Carlos Sisi - Los Caminantes

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Los Caminantes es un desgarrador relato que recoge los últimos días de la civilización tal y como la conocemos. Tras sobrevivir a la sobrecogedora pandemia que hace que los muertos vuelvan a la vida, los supervivientes se enfrentan al reto de llegar al final de cada día. La novela narra con un lenguaje visual y directo como los destinos de estos supervivientes se entretejen en torno a un misterioso personaje: El Padre Isidro.
Los Caminantes nos sumerge en un entorno de indecible presión psicológica, explorando la oscuridad del alma humana a medida que se enfrenta a sus peores pesadillas.

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Y entonces, como activados por un resorte, los demás comenzaron a reaccionar y a interaccionar atropelladamente.

– Joder… joder… joder… -repetía otro hombre.

– …sí, mi compañero herido… No, no, se ha acabado… en la playa de La Cala, a la entrada, una ambulancia… -barbullaba el policía por su radio.

– …joder… joder…

– Está muerto.

– …por Dios que alguien llame…

– ¡Joder, está muerto!

– ¡…coño!

En medio de la algarabía, Julio supo que el policía en el suelo había muerto. Su sangre había oscurecido una enorme cantidad de arena debajo de su cuerpo inmóvil.

– Dios… -dijo de pronto Alberto, uno de sus compañeros-. Qué pasada…

– La… hos… tia… -musitó otro, asegurándose de marcar muy bien cada sílaba.

– El hijo de puta… -dijo Alberto-. ¡Qué fuerte!

– …la boca, los dientes… -susurraba Flavio mientras frotaba su incipiente perilla con desconcertante tenacidad.

Julio, sin embargo, aún no se había atrevido a unirse a sus colegas, cuyos aspavientos eran cada vez más pronunciados, haciendo algún comentario. Algo le preocupaba sobremanera. Algo, en toda la escena, estaba completamente mal. Algo chillaba a pleno pulmón denunciando que algo no estaba funcionando como debiera, y la sensación era tan fuerte que Julio sintió un pitido agudo en los oídos.

– Pero estaba ahogado… -dijo de pronto Flavio.

– Qué coño va a estar ahogado, tío, pero tú has visto al hijo de puta… ése era un traficante y en cuanto lo han pillao se ha puesto como loco… -dijo Alberto.

– Sí, sí… listo, que ere mu listo. Ése estaba más muerto que mi abuela, te lo juro…

– Sí, anda, gilipolla, no veas qué muerto estaba; tú lo flipas… ¿no has visto lo que ha hecho con el policía o qué? -protestó Alberto, en tono visiblemente enfadado.

– Pues estaba muerto, más blanco que una paré… -Flavio miraba al suelo, intentando encontrar algo de coherencia a sus propias palabras.

Por fin, Julio habló con voz clara:

– Estaba muerto antes, pero luego ya no lo estaba.

Hubo unos momentos de silencio. En sus cabezas, manejaban las palabras de Julio como se paladea un pimiento rojo chileno: con miedo a morder, a asimilar la noticia en todas sus significaciones por lo que su mensaje implícito supondría. Las miradas se concentraban ahora, ensimismadas, en la escena que ocurría abajo en la playa. Allí, la mayoría de los hombres hablaban atropelladamente entre sí. Algunos se inclinaban con fascinación sobre el cadáver del falso ahogado, y una mujer de larga cabellera pelirroja señalaba con rápidos ademanes la herida en la cabeza. El policía seguía hablando por radio con gesto afectado.

– Esto es la polla -dijo Flavio.

En ese momento llegó otro coche patrulla. Los dos policías se apearon del vehículo y bajaron con agilidad las rocas que les separaban de la playa. Había muchos aspavientos y manos que señalaban, intentando explicar lo que había pasado, y mientras tanto, a medida que la noticia se propagaba, llegaban más y más curiosos de La Cala y La Araña, dos pequeños pueblos cercanos. Después de unos instantes, el coche patrulla recién llegado se marchó con la sirena puesta.

– Mira a ése -dijo Alberto, señalando al policía-. No para de hablar por radio.

Julio se fijó. Lo cierto era que el hombre no se había separado de su aparato. Escuchaba durante un buen rato mientras iba de un lado a otro, dando rápidos giros.

