Harlan Coben - Alta tensión

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Myron Bolitar siempre ha soñado con la voluptuosa mujer fatal que acaba de entrar en su despacho para pedirle ayuda. Tiene unas curvas de locura, pero está embarazada de ocho meses, y eso pone fin a todas las posibles fantasías de Bolitar. La antigua estrella del tenis Suzze T y su marido, Lex, una estrella del rock, son clientes, y a lo largo de los años Myron ha negociado multitud de contratos para la preciosa pareja. Pero ahora Lex ha desaparecido y la muy embarazada Suzze llora, convencida de que los rumores colgados en la red poniendo en duda la paternidad del bebé hayan alejado al hombre que ella jura es el padre de su hijo.
“Harlan Coben es el maestro moderno del “agárrate y no te menees” desde la primera página, para dejarte completamente noqueado en la última.” Dan Brown

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– No dije eso. Es más, juraría que era ella.

– ¿Te importa explicarte?

– ¿Estás cerca de un ordenador? -preguntó Suzze.

– No. Camino al despacho como un estúpido animal. Debería estar allí dentro de unos cinco minutos.

– Olvídalo. ¿Puedes coger un taxi y venir a la academia? De todas maneras, quiero mostrarte algo.

– ¿Cuándo?

– Estoy a punto de comenzar una clase. ¿Una hora?

– Vale.

– ¿Myron?

– ¿Qué?

– ¿Qué aspecto tenía Lex?

– Se le veía bien.

– Tengo un mal presentimiento. Creo que lo voy a joder todo.

– No lo harás.

– Es lo que hago siempre, Myron.

– Esta vez no. Tu agente no te dejará.

– No te dejará -repitió ella, y Myron casi la vio sacudir la cabeza-. Si algún otro me hubiese dicho eso, creería que es la cosa más tonta que había oído nunca. Pero viniendo de ti… No, lo siento, sigue siendo tonta.

– Te veré dentro de media hora.

Myron aceleró el paso y entró en el edificio LockHorne -sí, el nombre completo de Win era Windsor Horne Lockwood y, como solían decir en la escuela, tienes que pillar el concepto- y subió en el ascensor hasta el piso doce. Las puertas se abrieron directamente en la recepción de MB Reps. Algunas veces, cuando los chicos del ascensor apretaban el botón equivocado y se abría la puerta, gritaban ante lo que veían.

Big Cyndi. La extraordinaria recepcionista de MB Reps.

– Buenos días, señor Bolitar -gritó con la aguda voz de la adolescente que acaba de ver aparecer a su ídolo.

Big Cyndi medía un metro noventa y dos y hacía poco que había acabado una dieta depurativa de sólo zumos durante cuatro días, así que ahora pesaba ciento cincuenta y cinco kilos. Sus manos tenían el tamaño de almohadas. Su cabeza parecía un ladrillo de hormigón.

– Hola, Big Cyndi.

Ella insistía en que la llamase así, nunca Cyndi o Big a secas, y a pesar de que le conocía desde hacía años, le gustaba la formalidad de llamarle señor Bolitar. Dedujo que hoy Big se sentía mucho mejor. La dieta había oscurecido el habitual talante alegre de Big Cyndi. Durante algunos días había gruñido más que hablado, y su maquillaje, por lo general un espectáculo en tecnicolor, había pasado a un duro blanco y negro, a medio camino entre el gótico de la década de 1990 y los Kiss de la de 1970. Ahora, como siempre, parecía que se había aplicado una caja de sesenta y cuatro barras de colores de cera en el rostro y encendido después una lámpara de infrarrojos.

Big Cyndi se levantó de un salto. Myron ya estaba curado de espantos respecto a cómo se vestía -chándales elásticos, tops-, pero este atuendo casi le hizo retroceder. El vestido era de gasa, pero parecía como si hubiese intentado envolver todo su cuerpo en serpentinas. Una especie de tiras de papel crepé púrpura rosado comenzaban a la altura de los pechos y la envolvían y envolvían hasta más allá de las caderas y se detenían apenas por debajo de las nalgas. Había roturas en la tela y fragmentos que colgaban como los andrajos que Bruce Banner vestía después de convertirse en La Masa. Ella le sonrió y giró con fuerza sobre una pierna, y la Tierra tembló sobre su eje mientras lo hacía. Había una abertura con forma de diamante en la parte inferior de la espalda, cerca del coxis.

– ¿Le gusta? -preguntó ella.

– Supongo.

Big Cyndi se volvió hacia él, apoyó las manos en sus caderas envueltas en papel crepé e hizo un puchero.

– ¿Supone?

– Es fantástico.

– Lo diseñé yo misma.

– Tienes mucho talento.

– ¿Cree que a Terese le gustará?

Myron abrió la boca, se detuvo y la cerró. Oh, oh.

– ¡Sorpresa! -gritó Big Cyndi-. Yo misma diseñé estos vestidos para las damas de honor. Es mi regalo para ustedes dos.

