Carlos Sisi - Los Caminantes

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Los Caminantes es un desgarrador relato que recoge los últimos días de la civilización tal y como la conocemos. Tras sobrevivir a la sobrecogedora pandemia que hace que los muertos vuelvan a la vida, los supervivientes se enfrentan al reto de llegar al final de cada día. La novela narra con un lenguaje visual y directo como los destinos de estos supervivientes se entretejen en torno a un misterioso personaje: El Padre Isidro.
Los Caminantes nos sumerge en un entorno de indecible presión psicológica, explorando la oscuridad del alma humana a medida que se enfrenta a sus peores pesadillas.

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Una vez que hubo averiguado todo eso, habló con el Cojo.

– Tenías tú razón… tienes un hermano -le soltó una noche durante la cena.

El Cojo levantó rápidamente la cabeza y estudió el rostro de su amigo. Sujetaba la cuchara con la que daba buena cuenta de un plato de sopa de ajo.

– ¿Has estado… investigando? Moses asintió.

– ¿Lo has visto?

– No. Se lo llevaron a Argentina, antes de que tú nacieras.

– ¿Cómo se llama?

– Se llama… Alejandro. Aunque quizá sus nuevos padres le cambiaron el nombre. Tu madre nunca le puso el apellido de su padre biológico. Ella era menor de edad por entonces, y tenía problemas con las drogas, problemas económicos… no creo que supiera tampoco quién era el padre, así que como tú, se apellidaba Vaello.

El Cojo removió, pensativo, los tropezones de pan de su plato de sopa.

– Argentina…

– Estuve buscando por Internet, pero no encontré nada. Vaello es un apellido común. No… no he podido encontrar nada más -musitó. Se había esforzado mucho, había indagado, preguntado a muchísima gente, telefoneado, rebuscado en los registros oficiales de la provincia, pero ahora sentía que tenía, en realidad, muy poco que ofrecer a su amigo en conclusión. Experimentaba una sensación de frustración tan física que notaba cómo le hormigueaban las manos. Por fin, sintiendo que debía añadir algo más, terminó con unas palabras de disculpa.

– Es curioso… -dijo el Cojo después de un rato, ahora sin levantar la vista, mientras sorbía lentamente su sopa.

– ¿El qué?

– Tú buscabas a mi hermano, pero en todo este tiempo, yo lo he encontrado.

– ¿Qué? -preguntó Moses, sin comprender realmente.

– Me ayudaste en la cárcel y me ayudaste fuera de la cárcel. Me ayudaste a conseguir un empleo. Me diste una nueva vida. Te pasaste meses sin querer apartarte de mí las noches de los fines de semana, para que no sintiera la tentación de volver a la calle de nuevo, ¿crees que no me daba cuenta? Y ahora descubro que te has tirado no sé cuánto tiempo intentando encontrar un hermano para mí…

Moses, callado, escuchaba envuelto en una miríada de sensaciones.

– ¿Sabes lo que te digo…? Que quién le necesita. Tú eres mi hermano ahora, tío. Mi familia.

Hubo un pequeño silencio mientras Moses asimilaba todo lo que su amigo le había dicho. El Cojo, por su parte, se concentraba en dar buena cuenta de la sopa, con la cabeza prácticamente metida en el plato.

– Bueno, bueno… -dijo Moses al fin-, no nos chupemos las pollas.

Rieron de buena gana durante un buen rato, y después rieron otra vez. Sentados en la pequeña cocina, vagamente iluminada por un destartalado y amarillento neón en el techo, ambos experimentaron una alegría interior que era del todo desconocida para ambos: era el calor invisible y embriagador de la familia.

El día en el que el Infierno cerró sus puertas y dejó de aceptar más huéspedes, Moses andaba trapicheando en el rastro. Conseguía y vendía cosas, la mayor parte de las veces cosas que la gente ya no quería: cachivaches y pequeños electrodomésticos cogidos de la basura que luego arreglaba, pero también revistas, objetos de decoración, muebles y, a decir verdad, cualquier cosa susceptible de ser encontrada y que pudiese despertar el interés adquisitivo de alguien. Tenía un apaño bastante bueno con el chaval de la camioneta de los Servicios Operativos del Ayuntamiento de Mijas, y cuando había cosas interesantes para recoger, le llamaba. Era inaudito lo que la gente tiraba a la calle en urbanizaciones de alto standing como las de Calahonda, Elviria o Cabopino. Desde ordenadores y periféricos informáticos en buen estado hasta frigoríficos en perfectas condiciones pasando por mobiliarios de alta gama completos.