– ¡¿Y la ambulancia?! -le preguntaban algunas voces. Pero el policía les pedía calma con gestos de la mano.

La ambulancia, sin embargo, nunca llegó.

Treinta y dos minutos más tarde, la cantidad de gente arremolinada en torno a la escena era apabullante. Julio, Alberto y Flavio habían conseguido permanecer en primera línea, siguiendo con mórbida fascinación el desarrollo de los acontecimientos. A su alrededor, la gente compartía todo tipo de historias. Un tipo enjuto y de pelo gris, otrora conductor de tráilers y que vivía en las antiguas casitas de pescadores de La Cala -desde antes de que el boom turístico cambiara el pueblo para siempre- aseguraba que su cuñado, pescador de toda la vida, había visto una vez varias formas humanoides buceando a toda velocidad por debajo de su barca, una buena noche de junio, un día después de Luna llena. Para él, estaba claro que en las fosas abisales de La Cala había una población de seres blancos, sin sangre y sin pulso, y capaces de una violencia sin parangón. Dos señoras rollizas que parloteaban a su lado simplemente se escandalizaban de que, en medio de semejante situación, hubiera alguien capaz de dejarse llevar por tamaño disparate.

Pero el hecho inequívoco y fascinante de que un ahogado, ya blanco e hinchado por acción del agua salina, oficialmente dictaminado difunto y dejado debajo de una lona de plástico, se había incorporado y devorado parcialmente a un policía estaba en boca de todos.

Aproximadamente una hora después de que el agente de policía hubiera muerto, una oleada de gritos germinó en algún punto indeterminado de la playa y se extendió implacable, como un hediondo pedo furtivo, entre toda la gente presente. El motivo era la vieja lona de plástico que ahora cubría los dos cuerpos: el del policía sin rostro y el del falso ahogado. Se movía. Otra vez.

III

En el depósito de cadáveres del Hospital Carlos Haya, de Málaga, el principal responsable de la cámara mortuoria, Antonio Rodríguez, podía contabilizar los costos de la inmigración indocumentada de modo distinto al de otros funcionarios. En aquellos momentos se enfrentaba a una severa sobrecarga debido a un pecio encontrado que se había convertido en el último lugar de descanso de seis docenas de inmigrantes.

Rodríguez abrió la puerta de la gran sala frigorífica donde se guardaban los cadáveres. Resultaba imposible abrirse paso por ella, de tantos cuerpos como yacían en el suelo, amortajados con las sábanas sanitarias en las que los envolvieron o vestidos todavía con las ropas con las que fallecieron. Alrededor de las paredes se amontonaban los cadáveres, dos en cada nicho. En una segunda cámara frigorífica los nichos eran más estrechos, por lo que el señor Rodríguez no tenía más que una espeluznante alternativa: o la de apilar los cuerpos unos encima de otros, con lo que las caras se quedaban aplastadas, o dejar los cuerpos fuera, en el vestíbulo, donde la refrigeración era inexistente. El señor Rodríguez se resistía a que los cuerpos se deformasen, y ésa era la razón por la que un par de cadáveres habían sido dejados fuera, en camillas, detrás de una cortina. El olor a descomposición no era muy fuerte, pero sí nítido.

– ¿Es todo? -preguntó a uno de los ayudantes.

– Sí, ése era el último… -contestó con tono visiblemente afectado. Estaba revisando una lista y escribiendo algunos datos en ella-. Mañana habrá que embalsamar a los que van a irse, creo que estarán más de setenta y dos horas en tránsito.

Rodríguez se tomó un momento para echar un vistazo a los cadáveres que habían dispuesto. Sabía que era una solución temporal hasta el día siguiente, pero se sentía muy mal por no haber podido dar un buen aposento a los cuerpos.

– Deberíamos filtrar esto a la prensa, a ver si amplían de una puta vez -comentó con aire distraído. Sus ojos estaban fijos en una marca de nacimiento en uno de los pies descalzos, en forma de corazón-. Enviarles una puta foto de esta mierda, sabes lo que te digo…

– Si vas a hacerlo, yo mismo te regalo mi cámara digital -contestó el ayudante sin apartar los ojos de su lista.

– Es que esto no es normal, hombre.

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