– Ni siquiera hemos fijado la fecha.

– La verdadera moda soporta la prueba del tiempo, señor Bolitar. Me alegra tanto que le guste. Estuve a punto de decidirme por el color espuma de mar, pero creo que el fucsia es más cálido. Soy más una persona de tonos cálidos. Creo que Terese también lo es, ¿no?

– Claro que sí -dijo Myron-. Se pirra por el fucsia.

Big Cyndi le dirigió una sonrisa lenta -unos dientes diminutos en una boca gigante- que haría chillar a los niños. Él le devolvió la sonrisa. Dios, amaba a esa giganta chiflada.

Myron señaló la puerta de la izquierda.

– ¿Está Esperanza?

– Sí, señor Bolitar. ¿Debo informarle de que está usted aquí?

– Ya lo hago yo, gracias.

– Por favor, dígale que estaré con ella para la prueba dentro de cinco minutos.

– Lo haré.

Myron llamó con suavidad a la puerta y entró. Esperanza estaba sentada a su mesa. Vestía el vestido fucsia, aunque ella, con los estratégicos rotos, se parecía más a Raquel Welch en Hace un mill ó n de a ñ os. Myron contuvo la carcajada.

– Un solo comentario y eres hombre muerto -le advirtió Esperanza.

– ¿Yo? -Myron se sentó-. Sin embargo, creo que el gris espuma de mar te sentaría mejor. No eres una persona de tonos cálidos.

– Tenemos una reunión al mediodía.

– Volveré para entonces, y con un poco de suerte te habrás cambiado. ¿Algún cargo en las tarjetas de crédito de Lex?

– No.

Esperanza no le miró, su mirada leía unos papeles que había en su mesa con demasiada concentración.

– ¿Qué? -dijo Myron con el tono más indiferente posible-. ¿A qué hora volviste a casa anoche?

– No te preocupes, papá. No me salté el toque de queda.

– No me refería a eso.

– Claro que sí.

Myron miró el montón de fotos de familia en la mesa.

– ¿No quieres hablar de ello?

– No, doctor Phil, no quiero.

– Vale.

– Y no me vengas con esa cara de santurrón. Anoche no hice nada más que coquetear.

– No estoy aquí para juzgarte.

– Sí, pero lo haces de todas maneras. ¿Adónde vas?

– A la academia de tenis de Suzze. ¿Has visto a Win?

– Creo que todavía no ha llegado.

Myron cogió un taxi para ir al oeste, hacia el río Hudson. La academia de tenis de Suzze T estaba cerca del muelle de Chelsea, en algo que parecía, o quizá lo era, una gigantesca burbuja blanca. Cuando entrabas en las pistas, la presión del aire utilizado para hinchar la burbuja hacía que te pitasen los oídos. Había cuatro pistas, todas llenas de mujeres jóvenes/adolescentes/niñas que jugaban al tenis con los instructores. Suzze estaba en la pista uno, embarazada de ocho meses, y daba instrucciones de cómo acercarse a la red a dos adolescentes con coletas, rubias y bronceadas. Los golpes directos se practicaban en la pista dos, el revés en la pista tres, y el servicio en la pista cuatro. Alguien había puesto aros de hula-hop en las esquinas de las líneas de servicio como objetivos. Suzze vio a Myron y le hizo señas de que le diese un minuto.

Myron volvió a la sala de espera que daba a las pistas. Las mamás estaban allí, todas vestidas con prendas de tenis blancas. El tenis es el único deporte donde a los espectadores les gusta vestirse como los participantes, como si de pronto pudiesen llamarles para que dejasen las gradas y jugasen. A pesar de todo -y Myron sabía que eso era políticamente incorrecto-, las mamás vestidas con ropas de tenis tenían un atractivo especial. Así que las miró. Sin que se le desorbitasen los ojos. Era demasiado sofisticado para eso. Pero las miró.

La lujuria, si es que se trataba de eso, desapareció muy pronto.

Las mamás observaban a sus hijas con demasiada intensidad, como si sus vidas dependiesen de cada golpe. Al mirar a Suzze a través de la ventana y verla compartir unas risas con una de sus alumnas, recordó a la propia madre de Suzze, que utilizaba términos como «concentrada» o «impulsiva» para disimular lo que tendría que haberse llamado «crueldad innata». Algunos creen que estos padres pierden la chaveta porque están viviendo sus vidas a través de los hijos, pero no es verdad, porque nadie se trataría a sí mismo con tanta dureza. La madre de Suzze quería crear una jugadora de tenis, y punto. Consideraba que la mejor manera de hacerlo era destrozar cualquier otra cosa que le diese a su hija alegría o autoestima, y hacerla completamente dependiente de cómo manejaba la raqueta. Si derrotas a tu oponente, eres buena; si pierdes, no eres nada. Hizo más que reprimir el amor. Reprimió cualquier indicio de autoestima.

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