Scott Turow - El peso de la prueba

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Llegaron a la calle. Kate, que por un instante se había dominado, rompió a llorar de nuevo.

5

¿Cómo se abandona una vida? De noche Stern caminaba por la enorme casa, buscando respuestas. En los armarios aún colgaban muchas prendas de Clara Stern. Abría las puertas de par en par y las miraba como si fueran reliquias. Kate y Marta habían vaciado muchas perchas, que ahora parecían esqueletos de pájaros.

Cuando Marta se fue, Stern se mudó al cuarto de ella. Su dormitorio parecía caótico, arrasado; aquí sentía mayor serenidad. Cuando entró en el dormitorio principal para recoger un par de cosas, el silencio le resultó abrumador. Pocos días de desuso habían bastado para cubrirlo con una quietud polvorienta, amortajada. Era como si examinara una fotografía: un fragmento recortado de un pasado inalcanzable, inanimado pero preservado. Cogió sus calcetines y sus ballenas para el cuello y salió deprisa.

Los vecinos y la familia de la sinagoga le demostraban una amabilidad ceremonial. El cónyuge de la suicida era una ruina demasiado inquietante para sentar a la mesa. ¿Cómo explicarlo a los niños? Pero las mujeres le traían guisos y platos con pollo para que comiera a solas. El congelador estaba atestado. La mayoría de las noches ponía algo en el microondas, abría una botella de vino, comía y bebía, vagaba por la casa.

En la nevera había una nota recordándole que debía telefonear a Nate Cawley. Lo intentó varias veces, esperando desentrañar el misterio de la factura médica de Clara, pero Nate, ocupado después de su semana en el congreso médico de Canadá, no había respondido. Stern, ablandado por el vino, atendía llamadas -amigos, o Marta o Kate- y luego reanudada sus movimientos. Se sentaba en sillas que no había ocupado durante años. Iba de cuarto en cuarto, examinando los muebles y los cuadros. Aquella diminuta ave de porcelana… ¿de dónde había salido?

A veces lo invitaban a salir, por lo general en grupo y en compañía de otros abogados; se trataba de una especie de atención convencional que reflejaba más su prestigio profesional que lazos de afecto. Era la clase de relación social que los Stern siempre habían despreciado. La callada y firme Clara no estaba interesada en gente u ocasiones insustanciales. Ahora que tenía libertad para ir solo, no podía adaptarse a las hipocresías que exigían esas reuniones, veladas de divagaciones en que todos lo mirarían con tácitas preguntas sobre su esposa.

Las únicas salidas que le agradaban eran las que compartía con los hijos. En las dos primeras semanas después del fallecimiento de Clara, fue dos veces a cenar a casa de Kate, y ella y John se reunieron una vez con él en la ciudad. Sin embargo, dada la extensión del condado de Kindle, vivían a casi una hora de distancia, en los días laborales el viaje resultaba agotador, sobre todo para Kate, fatigada por las primeras etapas del embarazo. Stern notaba que incluso ella tenía que esforzarse para atenderlo; Kate, siempre afectuosa, ahora parecía asustada de tratar con un padre solo.

Peter, actuando sin duda a instancias de las hermanas, también llamó, y Stern sugirió que salieran a cenar una noche. «Algo rápido», dijo Peter, aceptando. Se encontraron en un bar del centro, pero la ausencia de Clara era un peso enorme y abrumador. A Clara le había dolido la distancia que reinaba entre ambos y los dos habían tratado de superarla por consideración hacia ella. Ahora de repente quedaba de manifiesto que el lazo no había sobrevivido a la muerte de Clara, ambos seguían desempeñando papeles en una obra que había concluido. Al cabo de unos minutos de incomodidad, guardaron absoluto silencio entre los ruidos y voces del restaurante.

