Iain Banks - La fábrica de avispas

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La fábrica de avispas: краткое содержание, описание и аннотация

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«Hace años que no mato a nadie, y no pienso volver a hacerlo nunca más. Fue solo una mala racha que estaba pasando.»
Esta es la voz de Frank, un adolescente que vive solo con su padre en la costa escocesa. Ha crecido inmerso en un mundo de creación propia como la fábrica de avispas, un artefacto oracular en el cual lee el futuro mediante el sufrimiento y muerte de estos insectos. También ha creado sus propias reglas morales, reglas con las que el asesinato se vuelve lícito, y para el que emplea métodos de lo más sorprendentes: una cometa; una serpiente; un martillo; la ingenuidad de un hermano… Frank sabe que vive en un universo personal que el resto de la humanidad no comparte.
Y a él le gusta así.

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Poco antes de abandonar las dunas me senté con la espalda contra la arena y me sequé el sudor de la frente. Me sacudí un poco de sudor de los dedos y observé las ovejas estáticas y los pájaros posados en los cables. En el pueblo se podían oír campanas, probablemente de la iglesia católica. O quizá había corrido la voz de que sus jodidos perros ya estaban seguros. Esbocé una mueca de desprecio, resoplé por la nariz con una media sonrisa y miré más allá de los matorrales y la maleza hacia el campanario de la Iglesia de Escocia. Desde donde me encontraba casi podía divisar la biblioteca. Mis pies se resentían y me di cuenta de que no debía haberme sentado. Me dolerían cuando volviera a caminar. Sabía perfectamente que lo que estaba haciendo era retrasar mi llegada al pueblo, igual que había retrasado mi salida de casa tras la llamada de mi padre.Volví a mirar a los pájaros, colocados como notas de música en los mismos cables que me habían traído la noticia. Pero evitaban una sección. Lo noté.

Fruncí el ceño, miré con más atención, y volví a fruncirlo. Me llevé la mano a los prismáticos, pero lo único que noté fue mi pecho; me los había olvidado en la casa. Me levanté y comencé a caminar por la tierra baldía, apartándome del sendero, hasta iniciar una leve carrera; entonces empecé a correr y acabé a toda velocidad por encima de la maleza y los matojos, cruzando de un salto la cerca hasta el pastizal donde estaban las ovejas, que se levantaron y se dispersaron entre sonidos de queja.

Estaba sin aliento cuando llegué hasta la línea telefónica.

Y estaba cortada. El cable recién cortado colgaba apoyado contra la madera del poste. Miré hacia arriba, me aseguré de no estar imaginándome aquello. Algunos de los pájaros que estaban por allí salieron volando y se pusieron a dar vueltas en lo alto, piando con sus tonos estridentes en la quietud del aire, sobre los pastos dispersos. Me fui corriendo hacia el otro poste en dirección a la isla. Una oreja, cubierta de un corto pelaje negro y blanco, estaba clavada en la madera. La toqué y sonreí. Miré alrededor con furia y traté de calmarme. Giré el rostro hacia el pueblo, donde el campanario apuntaba como un dedo acusador.

—Cabrón mentiroso —dije casi sin aliento, y dirigí de nuevo mis pasos hacia la isla, cogiendo ritmo mientras avanzaba, dando pisotones y rasgando la tierra, golpeando el suelo hasta llegar al Salto y dejándome ir cuesta abajo al llegar allí. Grité y solté los peores insultos; después me callé y reservé mi preciado aliento para correr.

Volví a la casa, una vez más, y subí como una exhalación hasta el desván, cubierto de sudor, deteniéndome brevemente ante el teléfono para comprobarlo. La línea estaba cortada, no había duda. Corrí hasta el desván y me encaramé al tragaluz, eché un vistazo a los alrededores con los prismáticos y a continuación traté de recomponerme, armándome y comprobando que todo funcionara. Volví a la silla, conecté de nuevo la radio, y continué vigilando.

Estaba por alguna parte allí afuera. Gracias a Dios por los pájaros. Mi estómago se estremecía enviando una oleada de intensa emoción por todo mi cuerpo, haciéndome tiritar a pesar del calor. El viejo mentiroso de mierda, intentado apartarme de la casa con engaños solo porque él estaba demasiado asustado de tener que enfrentarse con Eric. Dios mío, qué estúpido había que ser para no haber notado aquel completo embuste que desvelaba su voz pastosa. Y tenía las agallas de gritarme porque bebía. Por lo menos yo lo hacía cuando sabía que me lo podía permitir, no cuando sabía que necesitaba todas mis facultades para afrontar una crisis. El cabrón. ¡Y llamarse hombre!

