Harlan Coben - Alta tensión

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Myron Bolitar siempre ha soñado con la voluptuosa mujer fatal que acaba de entrar en su despacho para pedirle ayuda. Tiene unas curvas de locura, pero está embarazada de ocho meses, y eso pone fin a todas las posibles fantasías de Bolitar. La antigua estrella del tenis Suzze T y su marido, Lex, una estrella del rock, son clientes, y a lo largo de los años Myron ha negociado multitud de contratos para la preciosa pareja. Pero ahora Lex ha desaparecido y la muy embarazada Suzze llora, convencida de que los rumores colgados en la red poniendo en duda la paternidad del bebé hayan alejado al hombre que ella jura es el padre de su hijo.
“Harlan Coben es el maestro moderno del “agárrate y no te menees” desde la primera página, para dejarte completamente noqueado en la última.” Dan Brown

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Myron oyó un ruido a su espalda. Se volvió con rapidez. El sonido procedía del dormitorio. Fue hasta la puerta y miró hacia el interior. La habitación principal estaba limpia y arreglada. El dormitorio tenía el aspecto de que hubiese pasado una tempestad, y allí, en el ojo del huracán, dormida (o tal vez algo peor) y tumbada boca arriba, estaba Kitty.

– ¿Hola?

Ella no se movió. Su respiración era un jadeo ronco. La habitación olía a cigarrillos y a algo parecido a cerveza rancia. Se acercó a la cama. Myron decidió curiosear un poco antes de despertarla. El teléfono móvil estaba en la mesita de noche. Lo miró. Vio las llamadas de Suzze y Joel Crush Fishman. Había tres o cuatro llamadas, y algunas parecían números de larga distancia. Los anotó en su Blackberry y se los mandó por e-mail a Esperanza. Buscó en el bolso de Kitty y encontró los pasaportes de ella y de Mickey. Había docenas de visados, de países de todos los continentes. Myron los examinó, con intención de deducir una cronología. Muchos de ellos estaban manchados. Al parecer, Kitty había llegado a Estados Unidos dos meses antes, procedente de Perú. Si Myron lo había interpretado correctamente, ella había llegado a Perú, procedente de Chile, ocho meses antes.

Devolvió el pasaporte al bolso y siguió buscando. Al principio ninguna sorpresa, pero entonces comenzó a palpar en el forro del bolso y, vaya, notó un bulto duro. Metió los dedos por el corte y sacó una bolsa de plástico con una pequeña cantidad de polvo marrón dentro.

Heroína.

La furia le dominó. Estaba a punto de despertarla dando un puntapié en la cama cuando vio algo en el suelo. Durante unos segundos sólo parpadeó, incrédulo. Estaba allí, en el suelo, cerca de la cabeza de Kitty, donde podía dejar caer un libro o una revista al quedarse dormida. Myron se agachó para mirarla de cerca. No quería tocarla, no quería dejar ninguna huella.

Era un arma.

Miró alrededor, encontró una camiseta en el suelo y la utilizó para recoger el arma. Un treinta y ocho. Similar al que Myron llevaba en la cintura, cortesía de Win. ¿Qué demonios estaba pasando? Casi se sintió tentado de llamar a los servicios sociales y dejarlo correr.

– ¿Kitty?

Ahora su voz era más fuerte, dura. Ningún movimiento. No dormía; estaba inconsciente. Dio un puntapié en la cama. Nada. Pensó en echarle agua en la cara, pero se decidió por darle unas suaves palmadas en el rostro. Se inclinó sobre ella y olió el aliento rancio. Volvió atrás en el tiempo, cuando ella era la adorable adolescente que dominaba la pista central, y su expresión yiddish favorita volvió en un instante: «El hombre planea y Dios se ríe». Y no era una risa bondadosa.

– ¿Kitty? -llamó de nuevo, con voz un poco más fuerte.

Los ojos se abrieron de repente. Se giró deprisa, sorprendiendo a Myron que se echó hacia atrás, y entonces comprendió qué estaba haciendo.

Iba a por el arma.

– ¿Buscas esto?

Sostuvo el revólver en alto. Ella se llevó las manos a los ojos, aunque apenas había luz, y parpadeó.

– ¿Myron?

24

– ¿Por qué demonios tienes un arma cargada?

Kitty saltó de la cama y miró por debajo de una de las cortinas bajadas.

– ¿Cómo me has encontrado? -Tenía los ojos desorbitados-. Dios mío, ¿te han seguido?

– ¿Qué? No.

– ¿Estás seguro? -Pánico total. Corrió para mirar a través de otra de las ventanas-. ¿Cómo me has encontrado?

– Por favor, cálmate.

