– Los sensores de movimiento no sirven en las grandes fincas abiertas -explicó Win-. Hay demasiados animales que disparan las alarmas. Probablemente habrá algún tipo de alarmas en las puertas y en las ventanas, pero eso no debería preocuparnos.
Myron sabía que las alarmas antirrobo mantenían alejados a los ladrones aficionados o a los vulgares, pero no a Win y su bolsa de herramientas.
– Entonces el único riesgo que corremos -dijo Myron- es que aún no sabemos cuántos guardias hay dentro de la casa.
Win sonrió. Sus ojos tenían un brillo burlón.
– ¿Qué sería la vida sin unos cuantos riesgos?
Todavía entre los árboles, Win y Myron llegaron a unos veinte metros de la casa. Win le hizo una seña a Myron para que se agachase. Señaló una puerta lateral y susurró:
– La entrada de servicio. Nos acercaremos por allí.
Sacó el móvil y lo conectó. A lo lejos, Billings y Blakely comenzaron a subir por la colina hacia la entrada. El viento soplaba con más fuerza sobre los chicos en su ascenso. Mantuvieron las cabezas agachadas mientras se acercaban a la mansión.
Win le hizo un gesto a Myron. Se echaron cuerpo a tierra y avanzaron al estilo comando hacia la entrada de servicio. Myron vio que la puerta daba a una cocina, una despensa o algo así, pero las luces estaban apagadas. El suelo estaba empapado por la lluvia, y ellos avanzaban como caracoles, deslizándose sobre el barro.
Cuando Win y Myron llegaron a la puerta lateral, permanecieron tumbados a la espera. Myron torció la cabeza a un lado y apoyó la barbilla en el suelo mojado. Desde allí podía ver el mar. Los relámpagos cortaban el cielo en dos. Retumbaban los truenos. Aguardaron allí durante unos minutos. Myron comenzó a ponerse nervioso.
Al cabo de un rato oyó un grito a través del viento y la lluvia:
– ¡Tu música apesta!
Era Billings, o Blakely. El otro, el que no había gritado, añadió:
– ¡Es horrenda!
– Asquerosa.
– Vomitiva.
– Despreciable.
– Un atentado auditivo.
– Un crimen contra las orejas.
Win se había levantado y manipulaba la puerta con un pequeño destornillador. La puerta no representaba un problema, pero Win había visto un sensor magnético. Sacó una lámina de metal y la colocó entre los dos sensores para que hiciese de conductor.
A través de la lluvia, Myron veía la silueta de los mellizos correr hacia el agua. Detrás de ellos iba un hombre, el guardia de seguridad, que se detuvo cuando los mellizos llegaron a la playa. Se llevó algo a la boca, algo que parecía un walkie-talkie, pensó Myron, y dijo:
– Otra vez esos dos mellizos drogados.
Win abrió la puerta. Myron saltó al interior. Win le siguió y cerró la puerta. Estaban en una cocina ultramoderna. En el centro había una enorme cocina de ocho fuegos y una chimenea plateada hasta el techo. Ollas y sartenes colgaban del techo en un caos decorativo. Myron recordó haber leído que Gabriel Wire era un cocinero de primera, y se dijo que esto lo corroboraba. Las ollas y sartenes se veían impolutas: nuevas, poco usadas o, sencillamente, bien cuidadas.
Myron y Win permanecieron quietos durante un minuto. Ninguna pisada, ninguna voz llamando por un walkie-talkie, nada. A lo lejos, quizás en la planta de arriba, se oía el débil sonido de una música.
Win hizo una seña a Myron para que se adelantase. Ya habían planeado la estrategia que iban a seguir después de entrar en la casa. Myron buscaría a Gabriel Wire y Win se ocuparía de cualquiera que acudiese en su defensa. Myron conectó la Blackberry a una frecuencia de radio y se colocó el Bluetooth en la oreja. Win hizo lo mismo. Ahora Win podía avisar a Myron de cualquier problema, y viceversa.
