Scott Turow - El peso de la prueba

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Al fin llegó Cal. Estrechó la mano de todos, preciso como un relojero, y se disculpó por la espera. Cal era un sujeto poco notable: sereno, agradable, una especie de camarero. Lo más remarcable de él era un rasgo físico: detrás de la oreja izquierda, a poca distancia del pelo, había una depresión redonda y oscura que parecía adentrarse en el cráneo, como si alguien hubiera hundido el dedo en una bola de masa. La marca parecía un agujero de bala, y eso era en efecto, una herida de la guerra de Corea, una maravilla médica. La bala lo había atravesado produciendo lesiones sólo en la parte externa del cráneo. Una vez vista, no quedaba inadvertida. Stern pasaba sus reuniones con Cal esperando que él mirara hacia otro lado para poder contemplarla a sus anchas.

Cal condujo a la familia hacia una sala con frisos de madera. Stern fue el último en entrar y Cal lo detuvo en la puerta.

– Antes de empezar, Sandy, hay, como te dije por teléfono el mes pasado, un par de preguntas que deseo hacerte sobre las propiedades de Clara, ciertas peculiaridades que supongo tú conoces.

– ¿Yo?

Por años, sólo había hablado acerca de las finanzas de Clara en las escasas ocasiones en que ella sacaba el tema, y por lo general él la remitía a sus banqueros o abogados.

Los interrumpió la llegada de la socia de Cal, una joven con gafas y cabello castaño y lacio llamada Van Zandt. Marta asomó la cabeza para ver por qué se retrasaban, y a sugerencia de Stern todos entraron en la sala, donde se sentaron alrededor de la larga mesa de castaño. Pequeños grabados de plata, preciosas caricaturas de diversas escenas legales, adornaban las paredes. También estaba la habitual vista majestuosa de la ciudad: las firmas de abogados y las grandes empresas ocupaban el mejor espacio. Años antes, Harry Fage había intentado persuadir a Stern de que se instalara en esa moderna Versalles, pero Stern se había negado.

– Creo -dijo Cal- que empezaré por el principio y os contaré todo acerca de las propiedades de Clara.

Stern asintió. Marta lo imitó. Todos convinieron en que era lo más adecuado. Van Zandt entregó a Cal un documento -sin duda un memorándum que sintetizaba el testamento- y éste empezó con solemnidad. Como todos los planes de propiedad un poco complicados, el de Clara se había redactado teniendo en cuenta las leyes de impuestos. Como consecuencia de la previsión del padre de Clara, décadas atrás, y el posterior buen asesoramiento, Clara había podido disponer de una fortuna importante sin pagar un céntimo en impuestos federales a la propiedad. Cal reveló este dato con una rutilante sonrisa de triunfo.

La mayor parte de la fortuna de Clara nunca se había transferido directamente. Las herencias procedentes del padre, la madre y una tía soltera habían ido a parar a diversos fondos fiduciarios que Henry Mittler había creado en el River National Bank; estos fondos durarían durante generaciones, generando ingresos y preservando el capital, en el mejor estilo antiguo de ganar dinero. Cuando era joven, Stern creía que Henry hacía estos complicados planes porque temía que su yerno fuera un cazador de dotes. Ahora comprendía que la fe de Henry era más simple: toda confidencia, por limitada que fuera, era vulnerable al abuso. Este flagrante cinismo había hecho de Henry un abogado formidable, aunque las mismas cualidades de carácter también habían contribuido al descontento de la hija hacia su padre. Clara había librado feroces luchas internas a causa del padre, un hombre sagaz, dominante, terco. Ahora Clara yacía en el pequeño cementerio de la sinagoga, frente al gran monumento que Henry Mittler había erigido para sí mismo y la madre de Clara, Pauline, gracias al mismo testamento que había creado los fondos fiduciarios. La tierra los reclamaba a todos, con sus pasiones, mientras las cuentas bancarias sobrevivían. Stern, que sabía apreciar el dinero, no dejaba de lamentar estos tristes hechos.

