Harlan Coben - Alta tensión

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Myron Bolitar siempre ha soñado con la voluptuosa mujer fatal que acaba de entrar en su despacho para pedirle ayuda. Tiene unas curvas de locura, pero está embarazada de ocho meses, y eso pone fin a todas las posibles fantasías de Bolitar. La antigua estrella del tenis Suzze T y su marido, Lex, una estrella del rock, son clientes, y a lo largo de los años Myron ha negociado multitud de contratos para la preciosa pareja. Pero ahora Lex ha desaparecido y la muy embarazada Suzze llora, convencida de que los rumores colgados en la red poniendo en duda la paternidad del bebé hayan alejado al hombre que ella jura es el padre de su hijo.
“Harlan Coben es el maestro moderno del “agárrate y no te menees” desde la primera página, para dejarte completamente noqueado en la última.” Dan Brown

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– Sabía que fui yo quien colgó el mensaje con las palabras «No es suyo».

– ¿Estaba furiosa?

– Todo lo contrario. Quería que yo la perdonase.

Myron pensó en ello.

– ¿Debido a los rumores que ella propagó de ti cuando estabas embarazada?

– Eso fue lo que creí. Creí que quería disculparse por decirle a todo el mundo que yo me acostaba con no sé cuántos tipos y que el bebé no era de Brad. -Kitty le miró a los ojos-. Suzze también te lo dijo a ti, ¿no?

– Sí.

– ¿Por eso creíste que yo era una puta? ¿Por eso le dijiste a Brad que probablemente el bebé no era suyo?

– No fue sólo por eso.

– ¿Pero contribuyó?

– Supongo -admitió Myron, conteniendo la furia-. No irás a decirme que Brad era el único hombre con el que te acostabas entonces, ¿no?

Myron vio que había cometido un error.

– ¿Qué importa lo que diga? -preguntó ella-. Siempre vas a creer lo peor. Siempre lo hiciste.

– Sólo quería que Brad lo comprobase, nada más. Soy su hermano mayor. Sólo me preocupaba por él.

La voz de ella estaba llena de amargura.

– Qué noble.

La estaba perdiendo de nuevo. Se apartaba del camino.

– Así que Suzze vino aquí para disculparse de propagar aquellas habladurías.

– No.

– Pero acabas de decir…

– Dije que era lo que yo creía. Al principio. Lo hizo. Admitió que se había dejado dominar por su naturaleza competitiva. Yo le respondí que no fue su naturaleza competitiva. Le dije que fue la puta de su madre. El primer puesto o nada. No se hacen prisioneros. Aquella mujer estaba loca. ¿La recuerdas?

– Sí.

– Pero no tenía idea de lo loca que estaba la muy puta. ¿Recuerdas aquella preciosa patinadora olímpica de los años noventa?, ¿cómo se llamaba, aquella que fue agredida por el ex de su rival?

– Nancy Kerrigan.

– Correcto. Creía que la madre de Suzze sería capaz de hacer lo mismo, que contrataría a alguien para que me golpease la pierna con una llave de neumáticos o con cualquier cosa. Pero Suzze afirmó que no fue su madre. Dijo que quizá su madre la presionó hasta que no pudo más, pero que todo fue culpa suya, no de su madre.

– ¿Qué había hecho?

Kitty alzó la mirada y miró a la derecha. Una pequeña sonrisa apareció en sus labios.

– ¿Quieres oír algo divertido, Myron?

Él esperó.

– Amaba el tenis. El juego.

Sus ojos mostraban ahora una mirada distante, y Myron recordó cómo era ella en aquella época, su manera de cruzar la pista como una pantera.

– Yo no era tan competitiva comparada con las otras chicas. Claro que me gustaba ganar. Pero en realidad, desde que era pequeña, a mí me encantaba jugar por jugar. No entiendo a las personas que sólo quieren ganar. A menudo creía que eran unas personas horribles, sobre todo en el tenis. ¿Sabes por qué?

Myron sacudió la cabeza.

– En un partido de tenis se enfrentan dos personas. Una de ellas acaba ganando; la otra pierde, y creo que el placer no viene de ganar. Creo que el placer viene de derrotar a alguien. -Frunció el rostro, como una niña muy intrigada-. Se trata de algo que admiramos. Les llamamos ganadores, pero cuando lo piensas, lo único que hacen es conseguir que algún otro pierda. ¿Por qué los admiramos tanto?

– Es una buena pregunta.

– Quería ser una profesional del tenis porque no te puedes imaginar algo más maravilloso que ganarte la vida jugando a lo que más te gusta.

Él oyó la voz de Suzze: «Kitty era una gran jugadora, ¿verdad?».

– No puedo, no.