Myron, manteniéndose siempre agachado, abrió la puerta de la cocina y entró en lo que podía ser una sala de baile. No había luces: la única iluminación procedía de los salvapantallas de dos ordenadores. Myron se esperaba una decoración más sofisticada, pero la habitación parecía la sala de espera de un dentista. Las paredes eran blancas. El sofá y los dos sillones parecían más prácticos que elegantes, algo que podías comprar en cualquier tienda de muebles de la carretera. Había un archivador, una impresora y un fax en un rincón de la estancia.
La enorme escalera era de madera, con las balaustradas decoradas, y una alfombra de color rojo sangre cubría los peldaños. Myron comenzó a subir por ella. La música, todavía débil, sonaba un poco más fuerte. Llegó al rellano y se internó por un largo pasillo. La pared de la derecha estaba cubierta con álbumes de platino y discos enmarcados de HorsePower. A la izquierda había fotos de la India y el Tíbet, lugares que Gabriel Wire había visitado con frecuencia. Se decía que Wire tenía una lujosa mansión en un barrio elegante del sur de Bombay y que a menudo se alojaba de incógnito en monasterios del distrito de Kham, en la zona oriental del Tíbet. Myron se preguntó si estaría allí. La casa era muy deprimente. Sí, afuera estaba oscuro y el tiempo podría haber sido mejor, ¿pero realmente Gabriel Wire se había pasado la mayor parte de los últimos quince años encerrado allí solo? Podría ser. Quizás eso era lo que Wire quería que la gente creyese, o quizás era un loco que había decidido apartarse del mundo, como Howard Hughes. Tal vez ya estaba harto de ser el famoso Gabriel Wire, el centro de la atención pública. O quizá serían ciertos los rumores que decían que Wire salía en muchas ocasiones, ocultándose bajo distintos disfraces, para visitar el Metropolitan, en Manhattan, o sentarse en las gradas de Fenway Park. Quizás habría reflexionado sobre los errores de su vida -las drogas, las deudas de juego, las menores- y habría recordado por qué había empezado, qué fue lo que le impulsó, qué era lo que le hacía feliz: componer música.
Quizá la conducta de Wire de rechazar la fama no era tan descabellada. Quizás era la única manera de sobrevivir y prosperar. O tal vez, como cualquier otra persona que ha decidido cambiar de vida, había tocado fondo, ¿acaso podía caer más abajo, después de sentirse responsable de la muerte de una chica de dieciséis años?
Myron pasó por delante del último álbum de platino que colgaba de la pared: un disco llamado Aspects of Juno, el primer disco de HorsePower. Como cualquier otro aficionado esporádico a la música, Myron había oído hablar del legendario primer encuentro entre Gabriel Wire y Lex Ryder. Lex estaba actuando en un bar llamado Espy, en la zona de Santa Kilda, cerca de Melbourne, un sábado por la noche; tocaba temas lentos y aguantaba los abucheos de la revoltosa multitud borracha. Uno de de los que estaban entre el público era un apuesto y joven cantante llamado Gabriel Wire. Wire, declaró más tarde, que a pesar del estrépito que había a su alrededor se sintió hipnotizado e inspirado por las melodías y las letras. Por fin, cuando los abucheos alcanzaron una intensidad atronadora, Gabriel Wire se subió al escenario y, más por salvar a aquel pobre cabrón que por cualquier otra cosa, empezó a improvisar con Lex Ryder, cambiando las letras sobre la marcha, acelerando el ritmo y buscando que alguien se ocupase del bajo y la batería. Ryder asintió. Respondió con más riffs, pasó del teclado al piano y luego otra vez a los teclados. Los dos músicos se realimentaban mutuamente. El público guardó un respetuoso silencio, como si por fin comprendiese que estaba siendo testigo de un acontecimiento.
Había nacido HorsePower.
Lex lo había expresado poéticamente en el Three Downing unas noches antes: «Las cosas ondulan». Todo empezó allí, en aquel bar cutre, al otro lado del mundo, hacía más de veinticinco años.
Sin darse cuenta, Myron volvió a acordarse de su padre. Había intentado no pensar en él, concentrarse sólo en su trabajo, pero de pronto vio a su padre, no como un hombre fuerte y sano, sino tendido en el suelo del sótano. Quería salir corriendo de allí. Quería subir a un maldito avión, regresar al hospital y estar junto a él, pero también pensó que sería mucho más importante para su padre que encontrara a su hermano menor.
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