– No me calmaré. ¿Dónde está Mickey?

– Le vi ir al trabajo.

– ¿Ya? ¿Qué hora es?

– La una. -Myron intentó seguir adelante-. ¿Ayer viste a Suzze?

– ¿Es así como me encontraste? Prometió no decirlo.

– ¿No decir qué?

– Cualquier cosa. Pero sobre todo dónde estoy. Se lo expliqué.

«Síguele la corriente», pensó Myron.

– ¿Explicar qué?

– El peligro. Pero ella ya lo comprendió.

– Kitty, háblame. ¿En qué clase de peligro estás metida?

Ella sacudió la cabeza.

– No puedo creer que Suzze me vendiese.

– No lo hizo. Te encontré a través de su GPS y los registros de llamadas.

– ¿Qué? ¿Cómo?

Él no estaba dispuesto a seguir por ese camino.

– ¿Cuánto tiempo llevabas dormida?

– No lo sé. Anoche salí.

– ¿Adónde?

– No es asunto tuyo.

– ¿Colocándote?

– ¡Fuera de aquí!

Myron dio un paso atrás y levantó las manos, como si quisiese indicarle que no pensaba hacerle daño. Tenía que dejar de atacarla. ¿Por qué siempre la jodemos cuando se trata de nuestra familia?

– ¿Sabes lo de Suzze?

– Ella me lo dijo todo.

– ¿Qué te dijo?

– Es confidencial. Se lo prometí. Ella me lo prometió.

– Kitty, Suzze está muerta.

Por un momento, Myron creyó que quizá no le había oído. Kitty le miró, con los ojos despejados por primera vez. Luego comenzó a sacudir la cabeza.

– Una sobredosis -añadió Myron-. Anoche.

Más sacudidas de cabeza.

– No.

– ¿Dónde crees que consiguió la droga, Kitty?

– Ella no lo haría. Estaba embarazada.

– ¿Tú se la diste?

– ¿Yo? Por Dios, ¿qué clase de persona crees que soy?

«Una que tiene un arma junto a la cama -respondió para sí mismo-. Una que oculta drogas en el bolso. Una que se enrolla con desconocidos en un club para conseguir droga.» En voz alta dijo:

– Suzze estuvo aquí ayer, ¿verdad?

Kitty no respondió.

– ¿Por qué?

– Me llamó -dijo Kitty.

– ¿Cómo consiguió tu número?

– Se conectó con mi cuenta en Facebook. Como hiciste tú. Dijo que era urgente. Dijo que había algo que necesitaba contarme.

– Así que le enviaste por e-mail un número de móvil.

Kitty asintió.

– Entonces Suzze te llamó. Le dijiste que os encontrarais aquí.

– Aquí no -negó Kitty-. Seguía sin sentirme segura. No sabía si podía confiar en ella. Estaba asustada.

Myron empezó a comprender.

– Así que en lugar de darle esta dirección, sólo le indicaste la intersección.

– Así es. Le dije que aparcase en Staples. De esa manera podría vigilarla. Asegurarme de que venía sola y de que nadie la había seguido.

– ¿Quién creías que podía estar siguiéndola?

Kitty sacudió la cabeza con firmeza. Estaba demasiado aterrorizada para responder. Ése no era un buen camino a seguir, si quería que ella continuase hablando. Myron optó por un camino más fructífero.

– Así que tú y Suzze hablasteis.

– Sí.

– ¿De qué hablasteis?

– Ya te lo he dicho. Es confidencial.

Myron se acercó. Intentó fingir que no detestaba todo lo que representaba esta mujer. Apoyó una mano con gentileza en su hombro y la miró a los ojos.

– Por favor, escúchame, ¿vale?

Los ojos de Kittty estaban vidriosos.

– Suzze vino a visitarte aquí ayer -dijo Myron, como si estuviese hablando con un párvulo retrasado-. Después fue hasta Kasselton y habló con Karl Snow. ¿Sabes quién es?

Kitty cerró los ojos y asintió.

– A continuación fue a su casa y se inyectó drogas suficientes para matarse.

– Ella no haría tal cosa -afirmó Kitty-. No le haría eso al bebé. La conozco. La mataron. Ellos la mataron.

– ¿Quiénes?

Otra sacudida de cabeza para insistir en que no hablaría.

– Kitty, necesito que me ayudes a averiguar qué pasó. ¿De qué hablasteis?

– Prometimos no decirlo.

– Ella está muerta. Eso anula cualquier promesa. No estás violando ninguna confidencia. ¿Qué te dijo?

Kitty metió la mano en el bolso y sacó un paquete de cigarrillos Kool. Sostuvo el paquete en la mano y lo miró durante unos segundos.

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