– ¿Qué significa? -preguntó Dixon.
Muchas cosas, según sabía Stern. En primer lugar, que Dixon era el blanco de la investigación gubernamental y que de algún modo habían averiguado con qué banco trabajaba. A estas alturas, meses atrás, Stern habría encendido un puro, un modo de darse tiempo para pensar. Sus dedos aún buscaban el elegante cenicero de cristal del escritorio, como si sus nervios tuvieran un instinto propio. Según sus cálculos, hacía veintinueve días que se había fumado el último cigarro, el día en que había viajado a Chicago. Sabía que ésta era una sombría idea sudamericana, la idea de una penitencia, un apolillado bagaje católico que aún arrastraba desde la adolescencia, y para colmo siendo judío. Era típico de los modos imprevisibles en que la Argentina lo rondaba a veces.
– Significa -dijo Stern- que el gobierno está buscando dinero. El gobierno cree, Dixon, que de algún modo tú has sacado provecho ilegal de estas enormes transacciones que tienes a cargo.
Dixon guardó silencio.
– Pamplinas -replicó al fin- ¿Qué suponen? ¿Que robé todo ese dinero y lo transferí a mi cuenta corriente para que todos se dieran cuenta? ¿Tan estúpido me suponen?
Stern no respondió. Dixon era convincente en su indignación, pero la serie de acontecimientos descrita por el banquero -el hecho de que los agentes hubieran examinado primero las declaraciones- indicaba que ellos creían seguir la pista correcta. Dixon había admitido la última vez que las órdenes que el gobierno investigaba tenían suficiente volumen como para alterar los precios de los mercados. Tal vez determinados operadores habían pagado a Dixon para que les informara sobre los planes de sus clientes. Eso encajaría. El fiscal querría examinar los cheques personales que Dixon hubiera recibido de otros miembros de los centros bursátiles.
– Además, si están buscando dinero que yo deposito, ¿para qué diablos necesitan mis cheques cancelados? -preguntó Dixon.
– Generalmente buscan tus cheques no por lo que hay en el frente sino en el dorso. -Dixon no pareció comprender-. Examinando las imposiciones, Dixon, ellos pueden identificar otras cuentas, otras instituciones financieras con las cuales hayas tenido trato. Si no encuentran lo que buscan en esta cuenta, indagarán las otras.
– Sensacional -masculló Dixon, y de nuevo guardó silencio. Stern garrapateó el borrador de una carta dirigida al banco, pidiendo copias de la citación y los documentos que entregarían al gobierno. Como bien sabían los abogados del banco, no había fundamento para que la entidad no accediera a esta solicitud-. Esa tía es realmente cargante. -Al parecer Dixon hablaba de Klonsky-. Lo quiere todo. Margy me dijo que los documentos que solicitaron ya ocupan media habitación. -Algunas cajas, le había dicho Margy a Stern, pero él vería por sí mismo. Iría a Chicago la semana entrante para revisar los documentos antes de entregarlos al gobierno-. Sabes cómo la llaman, ¿verdad? -preguntó Dixon-. ¿Klonstadt? ¿Has oído esto? La Sin-Tetas.
Dixon rió. Los viernes por la noche en Gil's, entre cuyas paredes de postiza elegancia los abogados federales se reunían para intercambiar información sobre los juicios del momento y los problemas profesionales, Stern había oído el apodo y nunca le había gustado ese humor patibulario.
Dixon estaba profundamente contrariado. Ofendido. Exasperado. La habilidad de Klonsky superaba sus expectativas. Pero en su malhumorado énfasis en la presunta gracia de ese apodo vulgar, Stern detectó por primera vez un tono familiar. Stern lo había oído durante décadas: el gimoteo del hombre acorralado. Miedo. Susto. Como quisiera llamarlo. Era el sonido de una incipiente corrosión interna de murallas que se derrumbaban. Ese tono en la voz de Dixon comunicó a Stern mismo algo muy cercano al miedo. Era evidente, a partir de su conocimiento del apodo de la fiscal, que Dixon no había seguido el consejo de no hablar con nadie acerca de la investigación. En la sauna del club, en algún rincón del vestuario donde solía hablar de los precios del grano o las muchachas con quienes le gustaría follar, Dixon había contado sus problemas a alguien, tal vez un abogado, dada la información que había obtenido. Sólo cabía esperar que fuera una persona discreta.
