Myron Bolitar, el maestro de la autorracionalización.
Había realizado algunas reformas recientemente; había cambiado los baños, pintado las paredes de un color neutro, remodelado la cocina y, sobre todo, para que sus padres no tuviesen que subir las escaleras, Myron había convertido lo que había sido un estudio en la planta baja en un dormitorio para ellos. La primera reacción de su madre fue: «¿Esto disminuirá el valor de su precio?». Después de haberle asegurado que no sería así -aunque en realidad no tenía ni la menor idea-, ella se había acomodado muy bien.
El televisor estaba encendido.
– ¿Qué estáis viendo? -preguntó Myron.
– Tu padre y yo ya nunca miramos nada en directo, utilizamos esa máquina DMV para grabar los programas.
– DVR -le corrigió papá.
– Gracias, señor Televisión. El señor Ed Sullivan, damas y caballeros. El DMV, DVR o lo que sea. Grabamos el programa, Myron, luego lo miramos y nos saltamos los anuncios. Así ahorramos tiempo.
Se tocó la sien, para indicar que hacerlo era una muestra de inteligencia.
– Entonces, ¿qué estabais viendo?
– Yo -dijo papá, estirando esa única palabra- no estaba viendo nada.
– Sí, el señor Sofisticación ya no mira nunca la tele. Nada menos que un hombre que se quiere comprar todas las temporadas del show de Carol Burnett y que todavía añora aquellos tostones de Dean Martin.
Su padre se encogió de hombros.
– Tu madre -continuó su madre, encantada de usar la tercera persona- es mucho más moderna, está mucho más al día, y mira los reality shows. Tú dirás lo que quieras, pero a mí me divierten. En cualquier caso, estoy pensando en escribirle una carta a Kourtney Kardashian. ¿Sabes quién es?
– Imagínate que sí.
– No me imagino nada. La conoces. No hay nada vergonzoso en ello. Lo que es una vergüenza es que todavía esté con aquel idiota borracho del traje color pastel, que parece un gigantesco Pato de Pascua. Es una chica bonita. Podría hacerlo mucho mejor, ¿no crees?
Myron se frotó las manos.
– Veamos, ¿quién tiene hambre?
Fueron a Baumgart's y pidieron pollo kung pao y un montón de entrantes. Antes sus padres solían comer con el entusiasmo de jugadores de rugby en una barbacoa, pero ahora su apetito era menor, su manera de masticar más lenta y sus hábitos en la mesa se habían vuelto muy delicados.
– ¿Cuándo vamos a conocer a tu prometida? -preguntó mamá.
– Pronto.
– Creo que deberíais celebrar una boda por todo lo alto. Como Khloe y Lamar.
Myron interrogó a su padre con la mirada. Éste dijo por toda explicación:
– Khloe Kardashian.
– Y -añadió mamá-, Kris y Bruce van a conocer a Lamar antes de la boda, y él y Kloe apenas si se conocen entre ellos. Tú conoces a Terese desde hace, ¿cuánto?, ¿diez años?
– Algo así.
– Entonces, ¿dónde viviréis? -preguntó mamá.
– Ellen -dijo papá con aquel tono.
– Calla. ¿Dónde?
– No lo sé -contestó Myron.
– No quiero entrometerme -comenzó ella, con el típico aviso de que sí lo haría-, pero yo no mantendría nuestra vieja casa. Me refiero a que no viváis allí. Sería muy extraño, todo eso del vínculo. Necesitáis un hogar propio, algo totalmente nuevo.
– El… -comenzó papá.
– Ya veremos, mamá.
– Yo sólo lo decía.
Cuando acabaron, Myron los llevó de vuelta a casa. Su madre se disculpó, dijo que estaba cansada y que quería tumbarse un rato. «Vosotros dos hablad tranquilos, chicos.» Myron observó a su padre, preocupado. Éste le dirigió una mirada que decía «No te preocupes». Su padre levantó un dedo cuando la puerta se cerró. Unos momentos más tarde, Myron oyó un pequeño sonido emitido, supuso, por uno de los Kardashian, que decía: «Oh, Dios mío, si ese vestido fuese un poco más de pelandusca podrías llevarlo al Salón de la Vergüenza».
Su padre se encogió de hombros.
– Ahora mismo está obsesionada. Es inofensivo.
