—¡Mierda! —solté.
Podía imaginarme lo que había ocurrido y lo único que me preocupaba era que mi padre se hubiera dejado abierta la puerta de su despacho. Eric debió de llamar. Papá contesta la llamada, se alarma, y se emborracha. Probablemente se dirigía al pueblo a conseguir más bebida. Habría ido a algún sitio sin licencia para comprar alcohol o, miré mi reloj, ¿no sería esta la semana en que inauguraban el Rob-Roy con licencia para vender alcohol las veinticuatro horas? Sacudí la cabeza; aquello era lo de menos. Eric debió de llamar. Mi padre se emborracha. Seguramente iba al pueblo a por más bebida, o a visitar a Diggs. O quizá Eric había concertado un encuentro entre ambos. No, no era algo probable; seguramente se pondría primero en contacto conmigo.
Corrí arriba, me metí en el agobiante calor del desván, abrí el tragaluz de nuevo y observé los accesos con los prismáticos Volví a bajar, salí de la casa, cerré la puerta detrás de mí, y me puse a trotar por el puente, ascendiendo por el sendero, desviándome de nuevo por atajos para evitar las dunas más altas. Todo parecía normal. Me detuve en el lugar en donde vi por última vez a mi padre, justo en la cima del monte que lleva a la cuesta del Salto. Me rasqué la entrepierna lleno de exasperación, preguntándome qué debía hacer. No me sentía a gusto con la idea de abandonar la isla, pero tenía la sospecha de que lo que tenía que ocurrir pasaría en el pueblo o cerca de allí.
Pensé en llamar a Jamie, pero seguramente no estaría en condiciones de ponerse a buscar por Porteneil a mi padre ni de mantener despierto el olfato para oler un perro en llamas.
Me senté en el sendero y traté de pensar. ¿Cuál sería el siguiente paso de Eric? Podría esperar a que cayera la noche para acercarse a la casa (estaba seguro de que vendría; no iba a hacer todo este viaje para volverse en el último momento, ¿no?), o quizá se había arriesgado demasiado llamando y ahora pensaría que no arriesgaría mucho encaminándose directamente a la casa. Pero estaba claro que lo mismo podría haber hecho ayer, así que, ¿qué le impedía acercarse a la casa? Estaba planeando algo. O quizá fui demasiado brusco con él por teléfono. ¿Por qué le colgué? ¡Imbécil! ¡Quizá se iba a entregar, o a poner tierra por medio! ¡Y todo porque yo le había rechazado, su propio hermano!
Sacudí la cabeza enfadado conmigo mismo y me levanté. Todo aquello no me llevaba a ninguna parte. Había asumido que Eric iba a seguir en contacto conmigo. Eso significaba que debía regresar a la casa a donde, tarde o temprano, acabaría telefoneándome o llegando. Además, allí estaba el centro de mi poder y mi fuerza, y también era el lugar que necesitaba proteger con más atención. Una vez decidido, más tranquilo ahora que ya tenía un plan decidido —aunque fuera más un plan carente de acción que otra cosa— me volví a la casa corriendo.
En el tiempo que había estado fuera de casa el ambiente se había caldeado más aún. Me desplomé en una silla de la cocina y enseguida me levanté a lavar el vaso y tirar la botella de whisky. Me bebí un buen trago de zumo de naranja y llené una jarra de zumo y hielo, cogí un par de manzanas, media barra de pan y algo de queso y lo transporté todo al desván. Cogí la silla que tengo normalmente en la Fábrica y la puse encima de una pila de viejas enciclopedias, abrí el tragaluz que da a tierra firme y me fabriqué un cojín con unas viejas cortinas descoloridas. Me asenté en mi pequeño trono y me puse a observar por los prismáticos. Después de un rato cogí la vieja radio de baquelita y transistores de detrás de una caja de juguetes y la conecté al enchufe de la segunda luz con un transformador. Seleccioné Radio Tres, donde ponían una ópera de Wagner; pensé que era perfecto para mi estado de ánimo en aquel momento. Volví al tragaluz.
