Scott Turow - El peso de la prueba

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Dixon meneó la cabeza con gravedad. No, nada, no sabía nada en absoluto. Stern se apoyó el grueso dedo en los labios. Aun con esta novedad, resultaba difícil evaluar las sospechas del gobierno. Los documentos solicitados se podían relacionar con diversos planes, particularmente en las operaciones de futuros, donde se practicaba todo tipo de canalladas. Stern supuso que Klonsky y sus colegas sospechaban de alguna clase de manipulación de los mercados. Había toda suerte de maniobras complicadas. Un par de meses atrás los periódicos habían publicado la información de que un gobierno extranjero con problemas en la cosecha del azúcar había intentado bajar el precio de los futuros de este producto para que el gobierno pudiera comprar y satisfacer a menor precio los compromisos de entrega. Habían circulado autorizados rumores de que se había perfeccionado una sustancia llamada «azúcar zurda», un tipo de azúcar natural sin calorías. Durante tres días los precios cayeron, pero luego los operadores de todo el país comprendieron lo que ocurría y los precios subieron como la espuma. Dixon tal vez había hallado un modo menos evidente -aunque igualmente ilegal- de manipular la reacción de los mercados ante estas enormes transacciones que efectuaba para sus clientes. Dixon, sin embargo, insistía en que él no corría peligro.

– En la citación ni siquiera aparece mi nombre. Es buena señal, ¿verdad?

La ausencia del nombre resultaba aparentemente alentadora. Pero los agentes del FBI no habrían sido tan obvios al perseguir a Dixon la semana anterior -ni habrían salido de la ciudad con las citaciones iniciales- si no hubieran creído que él pronto entendería el sentido de esas indagaciones. Stern sospechaba que su cliente se guardaba ciertos secretos, algo que no era extraño dadas las circunstancias y muy típico de Dixon. Pero tal vez ese día no fuera el más apropiado para presionarlo.

De nuevo en pie, Stern se tomó un momento, como hacía a menudo, para mirar desde su ventana de Morgan Towers, el edificio más alto de la ciudad, hacia el río Kindle, cuyas rápidas aguas rodaban por varios afluentes hasta el Mississippi. El mercader francés Jean Baptiste du Sable, que había descansado allí en su camino desde Nueva Orleans hasta lo que después fue Chicago, había llamado La Chandelle, «la candela», al plateado y rutilante Kindle. El puesto comercial de Du Sable, que llevaba su nombre, era ahora la parte más grande de un consolidado municipio de tres ciudades con casi un millón de habitantes. Al sur, donde el río se bifurcaba y volvía a unirse, había otras dos ciudades, Moreland, con colonos británicos que habían anglificado el nombre del río, y Kewahnee, ex campamento indio, que en sus orígenes había sido varios puertos de barcazas y se había fusionado con Du Sable a mediados de los años treinta. En esta época de extensión urbana, toda la zona, incluido el municipio, se aludía habitualmente por el nombre del condado, Kindle, una megalópolis que combinaba zonas urbanas con barrios residenciales, prosperidad y miseria, y albergaba casi tres millones de personas. Los habitantes ansiaban que la ciudad se conociera por el nombre del condado, y esa ansia no se había aplacado cuando en los años sesenta se descubrió que Du Sable, tradicionalmente considerado el primer hombre blanco de la región, había sido negro.

Dixon estaba hablando. Quería saber si estaban obligados a presentar todos los documentos que requería el gobierno. La mayoría de las transacciones, dado el volumen, se habían efectuado en Chicago, y la búsqueda de los documentos llevaría varios días a Margy Allison, vicepresidenta ejecutiva de Dixon a cargo de la oficina de Chicago, a doscientos kilómetros.

– No veo otra salida -dijo Stern-. Presentaré una queja ante la fiscalía por los costes. Diré que están paralizando tus operaciones. Necesito tiempo para examinar los documentos, para ver si adivino cuáles son las sospechas del gobierno. Entretanto deberíamos examinar los documentos para ver si ofrecen nuevas pistas de las intenciones del gobierno. Pero al final tendremos que entregarlos. No podemos refutar la citación por demasiado general. Es muy precisa.

