Mickey mantuvo su cuerpo como escudo delante de su madre, que estaba acurrucada.
– No puedes obligarnos a ir contigo.
– Sí que puedo.
– ¿Crees que te tengo miedo? Si el abuelo no hubiese intervenido…
– Esta vez no me asaltarás en la oscuridad -dijo Myron.
Mickey intentó sonreír.
– Aún puedo contigo.
– No, Mickey, no puedes. Eres fuerte, eres valiente, pero no tendrás ni una oportunidad. En cualquier caso no importa, puedes hacer lo que sugiero o llamaré a la poli. Como mínimo tu madre está poniendo en peligro el bienestar de un menor. Puede acabar en la cárcel.
– ¡No! -gritó Kitty.
– No os voy a dar otra alternativa. ¿Dónde está Brad?
Kitty se apartó de detrás de su hijo. Intentó mantenerse erguida y, por un momento, Myron volvió a ver a la antigua atleta.
– ¿Mamá? -dijo Mickey.
– Él tiene razón -admitió Kitty.
– No…
– Necesitamos ayuda. Necesitamos protección.
– Podemos cuidar de nosotros mismos -afirmó Mickey.
Ella sujetó el rostro de su hijo con las manos.
– Todo saldrá bien. Él tiene razón. Puedo recibir la ayuda que necesito. Tú estarás a salvo.
– ¿A salvo de qué? -preguntó Myron una vez más-. De verdad, ya está bien. Quiero saber dónde está mi hermano.
– Nosotros también -dijo Kitty.
– ¿Mamá? -repitió Mickey.
Myron dio un paso hacia ella.
– ¿Qué quieres decir?
– Brad desapareció hace tres meses -respondió Kitty-. Por eso huimos. Ninguno de nosotros está a salvo.
Mientras ellos recogían sus pocas pertenencias, Myron llamó a Esperanza, y le pidió que arreglase una estancia para Kitty en el Coddington Rehabilitation Institute. Después, Myron llamó a su padre.
– ¿Es posible que Mickey se quede en casa contigo un tiempo?
– Por supuesto -contestó papá-. ¿Qué pasa?
– Muchas cosas.
Su padre escuchó sin interrumpirle. Myron le habló de los problemas con las drogas de Kitty, de que tenía que apañárselas sola con Mickey y de la desaparición de Brad. Cuando acabó, su padre dijo:
– Tu hermano nunca abandonaría a su familia de esta manera.
Era lo mismo que pensaba Myron.
– Lo sé.
– Eso significa que tiene problemas -añadió papá-. Sé que vosotros dos tuvisteis problemas, pero…
No acabó la frase. Ésta era su forma de llevarlo. Cuando Myron era joven, su padre le animaba a triunfar sin empujar demasiado. Dejaba claro que se sentía orgulloso de los logros de su hijo, pero al mismo tiempo no hacía que eso pareciese una condición previa para estarlo. Así que, una vez más, su padre no pidió nada; no necesitaba hacerlo.
– Le encontraré -dijo Myron.
Durante el viaje en coche, Myron pidió más detalles.
Kitty iba sentada a su lado. En el asiento trasero, Mickey no les hacía caso. Miraba a través de la ventanilla, con los auriculares blancos del iPod en las orejas, interpretando el papel del adolescente petulante. Myron dedujo que, seguramente, lo era.
Cuando llegaron al Coddington Institute, había logrado averiguar varias cosas: Brad, Kitty y Mickey Bolitar habían llegado a Los Ángeles ocho meses antes. Después, hacía algunos meses, Brad tuvo que marcharse a cumplir «una misión secreta de emergencia», en palabras de Kitty, y les había pedido que no dijesen nada a nadie.
– ¿Qué quería decir Brad con eso de no decirle nada a nadie?
Kitty afirmó no saberlo.
– Sólo dijo que no nos preocupásemos por él y que no se lo dijésemos a nadie. También nos pidió que tuviésemos cuidado.
– ¿De qué? -Kitty se encogió de hombros.
