Scott Turow - El peso de la prueba

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– Clara también deja un legado de quinientos mil dólares para la Sinagoga de la Congregación Reformista y pidió que la mitad se utilizara para respaldar el Programa de Artes.

Los hijos escucharon esto, todavía deslumbrados por el caudal de esa fuente de dinero, pero Stern -que de lo contrario habría recibido esos fondos- consideró que la donación de Clara era típica y loable. Para Stern, la idea de sí mismo como judío era un punto de referencia absoluto y fijo, el norte de su brújula personal, que le permitía medir todos los demás problemas de identidad. Clara y él compartían cierta creencia en la importancia de la educación religiosa de los hijos y la observancia de las fechas sagradas. Pero la religión de Clara era mucho más institucional. Para Clara, la sinagoga que sus abuelos maternos habían contribuido a fundar era un ancla importante, y contra toda razón sentía devoción por el rabino, un artero oportunista, y por sus muchos proyectos comunitarios. A instancias del rabino Weigel, Clara había enseñado cultura musical como voluntaria durante tres o cuatro años en el Programa de Artes, un proyecto de varias confesiones religiosas para mejorar la enseñanza de las escuelas más pobres de Du Sable. Clara admiraba la cultura y la urbanidad de los ricos, pero no sus aires de superioridad. Siempre había sido una persona escrupulosa.

– Creo que eso es todo -concluyó Cal.

Dejó el testamento y miró a los presentes como si esperara una ovación.

– El problema… -intervino Stern, aludiendo una vez más al fondo fiduciario que Clara le había dejado.

Cal parecía haberse olvidado.

– Oh -dijo Cal-. Como te decía, tan sólo una pregunta, Sandy. Nos hemos preguntado qué ocurrió con eso.

– ¿Eso?

– El dinero. Entiendes. -Cal se inclinó hacia adelante-. ¿Verdad?

– Tenía entendido, Cal, por las cifras que has citado, que había otro millón en la sucesión.

Lamentó las palabras en cuanto las pronunció, sobre todo la precisión del cálculo.

– Bien, no tanto -dijo Cal, minucioso-. Las posesiones de Clara no han sido inmunes a la crisis financiera. Pero me refiero a los ochocientos cincuenta mil dólares que desaparecieron de la cuenta de inversiones.

Por un instante nadie dijo nada.

– ¿Desaparecieron? -preguntó al fin Stern.

– Se extrajeron -apuntó Cal.

Los dos hombres se estudiaron.

– ¿Nos estás diciendo que hubo un desfalco?

– ¡Cielos, no! -Cal se volvió a Van Zandt, como buscando ayuda-. Tenemos informes detallados del banco acerca de los fondos fiduciarios y la cuenta de inversiones. Cuando oímos la noticia, lo examinamos, por supuesto, y vi que esta suma se había extraído el mes pasado. Di por sentado, Sandy… estaba seguro de que ella habría hablado contigo. -Cal hizo una pausa-. La llamé.

Stern comprendió.

– ¿Crees que Clara se gastó ese dinero?

– Claro. Pensé que habría hecho alguna inversión por su cuenta, una casa de verano…

Cal agitó la mano.

– ¿Qué pudo hacer con esos ochocientos cincuenta mil dólares? -intervino Marta-. Es extraño.

Stern estaba de acuerdo y quiso sumar su voz a la de Marta, pero el instinto lo salvó. Era un terreno resbaladizo. Él no era quién para predecir qué era posible o imposible con Clara en esos últimos días. Tal vez estaba financiando a una secta hippie. O comprando drogas.

– Cal, no entiendo cómo sucedió esto.

– Supongo que Clara fue al banco, canceló la mayor parte de sus inversiones y se llevó el dinero. Era suyo, a fin de cuentas.

– ¿Lo has confirmado con el banco?