Fueron a la galería de madera, en la parte de atrás. Habían tardado casi un año en construirla y era lo bastante fuerte para soportar un tsunami. Cogieron unas sillas con los cojines desteñidos y miraron hacia el patio que Myron todavía veía como el campo de béisbol donde Brad y él jugaban durante horas. El árbol doble era la primera base, un trozo de hierba quemada era la segunda, y la tercera era una piedra enterrada en el suelo. Si le pegaban a la pelota muy fuerte, caía en el huerto de la señora Diamond y ella salía en lo que ellos solían llamar un vestido de estar por casa y les gritaba que se mantuviesen fuera de su propiedad.
Myron oyó las risas procedentes de una fiesta tres casas más allá.
– ¿Los Lubetkin ofrecen una barbacoa?
– Los Lubetkin se marcharon hace cuatro años -dijo papá.
– ¿Entonces quién vive allí ahora?
Su padre se encogió de hombros.
– Yo ya no vivo aquí.
– Aun así. Nos invitaban a todas las barbacoas.
– En nuestros tiempos -señaló su padre-. Cuando nuestros hijos eran jóvenes y conocíamos a todos los vecinos, y los chicos iban a la misma escuela y jugaban en los mismos equipos. Ahora es el turno de otras personas. Así es como debe ser. Necesitas dejar que las cosas se vayan.
Myron frunció el entrecejo.
– Tú solías ser el sutil.
Su padre se rió.
– Sí, lo siento. Así que mientras estoy interpretando este nuevo papel, ¿qué pasa?
Myron evitó decir «¿cómo lo sabes?», porque no tenía ningún sentido. Su padre vestía un polo de golf blanco, aunque nunca había jugado al golf. El vello gris del pecho asomaba por el cuello en forma de uve. Su padre desvió la mirada, consciente de que Myron no era un entusiasta del intenso contacto visual.
Myron decidió lanzarse sin más.
– ¿Has tenido alguna noticia de Brad?
Si su padre se sorprendió al oír a Myron decir ese nombre -la primera vez en más de quince años- no lo demostró. Bebió un sorbo de su té frío y fingió pensar.
– Recibimos un e-mail, oh, hace un mes.
– ¿Dónde estaba?
– En Perú.
– ¿Qué hay de Kitty?
– ¿Qué pasa con ella?
– ¿Estaba con él?
– Supongo. -Ahora su padre se volvió para mirarle-. ¿Por qué?
– Creo que anoche vi a Kitty en Nueva York.
Su padre se echó hacia atrás.
– Supongo que es posible.
– ¿No se hubiesen puesto en contacto contigo, si estuvieran aquí?
– Quizás. Puedo enviarle un e-mail y preguntárselo.
– ¿Podrías?
– Claro. ¿Quieres decirme de qué va todo esto?
No le dio muchas explicaciones. Le dijo que estaba buscando a Lex Ryder cuando vio a Kitty. Su padre asintió mientras Myron hablaba. Cuando acabó, su padre dijo:
– No tengo noticias suyas con frecuencia. Algunas veces pasan meses. Pero está bien. Me refiero a tu hermano. Creo que ha sido feliz.
– ¿Ha sido?
– ¿Perdón?
– Has dicho «ha sido feliz». ¿Por qué no has dicho «es feliz»?
– Sus últimos e-mails -explicó papá-. Son, no sé, diferentes. Quizá más secos. Más para informar. Pero claro, no estoy muy unido a él. No me interpretes mal. Le quiero. Le quiero tanto como a ti y a tu hermana. Pero no estamos muy unidos.
Su padre bebió otro sorbo de té frío.
– Lo estabas -dijo Myron.
– No, en realidad no. Por supuesto, cuando él era joven, todos formábamos parte de su vida.
– ¿Qué fue lo que cambió?
Su padre sonrió.
– Tú culpaste a Kitty.
Myron no dijo nada.
– ¿Crees qué tú y Terese tendréis hijos? -preguntó papá.
El cambio de tema le desconcertó. Myron no sabía muy bien qué responderle.
– Es una pregunta delicada -dijo, con voz pausada. Terese ya no podía tener más hijos. Él todavía no se lo había dicho a sus padres porque, hasta que no la llevase a los médicos adecuados, seguía sin poder aceptarlo. En cualquier caso, no era el mejor momento para sacar el tema-. Ya somos un poco mayores, pero quién sabe.
Читать дальше