Scott Turow - El peso de la prueba

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Regresó al dormitorio con la bebida. Con el alcohol, las sensaciones se volvieron más fuertes y localizadas. Sus genitales parecían cantar. Con cierta timidez, evocó la grabación de vídeo. Una imagen lo fascinaba, un alineamiento lateral en el objetivo de la cámara mientras observaba la cabeza de la mujer que chupaba a Nate y captaba el resplandor del pelo, el reluciente puente de la nariz y el miembro pálido y húmedo que crecía entre sus labios con cada movimiento. Ligeramente ebrio, no pudo resistir su propia excitación. Su órgano palpitó, alzando la ropa de cama. Tres semanas atrás habría pensado que nunca más respondería a tales estímulos.

De pronto se preguntó qué habría ocurrido allí. Si la furia y la desesperación hubieran impulsado a Fiona, ¿la habría detenido? «Oh, qué te importa.» Aún no captaba el sentido de la frase de Fiona, pero lo había estremecido, como si fuera un tentador mensaje de libertinaje. ¿Qué le importaba?

– Absurdo -masculló en voz alta, y trató de dormir, enfadado por permitirse esas fantasías con Fiona. ¡Fiona! Era una de esas criaturas que nunca le habían resultado atractivas. Pero ahora, mientras vacilaba en las fronteras del sueño, se le confundía con la joven con quien Nate la había traicionado. Clara había engordado quince kilos desde el nacimiento de Peter y Stern no recordaba que eso le molestara. Pero ahora evocaba el cuerpo delgado de esa mujer mucho más joven, que se mezclaba con Fiona en el sueño. A las cinco se durmió profundamente y luego despertó de repente. Había tenido un sueño crudo y directo en el cual reemplazaba a Nate; tenía el pene erecto, ardiendo de necesidad sexual y urinaria. ¿Qué débil gesto, se preguntó con repentina languidez, se habría requerido para acelerar su reacción? Imaginó que tocaba una flauta.

Antes de las seis fue a la oficina. El cielo se teñía de gris y rosa, como una pradera. La noche de insomnio lo sacaba de quicio, no lograba concentrarse y las sensaciones de sus brumosos sueños persistían. Detrás del escritorio permaneció excitado, con un cosquilleo en las yemas de los dedos, el vello de los nudillos. Y oía, remota pero insistente, esa voz insinuante:

«Oh, qué te importa.» 6

Tres años atrás Stern había representado al representante de la Oficina Fiscal de Kindley, acusado de asesinar a una compañera, en la fiscalía del condado. Había sido el juicio de la década en el municipio, ya que reveló crudas pasiones e intrigas políticas, y en poco tiempo Stern había llamado la atención sobre sí mismo en todo el país. Su importante clientela creció después significativamente. Antes había tenido un socio, pero ahora empleaba a tres abogados más jóvenes y todos ellos insistían últimamente en que se necesitaba por lo menos uno más. Uno de los abogados que trabajaba para Stern, Alec Vestos, se encargaba exclusivamente de asuntos civiles y en general actuaba por su cuenta; Stern, aun después de tres décadas, no dominaba del todo los interminables trámites de los procedimientos civiles: declaraciones, interrogatorios, requerimientos. Los otros dos -Raphael Moya y Sondra Duhaney- habían sido abogados de oficio y acudieron a Stern en la misma época, dos años atrás. Seguían casos penales en el tribunal del condado, mientras que Stern era el principal responsable de los casos penales federales.

Alec, Raphael y Sondra eran capaces de afrontar la mayoría de los problemas sin ayuda y pilotaban la nave desde la muerte de Clara. Stern había reducido mucho sus horas de trabajo. Después de sus noches de desolación, por la mañana se sentía acuciado por imágenes de sus sueños, a menudo demasiado hirientes para recordarlas del todo. Se quedaba en la cama con la sensación de estar cubierto por una pátina, viéndose de manera abstracta y distante, como una figura en el aire, como una de esas almas errantes que atravesaban el fondo de un Chagall o un astronauta apenas sujeto a la cápsula, alguien que no estaba en ninguna parte, en ningún campo de gravedad, y que en cualquier momento podía perderse en el ilimitado universo. Cuando lograba levantarse, se sentía agotado en cuanto atravesaba la puerta de la oficina.