En el cielo encapotado se habían abierto unos cuantos claros; se desplazaban lentamente, proyectando manchas de sol refulgente en la tierra. A veces la luz brillaba en la casa; contemplé la sombra de mi cabaña moverse lentamente a su alrededor cuando el final de la tarde se iba transformando en la caída de la noche y el último sol se colaba por las deshilachadas nubes. Lentamente las ventanas de casas nuevas que se distinguían entre los árboles fueron relumbrando con el reflejo del sol, ligeramente encima de la parte vieja del pueblo. Gradualmente fue apagándose un conjunto de ventanas mientras otras comenzaban a refulgir, todo ello resaltado por ocasionales fulgores de ventanas que se abrían o se cerraban o de coches que pasaban por las calles del pueblo. Bebí un poco de zumo y me metí cubitos de hielo en la boca mientras la brisa cálida me abrazaba. Seguía barriendo regularmente el terreno con los prismáticos, de norte a sur, hasta donde podía sin caerme desde el tragaluz. La ópera se acabó y la siguió un horrible programa de música moderna que sonaba a grupos que podrían llamarse Hereje-a-la-parrilla o Perro Ardiendo, pero la dejé sonar porque con aquello era imposible dormirse.
Justo después de las seis sonó el teléfono. Salté de la silla, me dejé caer desde la puerta del desván, bajé los peldaños de las escaleras de dos en dos y descolgué el teléfono, llevándomelo a la boca con un rápido movimiento. Sentí un zumbido de emoción al verme actuar con movimientos tan coordinados, y contesté calmadamente:
—¿Sí?
—¿Frang? —se oyó la voz de mi padre, lenta y pastosa—. Frang, ¿eress tu?
Dejé que el desprecio que sentía se transmitiera a mi voz.
—Sí, papá, soy yo. ¿Qué ocurre?
—…toy en el pueblo, hijo —me informó lentamente, como si estuviera a punto de ponerse a llorar. Le oí inspirar profundamente—. Frang, sabes que siempre te he querido… te… te estoy llamando desde el pueblo, hijo. Quiero que vengas aquí, hijo, quiero que vengas… que vengas aquí. Han cogido a Eric, hijo.
Me quedé helado. Me quedé mirando fijamente el papel pintado sobre la pequeña mesa que hay en la esquina de las escaleras donde está el teléfono. El dibujo mostraba unas formas vegetales, verde sobre blanco, con una especie de enrejado de fondo que aparecía entre el follaje por algunos lados. Estaba ligeramente torcido. No le había prestado atención a aquel papel en años, desde luego no desde que contestaba al teléfono. Era horrible. Mi padre tenía que estar loco para haberlo elegido.
—¿Frang? —dijo aclarándose la garganta—. ¿Frang, hijo? —volvió a decirme, casi sin tartamudear, para volver a caer en lo mismo—: ¿Frang,…tas ahí? Di algo, hijo. Algo. Dim’algo, hijo.Te’ dicho qu’an cogío’a Eric. ¿M’oyes, hijo? ¿Frang,…tas ahí?
—Ya… —la boca seca me impedía hablar, y la frase murió. Me aclaré la garganta varias veces y volví a empezar—.Ya te he oído, papá. Han detenido a Eric. Te he oído. Enseguida voy. ¿Dónde nos encontramos? ¿En la comisaría?
—Na, na, hijo. Na,…vemos fuera de… fuera de… la bilioteca. Sí, la bilioteca. Nos vemos allí.
—¿La biblioteca? —le dije—. ¿Por qué allí?
—Bien,…vemos ’seguida, hijo. Date prisa, ¿eh? —Le oí trastear con el aparato unos instantes hasta que la línea se cortó. Bajé el teléfono lentamente, sintiendo con intensidad los pulmones y una sensación fuerte que provenía del retumbar de mi corazón y del ligero mareo que sentía.
Me quedé quieto un momento y después subí hasta el desván para cerrar el tragaluz y apagar la radio. Me di cuenta de que tenía las piernas doloridas y cansadas; quizá me había excedido un poco últimamente.
Los claros entre las nubes que cubrían el cielo se iban moviendo lentamente hacia el interior mientras caminaba de vuelta por el sendero hacia el pueblo. Estaba bastante oscuro para ser las siete y media, una penumbra veraniega de luz tenue que inundaba todo el paisaje. Algunos pájaros se despertaban agitándose a mi paso. Unos pocos estaban posados en los cables del teléfono que llegaban zigzagueando hasta la isla colgados en postes raquíticos. Las ovejas emitían sus desagradables y ásperos sonidos, y los carneritos les respondían balando. Había pájaros posados en las cercas de alambre de espino que se alzaban más adelante, donde los enredados mechones de lana sucia delataban las huellas de las ovejas que pasaban por allí. A pesar de toda el agua que había bebido durante el día, la cabeza empezaba a dolerme otra vez. Suspiré y seguí caminando por aquellas dunas que se iban haciendo más pequeñas tras las tierras baldías y los pastizales dispersos.
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