Pensé en aquel rostro delicado y en aquellos brazos casi sin vello. Intenté pensar si había visto alguna vez a mi padre desnudo hasta la cintura, pero no recordaba nada parecido en toda mi vida. El secreto. No podía ser. Sacudí la cabeza pero no podía apartar aquella idea. Angus. Agnes. Tan solo contaba con su palabra para certificar todo lo que había ocurrido. No tenía idea de hasta qué punto se podía confiar en la señora Clamp, ni de qué tipo de información tenían el uno del otro. Pero… ¡No podía ser! ¡Era algo tan monstruoso, tan espeluznante! Me levanté de un salto dejando que la silla cayera de espaldas y golpeara contra el suelo enmaderado. Agarré la caja de tampones y las hormonas, con las llaves abrí la puerta que había cerrado por dentro y salí como una furia escaleras arriba metiéndome las llaves en un bolsillo y desenvainando mi cuchillo de su funda. «Te las verás con Frank», mascullé con rabia.
Irrumpí en el dormitorio de mi padre y encendí la luz. Estaba tendido en la cama con la ropa puesta. Tenía un pie descalzo y el zapato estaba caído en el suelo bajo su pie, que colgaba al borde de la cama. Estaba boca arriba, roncando. Se removió y se puso un brazo sobre la cara, apartándose de la luz. Me fui hacia él, le agarré el brazo y le di dos bofetones en la cara, con ganas. Sacudió la cabeza y pegó un grito. Abrió un ojo y después el otro. Llevé el cuchillo frente a sus ojos y observé cómo trataba de enfocarlos en la hoja con la imprecisión de un borracho. El olor a alcohol que despedía era asqueroso.
—¿Frang? —pronunció débilmente. Entonces acerqué el cuchillo a su cara dejando el filo casi tocando el puente de su nariz.
—Eres despreciable —le solté en la cara—. ¿Qué coño es esto? —le dije mientras con la otra mano le mostraba los tampones y las hormonas. Profirió un gemido y cerró los ojos—. ¡Dímelo! —le grité volviendo a abofetearle con el dorso de la mano en la que sostenía e! cuchillo. Intentó escabullirse rodando por la cama, bajo la ventana abierta, pero lo agarré a tiempo apartándolo de aquella noche caliente y silenciosa que se veía afuera.
—No, Frang, no —dijo él meneando la cabeza y tratando de apartar mis manos. Dejé caer las cajas y lo agarré por un brazo con fuerza. Lo acerqué hacia mí y le puse el cuchillo en la garganta.
—Me lo vas a decir o te juro por Dios que… —dejé que las palabras se quedaran en el aire. Le solté el brazo y llevé las manos hasta sus pantalones. De un tirón le arranqué el cinturón de las trabillas de tela alrededor de su cintura. Intentó detenerme con torpes aspavientos pero le aparté las manos de un golpe y le pinché la garganta con el cuchillo. Le desabroché el cinturón y le bajé la cremallera sin quitarle la vista de encima, tratando de no imaginar lo que podría encontrar, lo que podría no encontrar. Le desabroché el botón que tenía encima de la cremallera. Le abrí los pantalones y le levanté la camisa. Tendido en la cama, me miró con ojos enrojecidos y brillantes y sacudió la cabeza.
—¿Qué vas’ hacer, Frangie?…siento, de veras que lo siento. Era na más qu’un experimento. Solo un experimen… No me hagas nada, por favor, Frangie… Por favor…
—¡Eres una puta, una mala puta! —le dije, sintiendo que empezaban a empañárseme los ojos y a flaquearme la voz. De un tirón, con rencor, le bajé los pantalones a él/ella.
Algo gritó afuera, en la noche que entraba por la ventana. Me quedé mirando la polla y los huevos de mi padre, rodeados de pelo oscuro, grandes, de aspecto grasiento, y algo animal, allí afuera, en el paisaje de la isla, gritó. Las piernas de mi padre temblaban. Entonces apareció una luz, naranja y ondulante, donde no debería haber ninguna luz, allí afuera, sobre las dunas, y se oyeron más alaridos.