– ¿Sabes cuál es la última? -continuó Dixon-. Se supone que no sé nada de esto, pero dos agentes del FBI estuvieron toda la semana en Datatech buscando registros de una cuenta de MD. Me he enterado hoy.
Stern emitió un sonido gutural. No era extraño que Dixon se sintiera acorralado. Datatech era la firma que se encargaba del procesamiento de datos de Dixon y preparaba las tabulaciones por ordenador de todas las cuentas de MD.
– ¿Qué cuenta, Dixon?
– La cuenta de errores de la compañía.
– ¿Qué es eso, por favor?
– Lo que oyes. La cuenta donde despejamos errores. El cliente quiere comprar guisantes y en cambio le compramos maíz. Cuando nos damos cuenta de lo que hemos hecho, le compramos guisantes y trasladamos el maíz a la cuenta de errores, así que nosotros nos quedamos con el maíz, no el cliente.
– ¿Y el gobierno quiere los registros de esa cuenta?
– Más que eso. Esos payasos pidieron a Datatech que preparara una revisión especial por ordenador. Quieren sólo los errores cometidos en transacciones de la Bolsa de Productos de Kindle.
– ¿Kindle? -preguntó Stern.
– Correcto. -Dixon esperó-. No tiene sentido, ¿verdad?
– No -respondió Stern. Las transacciones sobre las que venía pidiendo información el gobierno se habían efectuado en la Bolsa de Chicago. Los errores que ahora deseaba examinar surgían, según los informes de que disponía Dixon, de operaciones realizadas en la bolsa local más pequeña. Era como investigar transacciones de la Bolsa de Nueva York solicitando documentos de la Bolsa de San Francisco. Desconcertante. Pero la inquietud de Dixon sugería a Stern que el gobierno seguía el camino correcto-. ¿Quién te ha contado todo esto, Dixon? ¿Lo del FBI y Datatech?
– Me lo han dicho confidencialmente. En Datatech se cagaron encima cuando vieron la citación. Pago a esos cretinos trescientos mil dólares al año y ahora prometen que no me dirán nada.
– De acuerdo. ¿Pero tienes razones para creer en la exactitud de esa información?
– Una joven. La conozco hace tiempo. No me vendría con tonterías. Le prometí que no se sabría que fue ella. No quiero que la Sin-Tetas se entere.
– Desde luego -lo tranquilizó Stern.
Para Dixon, como para otros operadores financieros, la palabra empeñada era sagrada. Se podía asestar una puñalada por la espalda sin remordimientos, pero un trato hecho de frente no se rompía.
– ¿Durante cuánto tiempo seguirá con esto? -preguntó Dixon-. Me refiero a Kronstadt, o como se llame.
– Klonsky. Es imposible saberlo.
– ¿Meses?
– Años, teóricamente.
– Por Dios. ¿Pueden seguir enviando una citación tras otra? ¿Incluso a mí?
– Si existe un propósito de investigación legítimo, sí. -A través de la línea, Stern oyó el chasquido metálico del encendedor de Dixon-. ¿Hay algo en concreto que te preocupa, Dixon?
– Nada -suspiró Dixon- ¿Pueden conseguir algo con una citación?
– No te entiendo, Dixon.
– Supongamos que tengo material personal. ¿Pueden solicitarlo?
Stern esperó. ¿Qué estaba diciendo Dixon?
– ¿Dónde se encuentra ese material privado, Dixon?
Stern oyó cómo su cuñado chupaba el cigarrillo, evaluando cuánto debía revelarle.
– Mi oficina. Ya sabes, hay una pequeña caja fuerte. En el fondo de mi armario.
– ¿Y qué hay allí?
Dixon emitió un sonido equívoco.
– En general -dijo Stern.
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