Me serví unos cuantos tragos de la jarra aún fría de zumo de naranja, me comí una manzana y un poco de pan y queso, y seguí escudriñando los alrededores. La noche se fue oscureciendo con la caída del sol y la cerrazón de las nubes. Las corrientes térmicas que habían abierto claros sobre la tierra fueron desapareciendo y aquella manta colgada sobre los montes y el llano se asentó, gris e indefinida. Al rato volví a oír truenos y algo en el aire se volvió intenso y amenazador. Me encontraba muy excitado y en el fondo estaba deseando que sonara el teléfono, aunque sabía que era imposible. ¿Cuánto tardaría mi padre en darse cuenta de que empezaba a retrasarme demasiado? ¿Esperaba que fuera en mi bicicleta? ¿Se habría caído en alguna cuneta, o estaría encabezando una partida de ciudadanos enarbolando antorchas en dirección a la isla para aprehender al Asesino de Perros?

No importaba. Podría distinguir a cualquiera que se acercara, aún con aquella luz, y podría salir a recibir a mi hermano o escapar de la casa para esconderme en la isla si aparecieran los ciudadanos vengativos. Apagué la radio para poder oír cualquier grito que pudiera venir de tierra firme y entorné los ojos para forzar la vista bajo aquella luz que se desvanecía. Después de un rato salí corriendo a la cocina y me preparé una ración de comida que introduje en la bolsa de lona que tenía en el desván. Era para el caso que tuviera que salir y encontrara a Eric. Quizá tendría hambre. Me instalé en la silla y seguí escrutando las sombras sobre el paisaje que iba oscureciéndose. En la distancia, al pie de los montes, se desplazaban luces por la carretera, relumbrando en el crepúsculo, destellando como faros irregulares a través de los árboles, por las curvas, sobre los montes. Me restregué los ojos y me desperecé tratando de quitarme el cansancio del cuerpo.

Seguí tomando precauciones y añadí unos analgésicos a la bolsa que me llevaría si saliera de la casa si fuera necesario. El tiempo que hacía podría provocar las migrañas de Eric y quizá necesitara un alivio. Esperaba que no sufriera una de las suyas.

Bostecé, abrí los ojos y me comí otra manzana. Las difusas sombras bajo las nubes se hicieron más oscuras.

Me desperté.

Había oscurecido completamente y yo seguía en la silla, con la cabeza apoyada en los brazos cruzados sobre el marco metálico del tragaluz. Y algo, un ruido en el interior de la casa, me había despertado. Me incorporé un segundo sintiendo cómo el corazón se me disparaba y la espalda se resentía de la posición en que me había quedado dormido. La sangre volvió a circular dolorosamente por aquellas partes de los brazos donde el peso de la cabeza había restringido su paso. Di la vuelta alrededor de la silla, rápida y silenciosamente. El desván estaba sumido en una oscuridad total, pero no noté nada. Apreté un botón en mi reloj y descubrí que pasaban de las once. Me había dormido varias horas. ¡Idiota! Entonces oí a alguien moviéndose abajo; pasos irreconocibles, una puerta que se cerraba, otros ruidos. Un cristal que se rompía. Sentí cómo se me erizaba el vello de la nuca; la segunda vez en una semana. Apreté fuertemente las mandíbulas y me prometí que no tendría miedo y que haría algo: Podría ser Eric o podría ser mi padre. Iría abajo y lo averiguaría. Para estar seguro me llevaría el cuchillo conmigo.

Salté de la silla y me dirigí lentamente hacia donde estaba la puerta, tanteando los ladrillos desnudos de la chimenea. Me detuve allí, me saqué el faldón de la camisa por fuera de los pantalones de pana y oculté el cuchillo que colgaba de mi cinturón. Me fui deslizando en silencio por la escala hasta llegar al rellano, que estaba a oscuras. Había una luz encendida en el recibidor, en la misma entrada, y proyectaba una serie de extrañas sombras, amarillas y tenues, en las paredes del rellano. Me acerqué hasta la baranda y miré por encima. No podía distinguir nada. Los ruidos habían cesado. Olí el aire.

Se percibía el olor a alcohol mezclado con humo del pub. Debía de ser mi padre. Me sentí aliviado. En ese instante lo oí salir del salón. Un sonido arrollador surgió tras de él, como un océano rugiente. Estaba tambaleándose, dándose contra las paredes y tropezando en las escaleras. Lo oí respirar pesadamente y farfullar algo. Me quedé escuchando, dejando que el olor y el sonido llegaran a mí. Me erguí y fui calmándome gradualmente. Oí cómo mi padre llegaba al primer rellano, donde estaba el teléfono. Después se oyeron pasos vacilantes.

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