Scott Turow - El peso de la prueba

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Fiona Cawley, la vecina de al lado, lo saludó. Tenía un vaso en la mano.

– ¡Sandy! -exclamó.

A la primera palabra Stern supo que estaba borracha. Fiona abrió la puerta y alzó los brazos a la luz de las lámparas del salón. Nate, el esposo de Fiona, también bebía más de la cuenta. Tal vez eso los mantenía unidos. Stern tuvo una repentina y turbadora comprensión de las motivaciones de Fiona. Desatada por el alcohol era más atractiva, y su postura resultaba incitante. Sin duda saboreaba su libertad. Vestía un traje de punto que le realzaba la silueta. El peinado y el maquillaje eran impecables, y tenía joyas para su velada hogareña, un largo colgante de diamantes entre las clavículas. Fiona se pasaba el día cuidando su apariencia. Parecía encantada de ver a Stern. Ahuyentó al perro y cogió la mano de Stern para arrastrarlo a la casa, asegurándole que no interrumpía la cena.

– ¿Cómo estás, Sandy? -Fiona le tocó la cara, un gesto ebrio y excesivo-. Pensamos mucho en ti.

Él ya había adoptado ciertos ademanes para responder. Siempre había sido hábil para eso, muecas que sugerían sentimientos complejos. Ahora fruncía más la cara, aludiendo al dolor.

– Estoy tan bien como cabe esperar, Fiona. ¿Está Nate? Quería hablar con él.

Stern había resuelto que una visita personal llamaría la atención de Nate. Después de hablar con Cal, había decidido ser más directo en su intento de desentrañar los enigmas de Clara.

– ¿No te llamó? Le di el mensaje veinte veces. Bien, esta noche ha salido, Sandy, pero quédate un momento. Bebe una copa conmigo. Hay una cosa que quería preguntarte. Me alegra que estés aquí.

Sin esperar respuesta, llevó el perro a la cocina. Fiona era una de esas personas que siempre conseguía lo que quería. No le había dado oportunidad para inventar una excusa.

Durante diecinueve años, los Stern habían vivido junto a los Cawley. Habían sido testigos de tres expansiones en la moderna casa de los Cawley, que ahora tenía un piso alto que parecía fuera de lugar, como un bombín pequeño en un hombre de cabeza grande. Habían presenciado el crecimiento de los hijos de los Cawley, que ahora estaban en la universidad. Habían disfrutado de conversaciones de fin de semana frente a la cerca y de algunos tragos o barbacoas: dos décadas de mantener correspondencia y cambiar herramientas, pero los Cawley, como pareja, recibían un trato reservado, como tantos otros. Años antes, al jubilarse el obstetra que había traído al mundo a los hijos de los Stern, Clara había empezado a visitar a Nate como ginecólogo y médico de cabecera. En una emergencia -una caída, una infección- él era el asesor médico extraoficial de toda la familia. Esta relación profesional resultaba cómoda para los Stern, pues brindaba un medio diplomático para disfrutar de Nate sin Fiona. Como médico, era informado, tranquilo y afable; en casa, su esposa lo abrumaba. Fiona, más joven, sin duda había sido una belleza y aún era una mujer atractiva y esbelta, con ojos claros y llamativos que eran casi amarillos. Pero resultaba bastante insoportable: nerviosa, histérica, crispada. Fiona albergaba todo un invernáculo de competencias internas y rencores visibles. Era mejor evitarla.

– ¿Un trago? -preguntó Fiona.

Stern se sentó en un diván tapizado con tela estampada. El salón de los Cawley estaba decorado en estilo irlandés moderno, una versión más estilizada del colonial americano. Las habitaciones estaban atestadas de mesas y cómodas oscuras y la mayoría de los muebles se hallaban cubiertos con manteles de encaje. Fiona estaba en un pequeño cuarto contiguo donde había instalado un carrito con bebidas. Bebía con elegancia; los licores estaban en botellas de cristal tallado y una gran cubitera de plata oficiaba de centro de mesa.

– Un jerez seco, si tienes, Fiona. Con un cubito. Esta noche tengo que trabajar.

– ¿Trabajar? Sandy, date un respiro.