Así que por norma general estaba solo. Una noche hubo una interrupción inesperada. Llamó una mujer del vecindario que afirmó ser amiga de Clara. A continuación comentó los repetidos fracasos de su esposo en la alcoba -el hombre tenía muchos problemas- y terminó la conversación diciendo, simplemente, «llámame». Stern no lo hizo, desde luego, pero el episodio provocó una tormenta de sentimientos contradictorios. Como todos, había oído anécdotas acerca de mujeres insatisfechas que abordaban a los viudos con particular audacia pero, dadas las circunstancias de la muerte de Clara, estaba seguro de que eso no le pasaría a él. Oh, tal vez había recibido un par de tarjetas, algunas llamadas de pésame de viudas y divorciadas. Pero de pronto algo quedaba claro. La gente estaba sola y las mujeres estaban tan solas como él. Pero ¿quién sabía algo sobre las mujeres? Él no, desde luego. ¿Y para qué? Pensar en ello agravaba su estado. Lo desconcertaba y lo impulsaba a encerrarse más en sí mismo.

Fueran cuales fuesen las distracciones, esas veladas siempre lo sorprendían vagando. Bebía vino, se decía que trabajaría y andaba por la casa. En cuanto inició esta rutina, comprendió que no trabajar era la principal ocupación del día. Sufría mucho -extraviado entre tiernos recuerdos y muchos arrepentimientos- y sin embargo buscaba esos momentos con ansiedad, evocando esos años.

Su recuerdo del pasado era un millón de páginas leídas bajo una luz incandescente y puertas que se abrían cuando él llegaba con pesados maletines a cien tribunales diferentes. En las décadas que recordaba, siempre era de noche o la mañana del juicio y sus emociones eran una intensa mezcla de concentrada determinación y angustia contenida. Meditaba mientras estaba en casa, sus hijos hablaban sin recibir respuesta mientras él estudiaba tácticas, un recurso cauteloso para un interrogatorio, y tendía una mano tierna para callarlos mientras pensaba en otra cosa. Había llegado lejos. Estaba en la oficina, con sus puros, sus libros, su teléfono y sus clientes desde las siete de la mañana hasta las nueve o diez de la noche. Luego llegaba a una casa silenciosa. Los niños dormían. Clara esperaba leyendo un libro en el salón silencioso, y el aroma de la cena impregnaba la casa: una imagen de orden, eficacia, suficiencia.

¿Lo había convencido esa pose? ¿Durante cuántos años se había consolado con la idea de que no discutían, de que ella rara vez lo criticaba como otras esposas? A Clara le habría parecido una vulgaridad. Desde luego, él la trataba con amabilidad. Rara vez ignoraba sus deseos. Pero, por otra parte, había sabido elegir, pues ella rara vez hablaba en su propio nombre. Claro que habían tenido fricciones. ¿Quién no las tenía? El período en que los hijos se habían ido a la universidad había turbado profundamente a Clara. Cuando Kate se fue, hubo ocasiones en que Stern la encontró llorando en la oscuridad. Allí estaba, cada día, esa callada insinuación, palpitando como una magulladura: a Clara no le gustaba su vida. Él intentó calmarla y ella lo dijo abiertamente agobiada por quejas que había silenciado durante años. Pero siguieron adelante y Clara al fin recobró la compostura, la tensa sonrisa, la voluntad. Era como un pastor sueco, que sufría el tormento existencial en el silencio y la penumbra.

Stern nunca había bebido mucho y el vino lo adormilaba en esas noches de vagabundeo. De pronto despertaba en una silla, la boca reseca, las luces encendidas.

Una noche, un vívido sueño lo despertó. Se estaba bañando en Punta del Lobo, en el río Kindle. De pronto las aguas se arremolinaban y él pateaba y forcejeaba arrastrado por la blanca espuma. En la costa, entre los árboles, su madre, su padre y su hermano mayor, vestidos con gruesas y oscuras prendas de lana, miraban inmóviles como estatuas. Aunque se alejaba, alcanzó a ver a Clara y los niños a través de las ramas desnudas. Estaban en un aula. Los niños permanecían sentados ante pupitres mientras Clara impartía sus enseñanzas con el dedo alzado. Aunque él gritaba mientras agitaba las piernas en las aguas caudalosas, no repararon en Stern, que luchaba contra la corriente y se alejaba cada vez más.

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