—Oiga, ¿está Frank? —preguntó una voz con acento muy inglés.
—¿Sí? ¿Oiga? —contesté extrañado.
—Je, je, ¡pequeño Frankie! —me gritó Eric—. ¡Aquí estoy, en tu tórax de los bosques y comiendo todavía los perritos calientes de siempre! ¡Jo, jo! ¿Cómo estamos, cabroncete? Te siguen protegiendo las estrellas, ¿no? Por cierto, ¿de qué signo eres? Se me ha olvidado.
—Del Can Mayor.
—¡Guau! ¿En serio?
—Sí. ¿De qué signo eres tú? —le pregunté siguiéndole la corriente en uno de sus juegos favoritos.
—¡Cáncer! —fue su respuesta a voz en grito.
—¿Benigno o maligno? —continué siguiéndole el juego.
—¡Maligno! —chilló Eric—. ¡Por el momento solo son tumores!
Me aparté el auricular de la oreja mientras Eric explotaba con sus risotadas.
—Escúchame, Eric… —comencé a decirle.
—¿Cómo estás? ¿Cómo te va? ¿Que tal te va la vida? ¿Estás bien? ¿Qué tal van las cosas? ¿Y a ti? ¿Dónde tienes la cabeza en este preciso momento? ¿De dónde eres? Joder, Frank, ¿sabes por qué los Volvos silban? Bueno, pues yo tampoco, pero ¿a quién le importa? ¿Qué dijo Trotsky? «Necesito a Stalin como necesito un agujero en la cabeza.» ¡Ja, ja, ja, ja! La verdad es que no me gustan esos coches alemanes; las luces de los faros están demasiado juntas. ¿Estás bien, Frankie?
—Eric…
—A la cama, a dormir; quizá a masturbarte. ¡Ah, ahí está el gusto! ¡Jo, jo, jo!
—Eric —le dije mirando alrededor y a lo alto de las escaleras para asegurarme de que mi padre no estuviera merodeando—. ¡Te quieres callar de una vez!
—¿Cómo? —dijo Eric con una voz débil y dolorida.
—El perro —le susurré—. Hoy vi a ese perro. El que estaba junto a la casa nueva. Yo estaba allí. Lo vi.
—¿Qué perro? —me dijo Eric con tono de perplejidad. Pude oír cómo suspiraba profundamente y se escuchó un estruendo al fondo.
—No intentes quedarte conmigo, Eric; lo vi con mis propios ojos. Quiero que dejes de hacer eso, ¿me entiendes? Se acabaron los perros. ¿Me oyes? ¿Lo entiendes? ¿De acuerdo?
—¿Cómo? ¿De qué perros hablas?
—Ya me has oído. Estás demasiado cerca. Nada de perros. Déjalos en paz. Y nada de niños, tampoco. Ni gusanos. Olvídate de eso. Ven a vernos si te apetece, me encantaría que vinieras, pero nada de gusanos, ni perros ardiendo. Te lo digo en serio, Eric. Mejor que me creas.
—¿Creer qué? ¿De qué estás hablando? —dijo lastimosamente.
—Ya me has oído —le dije, y colgué el teléfono. Me quedé allí quieto, mirando hacia arriba. Al cabo de unos segundos volvió a sonar. Lo descolgué, oí unos pitidos, y volví a colgarlo. Permanecí unos minutos sin moverme al lado del teléfono, pero no ocurrió nada.
Cuando me dirigía de nuevo al salón mi padre salió de su despacho limpiándose las manos con un trapo, rodeado de extraños olores, y con los ojos muy abiertos.
—¿Quién era?
—Nada. Era Jamie —dije con cierto retintín.
—Humm —respondió él, al parecer aliviado, y volvió a su despacho.
Aparte de aquel curry que se le repetía, mi padre pasó la tarde muy tranquilo. Cuando empezó a refrescar a la caída de la noche salí afuera a dar una vuelta a la isla. Las nubes se acercaban desde el mar, cerrando el cielo como una puerta y atrapando el calor del día sobre la isla. Retumbaron unos truenos al otro lado de los montes, sin relámpagos. Aquella noche dormí a ratos, sudando a mares y revolviéndome de un lado a otro en la cama, hasta que un sangrante amanecer alboreó sobre las dunas de la isla.