Los hábitos de una vida le imposibilitaban enfrentarse a los problemas legales con indiferencia; la ley siempre lo cautivaría, tal como algunos niños siempre se sienten fascinados por determinados juguetes. Aún se sabía en plena posesión de su genio, pero no brindaba toda su dedicación. Los problemas y necesidades de sus clientes superaban sus actuales recursos. Stern conservó en sus manos una cantidad limitada de asuntos y delegó el resto a los abogados más jóvenes. Cada día recibía informes de sus colegas, se reunía con algunos clientes, examinaba apelaciones, llamaba por teléfono y acudía al tribunal y pasaba el resto del día divagando. Decía que pensaba en Clara, pero no era del todo cierto. Meditaba sobre cualquier cosa: anuncios de televisión, pintadas en un callejón, los niños y sus desdichas, los comestibles que necesitaba, las facturas, las actividades de jardinería, las cuatro o cinco ocasiones en que había prometido regresar con Clara al Japón y no había efectuado el viaje, ni siquiera los preparativos. La semana anterior se había pasado el día leyendo folletos sobre un nuevo sistema de procesamiento de textos.

Había dado el trabajo por terminado y se preparaba para su noche de vagabundeo por la casa cuando Alec apareció con un fax que había llegado hacía un instante a la sala de correos. Eran cerca de las siete y reinaba el silencio en la oficina. Sólo quedaban los abogados, quienes estudiaban documentos ahora que habían dejado de sonar los teléfonos. El mensaje que había recibido Stern -una portadilla y una carta- identificaba a Dixon como remitente desde su magnífica casa de piedra del condado de Greenwood, donde tenía el despacho repleto de aparatos: fax, ordenadores, indicadores automáticos, módems. Dixon era un ejecutivo moderno que se mantenía al día. Luego sonó el teléfono, el número privado de Stern.

– ¿Lo recibiste? -preguntó Dixon.

– Lo estoy estudiando.

El caso de Dixon era uno de los pocos a los que Stern prestaba atención permanente. Había rastreado a los tres clientes de Dixon mencionados en la citación del gobierno y con quienes no había tenido contacto previo. Todos ellos disponían ya de abogados, los cuales confirmaron que habían estado en contacto con el FBI, pero sólo uno estaba dispuesto a brindar a Stern copias de los documentos que había pedido el gran jurado. Esa semana, Al Greco, de la oficina de Dixon en Du Sable, había llamado con el nombre de dos grandes clientes locales que habían recibido citaciones para requerir la misma clase de documentos. El interés específico del gobierno ya no resultaba evidente.

Sin embargo, el fax enviado por Dixon ofrecía alguna aclaración. Era de su banquero personal del First Kindle, quien anunciaba que más de un mes atrás el banco había recibido otra citación del gran jurado. Según la carta, los agentes habían visitado el banco y habían examinado las anotaciones de la cuenta corriente de Dixon. Luego, según la orden de la citación, habían exigido copia de todos los depósitos que había hecho Dixon y los cheques que había extendido el año anterior en sus tres cuentas personales del banco. Fue una tarea exhaustiva que exigió el trabajo de varios empleados buscando a través de rollos de microfilm, pero el banco, al fin, tenía previsto entregar esos datos la semana siguiente. El FBI, como de costumbre, había pedido discreción, pero el banquero, tras consultar con sus abogados, había resuelto avisar a Dixon por si deseaba presentar alguna objeción. La carta describía este gesto como un acto de heroica desobediencia a favor de un valioso cliente, pero en realidad era rutinario.

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