– ¿Alguna pista, Mickey? -El chico no se movió. Myron repitió la pregunta a voz en cuello para que le oyese. Mickey no podía oírle o prefirió no hacerle caso. Se volvió de nuevo a Kitty-. Creía que vosotros trabajabais para una organización benéfica.
– Así es.
– ¿Y?
Otro movimiento de hombros. Myron formuló unas cuantas preguntas más, pero no averiguó nada más. Habían pasado varias semanas sin que recibieran noticias de Brad. En algún momento, Kitty empezó a tener la sensación de que les estaban vigilando. Alguien llamaba y colgaba sin decir nada. Una noche, alguien la asaltó en el aparcamiento de un centro comercial, pero ella consiguió escapar. Entonces decidió marcharse con Mickey y desaparecer del mapa.
– ¿Por qué no me dijiste nada de eso antes? -preguntó Myron.
Kitty le miró furiosa, como si acabase de proponerle con toda naturalidad un acto de bestialismo.
– ¿Estás de broma o qué?
Myron no quería desenterrar la vieja pelea en ese momento.
– A mí o a cualquiera -dijo-. Brad lleva desaparecido tres meses. ¿Cuánto tiempo más pensabas esperar?
– Ya te lo dije. Brad nos pidió que no se lo dijésemos a nadie. Que eso sería muy peligroso para todos.
Myron seguía sin creérselo -había algo en todo esto que no tenía sentido-, pero cuando intentó insistir, Kitty se cerró en banda y se echó a llorar. Luego, cuando creía que Mickey no la escuchaba (Myron estaba seguro de que sí), Kitty le suplicó que le devolviese la droga: «Sólo un último chute», empleando la lógica de que, de todas maneras, iba a entrar en rehabilitación, ¿qué mal podía hacerle?
Había una placa pequeña en la que podía leerse: The Coddington Institute. Myron entró por el camino particular que pasaba junto a la garita de seguridad. Desde el exterior, aquel lugar parecía una de esas residencias victorianas con servicio de «cama y desayuno». En el interior, al menos en la recepción, era una interesante mezcla de hotel de lujo y cárcel. Una suave música clásica sonaba por la megafonía. Un candelabro colgaba del techo. Había barrotes en las ventanas.
La placa de la recepcionista indicaba que se llamaba Christine Shippee, pero Myron sabía que era mucho más que una recepcionista. Christine era, de hecho, la fundadora del Coddington Institute. Les saludó desde detrás de lo que parecía un cristal a prueba de balas, aunque saludar podía ser una expresión exagerada. Christine tenía una expresión en el rostro que parecía ordenar: ríndete. Sus gafas de leer colgaban de una cadenilla. Les miró como si los hubiera sorprendido en falta y suspiró. A continuación deslizó unos formularios a través de una bandeja como las de los bancos.
– Rellenen los formularios y después vuelvan -dijo Christine a modo de presentación.
Myron se apartó hacia un rincón. Comenzó a escribir el nombre de ella, pero Kitty le detuvo.
– Pon Lisa Gallagher. Es mi alias. No quiero que ellos me encuentren.
Una vez más Myron le preguntó quiénes eran «ellos», y ella volvió a afirmar que no tenía ni idea. No era un buen momento para empezar a discutir, así que rellenó los formularios y los llevó a la ventanilla.
La recepcionista cogió las hojas, se puso las gafas de lectura y comenzó a leer en busca de errores. Kitty empezó a temblar con más fuerza. Mickey rodeó con los brazos a su madre para intentar calmarla. No funcionó. Kitty parecía ahora más pequeña, más frágil.
– ¿Lleva alguna maleta? -le preguntó Christine.
Mickey se la mostró.
– Déjela allí. La revisaremos antes de llevarla a su habitación. -Christine centró su atención en Kitty-. Ahora despídase. Luego acérquese a la puerta y yo la dejaré pasar.
– Espere -dijo Mickey.
Christine Shippee le miró.
– ¿Puedo ir con ella? -preguntó el chico.
– No.
– Pero quiero ver la habitación -explicó Mickey.
– Y yo quiero luchar en el barro con Hugh Jackman. No pasará ninguna de las dos cosas. Dígale adiós y muévase.
Mickey no se echó atrás.
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