Me desperté tras mi última racha de noches insomnes con la manta tirada al lado de la cama. Y sin embargo estaba sudando. Me levanté, me duché, me afeité lentamente y subi al desván antes de que el calor se hiciera insoportable.
El ambiente estaba muy cargado en el desván. Abrí las claraboyas, saqué la cabeza y repasé con los prismáticos la tierra que había detrás de la casa y el mar que tenía delante. El cielo seguía nublado; la luz parecía cansada y la brisa llegaba con un sabor rancio. Me puse a trastear un poco con la Fábrica, alimentando a las hormigas, a la araña y a la Venus, comprobando los cables y engrasando compuertas y demás mecanismos, más que nada para quedarme tranquilo. Le quité el polvo al altar y volví a colocar todo con cuidado, utilizando una regla para asegurarme de que los pequeños frascos y las demás piezas estuvieran dispuestas perfectamente simétricas sobre él.
Cuando volví a bajar ya estaba otra vez sudando, pero no podía permitirme otra ducha. Mi padre estaba levantado y preparó el desayuno mientras yo veía algún programa matutino del sábado. Comimos en silencio. Aquella mañana decidí hacer una ronda de reconocimiento por la isla, así que fui al Bunker y agarré la Bolsa de Cabezas para poder realizar cualquier reparación que necesitaran los Postes mientras hacía la ronda.
Tardé más de lo normal en completar el circuito porque no dejaba de subir y bajar de las dunas más cercanas para controlar los accesos. En ningún momento vi nada. Las cabezas en lo alto de los Postes de Sacrificio estaban en buen estado. Tuve que cambiar un par de cabezas de ratones, pero eso fue todo. Las otras cabezas y las cintas que hondeaban al viento estaban intactas. Encontré una gaviota muerta en la ladera de sotavento de una duna, al otro lado del centro de la isla. Me llevé la cabeza y enterré el resto del pájaro cerca de un Poste. Metí la cabeza, que ya empezaba a oler, en una bolsa de plástico que introduje a su vez en la Bolsa de Cabezas junto con las que tenía ya secas.
Oí, y después vi, unos pájaros que levantaron el vuelo; alguien se acercaba por el camino, pero sabía que era la señora Clamp. Subí a lo alto de una duna para comprobarlo y la divisé pedaleando por el puente en su vieja bicicleta de reparto. Cuando desapareció detrás de la duna que hay delante de la casa le eché otro vistazo a los prados y las dunas que hay más allá, pero no vi nada, tan solo ovejas y gaviotas. En el vertedero se distinguía una humareda y en ese momento pude oír el monótono traqueteo de una máquina de diesel por la vía férrea. El cielo seguía nublado, pero luminoso, y el viento pegajoso e inestable. En alta mar se podían distinguir esquirlas doradas por el sol cerca del horizonte, donde el agua relampagueaba bajo los claros de las nubes; pero estaban lejos, muy lejos.
Terminé la ronda de los Postes de Sacrificio y después me pasé como media hora cerca del viejo cabrestante dedicado tranquilamente a probar mi puntería. Coloqué unas cuantas latas sobre la vieja carcasa oxidada del tambor, me aparté unos treinta metros y las derribé todas con mi tirachinas, utilizando únicamente tres bolas de acero adicionales. Cuando recuperé todas las bolas de rodamientos excepto una volví a colocar las latas en su sitio, regresé a mi posición y lancé piedras a las latas, aunque esta vez tuve que tirar catorce pedradas hasta que las derribé todas. Acabé lanzando el cuchillo al tronco de un árbol que hay junto al viejo cercado de las ovejas y comprobé con satisfacción que calculaba bastante bien el número de vueltas que daba en el aire antes de clavarse en el mismo lugar de aquella corteza tan descascarillada.
Al volver a casa me lavé, me cambié de camisa y aparecí en la cocina a tiempo para que la señora Clamp me sirviera el primer plato que, no sé por qué extraña razón, era un caldo humeante. Lo abaniqué con una rebanada de suave pan blanco mientras la señora Clamp se inclinaba sobre su cuenco y sorbía ruidosamente al tiempo que mi padre desmigajaba pan integral, como si fueran virutas de madera, en su plato.
—¿Y cómo está usted, señora Clamp? —le pregunté cortés.
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