Harlan Coben - Alta tensión

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Myron Bolitar siempre ha soñado con la voluptuosa mujer fatal que acaba de entrar en su despacho para pedirle ayuda. Tiene unas curvas de locura, pero está embarazada de ocho meses, y eso pone fin a todas las posibles fantasías de Bolitar. La antigua estrella del tenis Suzze T y su marido, Lex, una estrella del rock, son clientes, y a lo largo de los años Myron ha negociado multitud de contratos para la preciosa pareja. Pero ahora Lex ha desaparecido y la muy embarazada Suzze llora, convencida de que los rumores colgados en la red poniendo en duda la paternidad del bebé hayan alejado al hombre que ella jura es el padre de su hijo.
“Harlan Coben es el maestro moderno del “agárrate y no te menees” desde la primera página, para dejarte completamente noqueado en la última.” Dan Brown

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– Sí.

– ¿Por qué?

Kitty mantuvo los ojos cerrados y no respondió. Myron volvió a mirar la bolsa de heroína. Había hecho una promesa que no quería cumplir. Kitty le salvó de este último dilema moral.

Sacudió la cabeza y le dijo que se marchase.

Cuando Myron volvió al hospital, abrió la puerta de la habitación de su padre sin prisas.

Estaba oscuro, pero vio que su padre dormía. Su madre estaba sentada junto a la cama. Se volvió y vio el rostro de Myron. Lo supo. Soltó un ligero grito y se tapó la boca una mano. Myron le hizo un gesto. Ella se levantó y salió al pasillo.

– Dímelo.

Se lo dijo. Su madre encajó el golpe. Se tambaleó, lloró y, cuando se recuperó, volvió deprisa a la habitación. Myron la siguió.

Los ojos de su padre permanecían cerrados, su respiración era desigual y rasposa. Los tubos parecían salir por todas partes. Su madre se sentó de nuevo junto al lecho. Su mano, temblorosa por el Parkinson, sujetó la suya.

– ¿Qué? -preguntó mamá a Myron en voz baja-. ¿Estamos de acuerdo?

Myron no respondió.

Unos minutos más tarde su padre abrió los ojos. Myron sintió las lágrimas en sus ojos mientras miraba al hombre que admiraba más que a ningún otro. Su padre le miró con una confusión suplicante, casi infantil.

Su padre se esforzaba en pronunciar una palabra:

– Brad…

Myron contuvo las lágrimas y se preparó para decir la mentira, pero su madre apoyó una mano en el brazo de su hijo para detenerle. Sus miradas se encontraron.

– Brad -repitió papá, un poco más agitado.

Sin dejar de mirar a Myron, su madre sacudió la cabeza. Él lo comprendió. No quería que le mintiese a su padre. Sería una tremenda traición. Se volvió a hacia la persona que había sido su marido desde hacía cuarenta y tres años y le apretó la mano con fuerza.

Su padre comenzó a llorar.

– No pasa nada, Al -dijo mamá en voz baja-. No pasa nada.

EPÍLOGO

SEIS SEMANAS MÁS TARDE

Los Ángeles, California

Su padre se apoyó en el bastón y abrió la marcha.

Había perdido diez kilos desde la operación a corazón abierto. Myron habría preferido que utilizase una silla de ruedas para subir por la pendiente de la colina, pero Al Bolitar no aceptó. Quería caminar hasta el lugar del último descanso de su hijo.

Su madre estaba con ellos, por supuesto. Mickey también. Mickey le había pedido prestado un traje a Myron. No le quedaba muy bien. Myron iba al final de la comitiva para asegurarse, se dijo a sí mismo, de que nadie se quedase atrás.

Hacía un sol de justicia. Myron alzó la mirada y los ojos se le llenaron de lágrimas. Habían cambiado tantas cosas desde que Suzze había acudido a su despacho en busca de ayuda.

Ayuda. Vaya broma, si te paras a pensar en ello.

El marido de Esperanza no sólo había solicitado el divorcio, sino que también reclamaba la custodia exclusiva de Héctor. Basaba su demanda en que Esperanza pasaba demasiadas horas en su trabajo y descuidaba sus deberes maternales. Esperanza se alteró tanto por la amenaza que le pidió a Myron que le comprase su parte de la empresa, pero la idea de trabajar en MB Reps sin Esperanza o sin Win era demasiado desalentadora. Al final, después de muchas discusiones, acordaron vender MB Reps. La megaagencia que la compró decidió fusionar las dos compañías y desprenderse del nombre MB.

Big Cyndi invirtió su indemnización en tomarse el tiempo suficiente para escribir unas memorias en las que pensaba contarlo todo. El mundo aguardaba.