– ¿Qué sucede con la quinta enmienda?

Así era Dixon, sereno cuando otros ejecutivos hubieran tartamudeado. Stern explicó que la citación buscaba documentos que pertenecían legalmente a la empresa, no a Dixon mismo. La empresa no era un individuo y carecía de los derechos amparados por la quinta enmienda. Dixon podía negarse a dar testimonio sobre los documentos, pero tenía que entregar los papeles.

Claudia llamó. Tenía a Klonsky en la línea. Dixon mascó el puro y reflexionó sobre la misteriosa lógica de la ley.

– Klonsky -dijo Stern.

– Stern -respondió ella.

Una voz clara y firme. Stern nunca le había hablado personalmente, pero la había visto en el tribunal cuando se acercaba al estrado para prestar declaración. Era una mujer de unos cuarenta años, robusta, de hombros anchos, cabello oscuro y manos fuertes. En el tribunal actuaba como muchas ayudantes, ansiosas de demostrar que eran tan duras como los hombres, a menudo resultaban personajes obsesivos y secos, ciudadanos del siglo pasado que veían la brusquedad como un rasgo necesario del estilo femenino. Era ante todo una pose pero, dadas las circunstancias, Stern veía pocas razones para ser discreto.

– Dos de sus hampones llegaron a mi casa hace unos días con una citación para mi cliente, Dixon Hartnell.

Hubo un instante de silencio. «Hampones.» El mismo Stern se sorprendía de su tono agresivo. Por lo general se enorgullecía de su moderación. Dixon sonreía. Rara vez había visto a Stern tan enfadado.

– Tal vez quiere que le explique las circunstancias -dijo Stern.

– Comprendo las circunstancias -replicó Klonsky.

Ya estaba erizada.

Sin duda todos comprendían las circunstancias, pensó Stern. Él tenía muchos amigos en la fiscalía, tanto en la del condado como en la federal, pero también eran adversarios… y humanos. Era un chisme delicioso: «¿Ya sabes lo que pasó con la mujer de Stern?». Al pensar en ello, el mundo se transformó de nuevo en un abismo y sintió un aguijonazo de dolor. ¿Cómo era posible? Era tan irracional. Cerró los ojos inflamados y percibió que Dixon se movía. Era lamentable que su vergüenza, más que otro sentimiento, causara estos momentos y que el mismo orgullo le ayudara a superarlos. Un impulso combativo le permitía continuar con dignidad. ¿Dónde diablos estaba su puro? Cuando habló, no le temblaba la voz.

– En ese caso, su conducta me parece deplorable. Tal vez deba hablar con el señor Sennett.

Stan Sennett había sido fiscal federal durante un par de años. Era el más despiadado y seco, y por supuesto no era aliado de Stern. Sennett no se dejaría presionar (a fin de cuentas los agentes estaban cumpliendo con su trabajo), pero Klonsky no podía responder eso.

– Mire, Stern, fue un error. Pediría disculpas si usted me diera la oportunidad. Hace días que llamo.

Stern decidió no responder a ese reproche. Ella estaba en el cargo sólo desde hacía un año, tras ocupar una escribanía en el tribunal de apelaciones y después de una distinguida carrera en la escuela de leyes; esa inexperiencia tal vez le diera una ventaja. Había adquirido la reputación de ser brillante pero parsimoniosa, incluso débil y vulnerable. No deseaba tranquilizar a Klonsky.

– Dígame, Klonsky -dijo Stern, cambiando de tema-, ¿a qué viene esta investigación?

– Preferiría no revelarlo ahora.

– ¿Hay otras agencias involucradas, además del FBI?

Stern quería saber si estaba metido el Servicio Fiscal Interno, pues siempre traía problemas, y si estaban implicados los reguladores federales, la CFTC, para tener idea del origen de los cargos.

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