– Sandy, primero quería hablar contigo. Por eso te llamé. -Cal se sentía muy incómodo. Los abogados testamentarios trataban con un mundo de intenciones fijas. No estaban preparados para las sorpresas. A todas luces, temía que la familia lo culpara y ya había descendido a las sudorosas honduras de la justificación profesional-. Pensé que estarías al corriente. No se me ocurrió que… -Cal se interrumpió, como si comprendiera que sólo causaba daño al enfatizar de nuevo que le asombraba que Clara hubiera actuado sin consultar al esposo. La repentina y atípica sensibilidad de Cal angustió a Stern. Se sentía aturdido. Era una reacción pueril, codiciosa como la de un niño, pero no podía evitar el pensamiento. Ella había legado algo a los hijos, había engordado al rabino y su proyecto favorito. Sólo él, en los últimos días de Clara, había quedado excluido. La vergüenza y la angustia, la misma mezcla venenosa, surgieron una vez más.

Cal seguía hablando.

– Ahora que me dices que no tienes ni idea de qué es esto, llamaré de inmediato a Jack Wagoner, del banco. Investigaremos. El tribunal de testamentarios lo requerirá.

Estas promesas no parecían consolar al propio Cal, quien estaba preocupado y cabizbajo, relamiéndose los labios. Lo contaba como si el dinero hubiera huido por su cuenta.

– ¿Cuándo se hizo esa transacción? -preguntó Marta- ¿En qué fecha del mes?

Cal se volvió hacia Van Zandt, quien tenía el dato: cinco días antes de la muerte de Clara. Van Zandt le entregó el papel a Marta, quien se lo tendió al padre. Stern lo empujó a un lado. Volvía a pensar en un desfalco, algún tipo de fraude, pero era improbable. Más aún, era absurdo.

Alzó los ojos cuando Kate rompió a llorar de nuevo. Tenía veintiséis años, pero parecía una niña con la cara hinchada por las lágrimas y el maquillaje corrido. Se apoyó en el brazo de Peter, quien había guardado silencio, aún deprimido por el recuerdo de la madre. El acongojado Stern se enfadó ante la actitud solícita de Peter. ¿Por qué las mujeres de la familia siempre acudían a él? Admitían que era huraño, pero todas parecían adorar su silenciosa hosquedad. Estaba disponible. Era de fiar, era alguien con quien se podía contar. Peter había erosionado la posición del padre de la manera más insidiosa: superándolo, siendo lo que por desgracia Stern no era. Esta repentina y penetrante visión de los extraños mecanismos de su familia no contribuyó a detener la creciente marea de dolor.

Estrechó la mano de Cal y Van Zandt. Sus hijos también se levantaron, sin saber adónde dirigirse. Stern comprendió de pronto que él era el centro de la atención. Todos lo miraban -sus hijos, los abogados- buscando señales. Qué hacer, cómo reaccionar. Pero no podía ofrecer muchos indicios. En esa elegante sala, su alma volvía a desmoronarse. Suicidio. Dinero. Enfermedad. Clara había dejado todo un caos.

Se sintió acosado por un recuerdo de su mujer tal como la había visto un día cuando iba a enseñar en el Programa de Artes. Stern y los hijos habían manifestado preocupación por su seguridad, pero dos mañanas a la semana Clara conducía su Seville hasta los barrios pobres de la ciudad. Al pasar para cambiar el coche, ya que debía llevar el de Clara al taller, Stern la había visto avanzando con seguridad hacia la puerta de la escuela: una dama madura y resuelta con aire noble, pelo rojizo, pecho generoso. No llevaba bolso. Tenía las manos en los bolsillos de la sencilla chaqueta y erguía la cabeza, ignorando algunas miradas hostiles. En esa fracción de segundo, Stern reconoció un aspecto esencial: no que ella fuera temeraria, sino que le había visto a menudo esa expresión, y que para Clara todo viaje fuera de la casa al parecer requería el mismo esfuerzo para dominar su ansiedad. Vencía a sus demonios interiores persuadiéndose de que eran ficticios. De algún modo al final habían cobrado vida, acuciándola y devorándola. Clara Stern, una mujer taciturna, elegante y digna, había caído en el lodazal del mundo, que la había devorado, como una de esas criaturas prehistóricas cuyos huesos aparecían en los pozos de alquitrán. Stern sabía que tarde o temprano él llegaría al núcleo del asunto para soportar las mismas pesadillas a las que ella se había enfrentado.

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