Win todavía se mantenía oculto. Myron sólo había recibido un mensaje suyo en las últimas seis semanas: un e-mail con un breve y sencillo texto:

Estás en mi corazón, pero Tuu y Mii están en mi cama.

Ése era Win.

Terese, su prometida, aún no podía regresar de Angola, y ahora, tras los súbitos cambios en su vida, Myron no podía irse. Todavía no. Quizá durante mucho tiempo.

Cuando se acercaban a la tumba, Myron alcanzó a Mickey.

– ¿Estás bien?

– Sí -dijo Mickey, y aceleró el paso para poner distancia entre él y su tío.

Lo hacía a menudo. Al cabo de unos minutos la comitiva se detuvo.

Todavía no habían colocado ninguna lápida sobre la tumba de Brad. Sólo había una placa.

Durante un buen rato nadie dijo nada. Los cuatro permanecieron allí, con la mirada perdida en la lejanía. Los coches circulaban por una autopista cercana ajenos al dolor de aquella familia destrozada. Sin previo aviso, su padre comenzó a recitar el kaddish, la oración hebrea para los muertos. No eran personas religiosas, todo lo contrario, pero hay actos que se hacen por tradición, como un ritual, por necesidad.

Yit'gadal v'yit'kadash sg'mei raba…

Myron se arriesgó a mirar a Mickey. Había participado en la mentira sobre la muerte de su padre, con la voluntad de encontrar la manera de mantener íntegra la imagen de su familia. Ahora, de pie junto al lugar donde yacía el cuerpo de su padre, el chico se mantenía imperturbable, con la cabeza erguida y los ojos secos. Quizás era la única manera de sobrevivir cuando los golpes continúan lloviendo sobre ti. Kitty por fin había vuelto a casa después de la cura de rehabilitación, pero enseguida se marchó en busca de una dosis. La encontraron inconsciente en un sucio motel en Newarky la arrastraron de vuelta a la clínica. Estaba recibiendo ayuda de nuevo, pero la muerte de Brad la había destrozado, y Myron no sabía si conseguiría superarlo.

La primera vez que Myron sugirió asumir la custodia de Mickey, su sobrino, como era lógico, se rebeló. Nunca dejaría a nadie que no fuese su madre cuidar de él, dijo, y si Myron lo intentaba, iría a juicio para pedir la emancipación o se fugaría de casa. Pero los padres de Myron tenían que regresar a Florida y el curso escolar comenzaba el lunes siguiente, de modo Myron y Mickey, por fin, llegaron a una especie de acuerdo. Mickey aceptó quedarse a vivir en la casa de Livingston con Myron como tutor no oficial. Asistiría a clase en el instituto de Livingston, la escuela donde estudiaron su tío y su padre. Myron, a cambio, aceptaba mantenerse fuera de su camino y asegurarse de que Kitty, a pesar de todo, conservase la custodia exclusiva sobre su hijo.

Era una tregua flexible y difícil.

Con las manos unidas y la cabeza inclinada, el padre de Myron acabó la larga plegaria con las palabras:

Aleinu v'al kol Yis'ra'eil v'im'ru Amen.

Su madre y Myron se unieron en aquel último amén. Mickey permaneció en silencio. Durante varios minutos nadie se movió. Myron vio la tierra removida e intentó imaginarse a su hermano menor allí abajo. No pudo.

Recordó la última vez que había visto a su hermano, aquella noche nevada de hacía dieciséis años, cuando Myron, el hermano mayor que siempre había intentado protegerle, le rompió la nariz a Brad.

Kitty tenía razón. Brad había estado dudando entre dejar la escuela y escapar a lugares desconocidos. Cuando su padre se enteró, envió a Myron a hablar con su hermano menor.

– Tú ve -le dijo papá-, y discúlpate por todo lo que dijiste de ella.

Myron protestó, arguyó que Kitty había mentido sobre las pastillas anticonceptivas, que tenía mala reputación y todas aquellas idioteces que ahora sabía que no eran ciertas. Su padre se había dado cuenta ya entonces.

– ¿Quieres que se aleje para siempre? -preguntó su padre-. Ve, discúlpate y tráelos a los dos a casa.

Pero cuando Myron llegó, Kitty, en su desesperación por escapar, se inventó la historia de que Myron había intentado ligar con ella. Brad se puso como loco. Al escuchar a su hermano gritar y desvariar, Myron comprendió que tenía razón sobre Kitty desde el principio. Su hermano era un idiota por haberse liado con ella. Myron comenzó a discutir, acusó a Kitty de todo tipo de traiciones y entonces gritó las últimas palabras que le había dicho a su hermano:

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