Éste era un comentario frecuente. No iba acompañado, por supuesto, por ninguna sugerencia. ¿Baile? ¿Clubes nocturnos? Debía de haber perdido el tren en alguna parte. ¿Cuál era la etiqueta del luto? ¿Desdeñar el trabajo útil y mirar televisión? Stern se estaba hartando de esos convencionales esfuerzos para organizarle los sentimientos.

Cuando ella le alargó la copa, Stern le preguntó si estaba bien.

– ¿Yo? De perillas -dijo Fiona, mirando su vaso. Stern recordó que años atrás había resuelto no hacer tales preguntas a Fiona. El perro gruñía en la cocina. Arañaba las baldosas- ¿Qué querías de Nate?

– Hacerle un par de preguntas acerca de Clara. Sólo me llevará un momento. Quería saber si ella se estaba tratando alguna enfermedad.

– Había algo -respondió Fiona, gesticulando ampulosamente con el vaso.

– ¿De verdad?

– Él pasaba por tu casa de mañana. Ella necesitaba medicación o algo así.

Fiona agitó la mano libre, sugiriendo que Nate no le había dado muchos detalles.

– Ajá.

Tal como sospechaba. Stern, reconfortado al saber que estaba en lo cierto, se levantó.

– Oh, no puedes irte todavía. ¿Recuerdas que quería preguntarte una cosa?

– Tienes razón -dijo Stern.

Lo había olvidado por completo.

Ella entró en otro cuarto y regresó con un paquete pequeño.

– Sandy, tal vez aún no estés preparado para esto, pero cuando lo estés, déjame presentarte a Phoebe Brower. Es encantadora y ambos tenéis cosas en común. Su esposo, ya sabes… -Fiona agitó la mano e hizo una mueca-. Píldoras para dormir.

Stern no pudo evitar un rezongo. Si Fiona no hubiera estado borracha, o si no hubiera sido Fiona, tal vez se habría ofendido. Tal vez pensaba que él quería fundar un club. Esposos Inaguantables Anónimos. Reconoció el papel del estudio fotográfico en el paquete que traía Fiona. ¿Fotos, también? Tendría que poner un letrero en su casa. Fuera de servicio. Naufragado. Inservible.

– Como has dicho, Fiona, es demasiado pronto.

Ella se encogió de hombros.

– Pensé que la mayoría de los hombres deseaban eso. Volver a estar libres.

Hasta ahora iban bastante bien, pero Fiona se estaba descarriando. Stern se palmeó los muslos, dando a entender que debía irse.

– Bien, quizá tengas razón. Las mujeres conocen mejor a los hombres.

– No me des la razón, Sandy. Siempre te comportas así con los demás. Tengo razones para preguntártelo.

Era autoritaria, sin duda. Stern guardó silencio mientras Fiona, al fin, recobraba la compostura.

– Sandy, quiero que mires esto. Debo hacerte una pregunta.

Le dio el paquete.

– ¿Qué es, Fiona?

Ella meneó la cabeza y le pidió que mirara. No quería dar explicaciones. Stern sintió abrumadoramente la ausencia de Clara. Esta escena nunca habría ocurrido semanas atrás. Fiona, aun borracha, no se habría tomado la libertad de retenerlo.

Cuando abrió el paquete, encontró una casete de vídeo.

– Sólo te pido que lo mires.

Ella señaló un cuarto contiguo. Stern desistió de oponer resistencia. Con Fiona era inútil.

Encontró el aparato de vídeo y pulsó los botones; era diestro con las máquinas. Unas figuras vibraron en la pantalla en medio de una secuencia. La imagen era de mala calidad, casera. El color de la piel era demasiado rosado. Pero mostraba bastante. Los primeros cuadros presentaban a una mujer joven que de pronto salía de foco, desnuda como había llegado al mundo. Era esbelta y de pechos pequeños. Estaba sentada en una cama y sonreía a la cámara con aire inofensivo. Stern se preguntó qué significaría esa mujer desnuda para Fiona, pero pronto reconoció la voz de Nate en la banda sonora: las palabras sonaban ininteligibles, pero Stern, bebiendo un sorbo de jerez, no tuvo deseos de elevar el volumen. Comprendía lo suficiente: Nate era el cámara.

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