– Por lo que unos tiran otros suspiran -decía Moses cuando las piezas eran buenas.

Aquel soleado domingo de septiembre las cosas habían ido complicándose desde primera hora. Los coches de la policía local, la municipal y la benemérita pasaban de un lado a otro continuamente con las sirenas puestas, y hacía rato que las dos parejas encargadas de velar por la seguridad habían sido convocadas en alguna otra parte. También pasaron ambulancias y un coche de bomberos.

– ¿Qué pasa hoy? -preguntó el africano que atendía el puesto continuo al de Moses.

– Ni idea… -contestó éste con los ojos entornados, como hacía siempre que pensaba en algo.

– ¿Todo el mundo loco hoy, amigo?

– El mundo está loco siempre…

Moses siguió colocando las cajas con la mercancía.

– Esta mañana yo escuchado un problema, ¿tú sabe? -continuó diciendo el africano.

– ¿Qué problema? -Moses seguía colocando las cajas, sin mirarle.

– En Madrid, en Madrid un poblema gande. Un persona, mucha persona hase una ataque a… edifisio que muere persona, ¿tú sabe?

– ¿Hospital?, ¿un hospital?

– Nono… no hospital, si tú muere, tú va de hospital a ese sitio…

– Un… ¿tanatorio?, ¿un depósito de cadáveres?

– ¡Sí, amigo!, un depósito cadávere… esse sitio. Lo atacaron… lo atacaron de vera… yo vi en la tele hoy tempano, sí… ¡Un cosa increíble!

– Tenía la mirada ausente, como recordando las imágenes que había visto en la televisión. Por fin, sacudió la cabeza y dijo unas palabras en portugués, como para sí-: A ruina de uma nação…

Moses pensó brevemente en lo que el africano acababa de decirle.

– ¿Y para qué coño querría alguien atacar un depósito de cadáveres?

– Yo no sabe, ¿sí?, pero muy muuuy muy violento, amigo, muy fuerza que atacaba a la pulisía , a todo a todo… y entonse se corta, ¿sí?, la tele es cortado de pronto… y luego sale una mujer que habla en outro lado y ya no se ve como atacaron, y esto muy raro, yo pienso, que muy raro porque siempe siempe televisión pone toda imágenes más violento, y más fuerte, ¿sí? ¿Y este ahora que hoy no pulisía aquí? ¿Hoy? ¿Ahora? Este muy raro, muy raro…

Moses sintió un deje de inquietud. Miró alrededor. A decir verdad, ¿no había poca gente? Estudió los rostros de las personas que andaban de puesto en puesto, cogiendo alguna cosa, mirándola con cierto interés, y volviéndola a dejar. Había una pareja de adolescentes que bromeaban con una especie de corazón de peluche de color rojo brillante. El sol se filtraba por entre las ramas de los árboles y arrancaba preciosos destellos en el cabello de ella. Sonreían, y sus ojos brillaban con la ilusión del primer amor. Esa imagen le convenció de que no pasaba nada, de que era domingo, de que el día era precioso y largo aún, de que la vida era maravillosa, y de que todo andaba por fin bien.

Unas horas más tarde, Moses volvía a casa en la vieja furgoneta Renault. Las ventas habían ido regular, peor de lo esperado, pero sería suficiente para pasar la semana. Además podría pasarse por los recreativos a ver si Paco, el encargado, querría pagarle una tarde o dos; todo dependería de la cartelera de cine. Con eso debería alcanzarle para llegar al próximo domingo.

Aparcó y subió al pequeño ático donde vivía con el Cojo. Encontró a éste enganchado al pequeño televisor rojo de 14 pulgadas que habían conseguido hacía ya algunos meses.

– Buenas… ya estoy aquí -dijo, dejándose caer en una butaca. El Cojo se dio la vuelta, como reparando por primera vez en su presencia.

– Joder, Mo… tío, no sabes lo que está pasando.

Solamente esas palabras despertaron una profunda inquietud en Moses. Llegó rápida, como una bala certera, acompañada de una sirena que ululaba como un demonio. En el fondo, había estado sintiéndolo toda la mañana, lo sentía en las vísceras, lo sentía en la base de la nuca. Era un sexto sentido que había ido forjando a lo largo de su vida, y era un sexto sentido en el que confiaba. Y Dios, cómo chillaba aquel apacible domingo. Chillaba que algo iba tan mal que más le valía coger un par de calzoncillos limpios y saltar fuera del puñetero planeta. Se agarró con fuerza a los brazos de la butaca y consideró salir corriendo. No quería escucharlo. No quería escucharlo de la boca del Cojo. No quería que nada cambiase.

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