—Por el amor de Dios, ¿qué es eso? —resopló mi padre volviendo su cabeza temblorosa hacia la ventana. Yo me levanté, rodeé el pie de la cama y observé por la ventana. Los horribles sonidos y la luz en el extremo de las dunas parecían acercarse. La luz aparecía rodeada de un halo sobre la duna grande que hay detrás de la casa, donde están los Territorios de la Calavera; centelleaba destellos amarillos con jirones de humo. El sonido era el que haría un perro en llamas, pero amplificado, repetido una y otra vez, y con un tono distinto. La luz se fue haciendo más intensa y algo vino corriendo por la cima de la gran duna, algo en llamas, gritando y corriendo por la ladera que da al mar en la duna de los Territorios de la Calavera. Era una oveja y venía seguida por otras. Primero otras dos, y después media docena de animales aparecieron en estampida sobre la hierba y la arena. En unos segundos la ladera se vio cubierta de ovejas ardiendo, con el vellón en llamas, balando salvajemente y corriendo ladera abajo, prendiendo la hierba y los matojos que crecían entre la arena y dejándolos ardiendo en su flamígera estela.
Y entonces vi a Eric. Mi padre llegó a mi lado temblando, pero no le hice caso y seguí observando las raquíticas figuras danzando y saltando en lo alto de la duna. Eric blandía una inmensa antorcha en una mano y un hacha en la otra. También estaba gritando.
—Oh, Dios mío, no —dijo mi padre. Me volví hacia él. Estaba subiéndose los pantalones. Lo aparté de mi camino y corrí hacia la puerta.
—Vamos —le grité. Salí del dormitorio y bajé corriendo las escaleras sin mirar si me seguía. Podía distinguir las llamas desde todas las ventanas y oír los gemidos de las torturadas ovejas por toda la casa. Llegué a la cocina, pensé en recoger agua mientras pasaba a toda carrera, pero decidí que no serviría para nada. Salí corriendo por el porche hasta el jardín. Una oveja, con los cuartos traseros ardiendo, estuvo a punto de chocar conmigo. Corría desesperada por el jardín en llamas y cuando estuvo delante de la puerta se desvió en el último momento con un balido estremecedor. saltando entonces la pequeña valla que da al jardín de delante. Yo corrí por la parte de atrás de la casa en busca de Eric.
Había ovejas por todas partes y el fuego lo invadía todo. La hierba que cubría los Territorios de la Calavera ardía y las llamas saltaban desde el cobertizo y los arbustos y las plantas y flores del jardín, y ovejas muertas, crepitantes, yacían en charcos de llamas vivas mientras otras corrían y saltaban por todas partes, gimiendo y aullando con sus voces guturales y entrecortadas. Eric estaba en los escalones que llevan al sótano. Vi la antorcha que había sostenido en su mano, ahora una llama vacilante apoyada contra la pared de la casa, bajo la ventana del lavabo de abajo. Estaba acometiendo la puerta del sótano con el hacha.
—¡Eric! ¡No! —le grité. Avancé hacia él y a continuación me volví, me apoyé en la esquina de la casa y asomé la cabeza para mirar la puerta del porche abierta—. ¡Papá! ¡Sal de la casa! —Podía oír el sonido de la madera restallando detrás de mí. Me volví y corrí hacia Eric. Salté sobre el humeante cadáver de una oveja justo antes de los escalones del sótano. Ene se dio la vuelta y blandió el hacha contra mí. Me agaché y rodé hacia un lado. Caí sobre mis pies y de un salto me puse en pie, listo para echar a correr, pero Eric había vuelto a golpear la puerta con el hacha, chillando con cada hachazo que descargaba, como si él fuera la puerta. La hoja del hacha desapareció tras la madera, se quedó atascada; él la movió de un lado a otro con todas sus fuerzas y la sacó, me miró y volvió a levantarla frente a la puerta. Las llamas de la antorcha arrojaban su sombra sobre mí; la antorcha estaba apoyada contra el lateral de la puerta y pude ver cómo la pintura reciente comenzaba a arder. Saqué mi tirachinas. Eric estaba a punto de echar la puerta abajo. Mi padre seguía sin aparecer. Eric volvió a mirarme y descargó el hacha contra la puerta. Una oveja gritaba detrás de nosotros mientras yo rebuscaba una bola de acero en mis bolsillos. Podía oír el crepitar de los fuegos por todos lados y olía a carne a la brasa. La esfera de metal encajó en el pedazo de cuero y estiré el brazo.
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