– Pero si realmente eres bueno, si tienes talento de verdad, todos intentan que deje de ser divertido. ¿Por qué lo hacen?

– No lo sé.

– ¿Por qué, tan pronto como demostramos alguna cualidad, nos arrebatan la belleza y todo se reduce a ganar? Nos envían a esas ridiculas escuelas de alta competición. Nos enfrentan a nuestros amigos. Ya no es suficiente con ganar; tus amigos tienen que fracasar. Suzze me lo explicó, como si yo no lo hubiese entendido. Yo, que había perdido mi carrera. Ella sabía mejor que nadie lo que el tenis significaba para mí.

Myron permaneció muy quieto, con miedo a romper el hechizo. Esperó a que Kitty dijese algo más, pero no lo hizo.

– Así que Suzze vino aquí para disculparse.

– Sí.

– ¿Qué te dijo?

– Ella me dijo -la mirada de Kitty se apartó hacia la cortina de la ventana- que lamentaba haber arruinado mi carrera.

Myron intentó mantener una expresión neutra.

– ¿Cómo estropeó tu carrera?

– No me creerás, Myron.

Él no respondió.

– Creíste que me había quedado embarazada adrede. Para atrapar a tu hermano. -Su sonrisa era siniestra ahora-. Es tan ridículo si te paras a pensarlo. ¿Por qué iba a hacer eso? Tenía diecisiete años. Quería ser una tenista profesional, no una madre. ¿Por qué iba a desear quedarme embarazada?

Myron había pensado algo parecido hacía poco.

– Lamento todo aquello -dijo-. Tendría que haberlo sabido. La píldora no es fiable al cien por cien. Me refiero a que eso lo aprendimos en la primera semana de las clases de salud en séptimo, ¿no?

– Pero no te lo creíste, ¿verdad?

– En aquel momento, no. Y lo lamento.

– Otra disculpa -dijo ella, y sacudió la cabeza-. También demasiado tarde. Pero, por supuesto, estabas equivocado.

– ¿Equivocado en qué?

– En que la píldora no funcionaba. Verás, es lo que Suzze vino a decirme. Dijo que al principio lo había hecho como una broma. Pero piénsalo. Suzze sabía que yo era religiosa; que nunca abortaría. Por consiguiente, ¿cuál era la mejor manera de eliminarme, a mí, su principal competidora?

Le pareció volver a oír voz de Suzze dos noches atrás. «Mis padres me explicaron que en la competición vale todo. Haces lo que sea para ganar…» -Dios mío.

Kitty asintió, como si quisiese confirmarlo.

– Fue lo que Suzze vino a decirme. Cambió mis píldoras. Así fue como acabé embarazada.

Tenía sentido. Un sentido sorprendente quizá, pero todo encajaba. Myron se tomó unos segundos, para dejar que aquello calase en él. Suzze estaba preocupada dos noches antes, cuando los dos se sentaron en aquella terraza. Ahora comprendía el porqué -la charla sobre la culpa, los peligros de ser demasiado competitiva, los arrepentimientos del pasado-, ahora todo estaba más claro.

– No tenía ni idea -reconoció Myron.

– Lo sé. Pero en realidad eso no cambia nada, ¿verdad?

– Supongo que no. ¿La perdonaste?

– La dejé hablar -continuó Kitty-. La dejé hablar y que lo explicase todo, hasta el último detalle. No la interrumpí. No le hice preguntas. Cuando acabó, me levanté, crucé esta misma habitación y la abracé. La abracé fuerte. La abracé durante mucho tiempo. Luego dije: «Gracias».

– ¿Por qué?

– Fue lo que ella me preguntó. Y comprendo su pregunta. Mira en lo que me he convertido. Tendrías que preguntarte cómo sería ahora mi vida si ella no hubiese cambiado las pastillas. Quizá, si hubiese seguido adelante, habría llegado a ser la campeona de tenis que todos esperaban, a ganar los grandes torneos, a viajar por todo el mundo rodeada de lujos. Tal vez, si Brad y yo hubiésemos permanecido juntos, habríamos tenido varios hijos después de mi retirada, más o menos a estas alturas, y vivido felices para siempre. Tal vez. Pero ahora la única cosa que sé a ciencia cierta es que si Suzze no hubiese cambiado mis píldoras no existiría Mickey.

Las lágrimas asomaron a sus ojos.

– Mickey compensa diez veces todo lo que pasó después, las otras tragedias que siguieron. El hecho es que, fuesen cuales fuesen los motivos que tuvo Suzze, Mickey está aquí gracias a ella. El regalo más grande que me ha hecho Dios por lo que ella hizo. No sólo la perdoné, sino que le di las gracias, porque cada día, no importa lo jodida que me levante, me arrodillo y doy gracias a Dios por ese hermoso y perfecto muchacho.

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