamente.

El se rió asintiendo con la cabeza, dejó caer, o medio lanzó la antorcha al sótano, y corrió hacia mí.

Estuve a punto de soltar la bola cuando lo vi venir hacia mí a través del tirachinas, pero justo en el último segundo antes de que mis dedos se abrieran vi cómo dejaba caer el hacha, que retumbó en los escalones del sótano al tiempo que Eric pasaba como una exhalación junto a mí y yo me tiraba a un lado agachado. Di una vuelta en el suelo y vi a Eric corriendo como una liebre por el jardín, en dirección al sur de la isla. Arrojé el tirachinas, bajé corriendo las escaleras del sótano y recogí la antorcha. Estaba metida un metro dentro del sótano, bastante lejos de los fardos. La lancé afuera rápidamente en el mismo momento en que las bombas que guardaba en el cobertizo empezaron a explotar.

El ruido era ensordecedor, la metralla silbaba por encima de mi cabeza, las ventanas de la casa estallaron hacia adentro y el cobertizo se había desplomado; un par de bombas salieron despedidas del cobertizo y explotaron en otras partes del jardín, pero afortunadamente no cayeron cerca. Cuando me pareció seguro asomar la cabeza el cobertizo ya no existía, todas las ovejas estaban muertas o habían huido, y Eric había desaparecido.

Mi padre estaba en la cocina, con un cubo de agua en una mano y un cuchillo de carne en la otra. Entré y él puso el cuchillo sobre la mesa. Parecía que tuviera cien años. Sobre la mesa estaba el frasco de muestras. Me senté a la cabecera de la mesa y me desplomé en la silla. Lo miré.

—Papá, Eric estaba en la puerta —le dije, y me reí. Los oídos me seguían resonando por las explosiones del cobertizo.

Mi padre se quedó allí en pie, viejo y estúpido, con los ojos turbios y húmedos, y las manos temblorosas. Sentí cómo me iba calmando gradualmente.

—¿Qué…? —comenzó a balbucear para aclararse a continuación la garganta—. ¿Qué… qué ha pasado? —Parecía como si estuviera sobrio de nuevo.

—Estaba intentando entrar en el sótano. Creo que quería volarnos por los aires. Ahora ha salido corriendo. He atrancado la puerta lo mejor que he podido. Casi todos los fuegos están apagados; no necesitarás eso —le dije señalando el cubo de agua que sostenía en la mano—. En lugar de eso me gustaría que te sentaras un momento y me contaras un par de cosas que me gustaría saber—. Me recosté en la silla.

Se quedó mirándome un segundo y, a continuación recogió el frasco de muestras, pero se le escurrió de los dedos, cayó al suelo y se rompió. Soltó una risa nerviosa, se agachó y volvió a incorporarse sosteniendo en la mano lo que había estado dentro del frasco. Me lo acercó para que lo viera pero yo le estaba mirando a la cara. Cerró la mano y volvió a abrirla, como un mago. En su palma había una bola de color rosa. No un testículo; una bola rosa, como un pedazo de plastilina, o de cera. Volví a mirarle fijamente a los ojos.

—Cuéntamelo todo —le dije.

Y entonces me lo contó.

12. LO QUE ME PASÓ A MÍ

Una vez, muy al sur, más allá incluso de la casa nueva, salí un día a construir unas presas entre la arena y los charcos de agua que se forman en las rocas que hay en esa parte de la costa. Era un día perfecto, calmado y luminoso. No había una línea que separara el mar y el cielo, y cualquier humareda ascendía en línea recta. El mar estaba en calma.

En los terrenos que se veían a lo lejos aparecían unos prados en la suave pendiente de una ladera. En uno de los prados había unas cuantas vacas y dos caballos marrones. Mientras estaba dedicado a la construcción apareció cruzando el prado una camioneta tirando de un remolque para transportar animales. Se paró en el portón de entrada del cercado, dio la vuelta y se quedó de espaldas a mí. Yo observaba con los prismáticos todo aquello que ocurría como a una milla y media. Dos hombres salieron. Abrieron la puerta trasera del remolque y sacaron una plataforma que servía de rampa hacia el interior. A los lados de la rampa colocaron unas vallas protectoras de tablas de madera. Los dos caballos se acercaron a husmear.

Me quedé en aquel charco entre las rocas, con mis botas de goma metidas en el agua, proyectando una sombra acuosa en la superficie. Los hombres se internaron en el prado y sacaron a uno de los caballos con una soga alrededor del cuello. El caballo salió sin protestar, pero cuando los hombres intentaron que subiera la rampa para meterlo en el remolque, entre las dos barandas de tablas de madera, se arrepintió y se negó a entrar, retrocediendo. El otro caballo empujaba la valla cerca de él. En aquel aire en calma sus relinchos me llegaron con unos segundos de retraso. El caballo no quería entrar. Algunas vacas que estaban en el prado levantaron la vista y después siguieron pastando.

Débiles olas, como transparentes arrugas de luz, inundaban la arena, las rocas y la maleza que me rodeaba, solapándose suavemente. Un pájaro cantó en aquella quietud. Los hombres trasladaron la camioneta un poco más lejos y llevaron allí al caballo, hasta un pequeño sendero que salía del camino. El caballo que seguía en el prado relinchaba y se puso a trotar en un absurdo círculo. Empecé a sentir cansancio en los ojos y los brazos y miré a otro sitio, a la línea de colinas y montañas que se iban desvaneciendo bajo la refulgente luz del norte. Cuando volví la vista al prado ya habían conseguido meter al caballo en el remolque.

La camioneta partió y sus ruedas patinaron brevemente en la arena. El caballo que había quedado solo, confundido de nuevo, comenzó a galopar de un extremo al otro del cercado, al principio siguiendo la camioneta, después no. Uno de los hombres se había quedado con él en el prado y, cuando la camioneta desapareció tras la ceja del monte, calmó al animal.

Más tarde, cuando volvía a casa, pasé junto al prado donde estaba el caballo, que pastaba tranquilamente en la hierba.

Estoy sentado en la duna que hay detrás del Bunker, en el fresco y la brisa de esta mañana de domingo, y recuerdo haber soñado anoche con el caballo.

Después de que mi padre me contara lo que tenía que contarme, de que yo pasara de la incredulidad y la ira a la estupefacta aceptación de lo que oía, y después de dar ambos una vuelta por los alrededores del jardín llamando a Eric, arreglando algunos desperfectos lo mejor que pudimos y de apagar los últimos rescoldos que quedaban, después de atrancar la puerta del sótano y volver a la casa, y de que él me dijera por qué había hecho lo que había hecho, nos fuimos a acostar. Yo cerré por dentro la puerta de mi dormitorio y estoy casi seguro de que él hizo lo mismo. Dormí, tuve un sueño en el que reviví aquella tarde de los caballos, me desperté temprano y salí en busca de Eric. Cuando salía vi a Diggs caminando por el sendero hacia la casa. Mi padre tenía mucho que contarle. Les dejé con sus cosas.

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