– Según nuestras notas -prosiguió Cal-, cuando revisamos el plan de propiedad después de los últimos cambios en los impuestos, los fondos fiduciarios estaban valorados en poco más de siete millones de dólares. La propiedad de Clara -dijo, aludiendo a los intereses arrojados durante años por los fondos, los cuales, casi intactos, habían sido invertidos por el banco en nombre de ella- rondaba los dos millones. Desde luego, hubo cambios con la crisis del mercado de valores y otros acontecimientos financieros, pero ahora tenéis un cuadro general.

Cal se había tomado su tiempo para llegar a este punto y se notaba que disfrutaba del efecto que las cifras ejercían sobre quienes lo escuchaban. Kate abrió los ojos y Peter soltó un silbido. Era todo un logro, pensó Stern, haber conseguido que los hijos no se enteraran de ello. Él no estaba asombrado por las cifras, pues las estimaciones que hacía periódicamente sobre esos dólares que rara vez se había dignado tocar eran bastante acertadas.

El testamento de Clara era simple. Stern era el albacea. Los derechos a los intereses del fondo fiduciario pasaban a los hijos en porciones divididas a partes iguales, «cada parte similar a la otra», como dijo Cal. De la fortuna de Clara, buena parte iba a parar a los hijos y a obras de caridad, el resto quedaba en un fondo fiduciario para que Stern lo usara como considerara conveniente.

Tras leer el testamento, Cal se concentró en los detalles. Al describir las estipulaciones, usó la tercera persona -«cónyuge Alejandro», «hijos Peter, Marta y Kate»- y no se molestó en traducir muchos términos técnicos. No obstante, al fin se realizaron los inevitables cálculos y Kate rompió a llorar. Los hijos podían repartirse una renta anual de medio millón de dólares. A ello se añadía un legado en efectivo de doscientos mil dólares para cada uno, por no mencionar la perspectiva de otra sustancial cantidad cuando Stern abandonara el escenario. Stern pensó que si lograba sacar a Dixon del atolladero, éste tal vez sería un buen asesor financiero para sus sobrinos. En cuanto a sí mismo, no sentía remordimientos por aceptar el obsequio de su esposa, quizá porque su propia fortuna había crecido hasta el punto en que ya no lo necesitaba o porque, después de todo esto, creía merecerlo. Según la rápida estimación de Stern, la propiedad que se le confiaba -lo que quedaría de los valores y bonos de Clara en el banco- ascendía a un millón de dólares.

Mientras leía las estipulaciones, Cal se volvió hacia Stern.

– Clara especificó que tú fueras beneficiario de por vida, al margen de cualquier nuevo matrimonio.

– Entiendo -dijo Stern.

Cal sonrió, satisfecho ante esta exhaustiva administración del futuro, pero los hijos quedaron abrumados por la previsión de la madre. Una vibración de incomodidad recorrió la sala. Ninguno de ellos había hablado del tema con Stern. Sin duda lo habían pensado, todos habían pensado en ello. Incluso Clara. Pero resultaba desconcertante para todos -incluso para Stern- saber que Clara había resuelto formalmente todas las objeciones.

Cal continuaba, pero Stern interrumpió.

– ¿Este fondo fiduciario, Cal, es lo que te preocupaba? -Quizá Cal deseaba hablarle a solas porque había un conflicto entre el deseo de Clara de legarle sus bienes y las restricciones que Henry Mittler había impuesto décadas atrás.

– No estoy preocupado, Sandy. Tengo una pregunta.

– ¿Es sobre este fondo a mi nombre?

– Más o menos. Espera un momento.

Cal alzó la mano; era demasiado meticuloso para no respetar el orden. Estaba hablando de las donaciones caritativas de Clara y volvió sobre ese tema.

Kate no pudo contener el llanto. Van Zandt, siempre preparada, había traído una caja de pañuelos de papel y le ofreció uno a Kate mientras Cal continuaba con los detalles que tanto le gustaban.

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