– Tal vez pronto.
– ¿Tal vez pronto, qué?
– Dejarás de bloquearte -aclaró Esperanza.
– Puede ser, sí.
– Entonces hablaremos. Mientras tanto…
– No seas tonto -acabó él la frase.
El gimnasio estaba ubicado en un hotel pijo del centro. Tenía todas las paredes revestidas de espejos. El techo y el friso de recepción eran blancos como la leche, igual que el uniforme de los entrenadores personales. Las máquinas de pesas y de ejercicio eran tan estilosas y cromadas y bonitas que no te atrevías ni a tocarlas. Todo en aquel lugar resplandecía. Casi daba la tentación de ponerse a hacer ejercicio con gafas de sol.
Myron lo encontró en un banco de pesas, esforzándose sin que nadie le vigilara. Esperó, observándolo luchar contra la gravedad y la mancuerna. La cara de Chase Layton estaba totalmente roja, los dientes apretados, las venas de la frente hinchándose por el esfuerzo. Le llevó un tiempo, pero el abogado salió victorioso. Dejó caer el peso en su base y los brazos le cayeron a los lados como si acabara de saltarse una conexión neuronal.
– No debería aguantarse la respiración -dijo Myron.
Chase levantó la vista hacia él. No pareció ni sorprendido ni enfadado. Se incorporó, respirando dificultosamente, y se secó la cara con una toalla.
– No le robaré mucho tiempo -dijo Myron.
Chase dejó la toalla y lo miró.
– Sólo he venido a decirle que si quiere ponernos una denuncia, Win y yo no se lo impediremos.
Chase no respondió.
– Siento mucho lo que hice -dijo Myron.
– Vi las noticias -dijo Chase-. Lo hizo para salvar la vida del muchacho.
– Eso no es excusa.
– Quizá no. -Se levantó y añadió una pesa a cada lado de la barra-. Francamente, señor Bolitar, no sé muy bien lo que pensar.
– Si quiere denunciarnos…
– No, no quiero.
Myron no sabía muy bien qué decir, de modo que se limitó a musitar un «gracias».
Chase Layton asintió con la cabeza y se sentó en el banco. Luego miró a Myron:
– ¿Quiere saber qué es lo peor?
No, pensó Myron, pero se aventuró:
– Si quiere decírmelo…
– La vergüenza -dijo Chase.
Myron fue a decir algo, pero Chase le hizo un gesto para que no lo hiciera.
– No son la paliza ni el dolor, sino la sensación de indefensión total. Éramos seres primitivos, éramos hombre contra hombre, y yo no pude hacer nada más que aceptarlo. Me hizo sentir como si -levantó la vista, buscó la palabra, lo miró a los ojos-, como si yo no fuera un hombre real.
Aquellas palabras hicieron encogerse a Myron.
– He estudiado en esas escuelas prestigiosas, me he hecho socio de los clubs más selectos y he ganado una fortuna en la profesión que elegí. Soy padre de tres hijos a los que he educado y amado de la mejor manera que he podido. Y de pronto, un día aparece usted y me pega, y me doy cuenta de que no soy un hombre de verdad.
– Se equivoca -dijo Myron.
– Está a punto de decir que la violencia no es la medida de un hombre y, en cierto punto, tiene razón. Pero en otro nivel, en el nivel básico que nos convierte en hombres, los dos sabemos que quien está equivocado es usted. Y no haga ver que no sabe de lo que hablo. Sólo sería agravar el insulto.
Myron se tragó los tópicos que acababa de oír. Chase respiró hondo y se volvió hacia la barra.
– ¿Necesita un ayudante? -dijo Myron.
Chase Layton la agarró y la sacó de su base.
– No necesito a nadie -respondió.
Llegó el jueves. Karen Singh le presentó a una experta en fertilidad, llamada doctora Barbara Dittrick. Ésta le dio un vaso pequeño a Myron y le dijo que se masturbara en él. La vida ofrecía experiencias surrealistas y vergonzosas, pero que te lleven a una salita para masturbarte en un vaso mientras todos los demás esperan a que acabes en la sala de al lado tenía que estar entre las que se llevan la palma.
– Entre aquí, por favor -le indicó la doctora Dittrick.
Myron miró el vasito con el ceño fruncido:
– Normalmente insisto en que me regalen flores y me inviten al cine antes.
– Bueno, al menos tiene la película -dijo, señalándole un televisor-. En el vídeo hay pelis porno. -Salió de la sala y cerró la puerta detrás de ella.
Miró los títulos. La rubia dorada, Papi Rompepechos, Campo de sue ñ os h ú medos (Los cruzar á s corri é ndote). Frunció el ceño y las dejó de lado. Más o menos. Miró la butaca giratoria de piel, una de esas reclinables, en la que probablemente se habían sentado centenares de hombres para… La cubrió con servilletas de papel e hizo lo que le tocaba, aunque tardó un poco. Su imaginación se iba en la dirección equivocada y generaba auras tan eróticas como el pelo de una peca en el culo de un viejo. Cuando hubo acabado, abrió la puerta, le entregó el vaso a la doctora Dittrick e intentó sonreír. Se sentía como el tío más ridículo del mundo. La doctora llevaba guantes de goma, a pesar de que la, digamos, muestra, estaba dentro del vaso. Como si corriera el riesgo de quemarse. Lo llevó a un laboratorio en el que «lavaban» (era la expresión de ella, no la de Myron) el semen. El semen fue declarado «útil pero lento», como si se estuviera retrasando en la clase de álgebra.
– Qué gracia -comentó Emily-, yo siempre había encontrado a Myron útil pero rápido.
– Ja, ja -exclamó Myron.
En unas pocas horas Emily se encontraba tendida en una cama de hospital. La doctora Dittrick le sonrió mientras le insertaba lo que parecía una jeringuilla gigante y apretaba el émbolo. Myron le tomó la mano y Emily sonrió.
– Es romántico -dijo.
Myron le respondió con una mueca.
– ¿Qué?
– ¿Y útil? -dijo él.
Ella se rió:
– Pero rápido.
Dittrick acabó su trabajo. Emily se quedó tumbada durante una hora más. Myron esperó con ella. Lo estaban haciendo para salvarle la vida a Jeremy, eso era todo. Él no dejaba que el futuro entrara dentro de la ecuación, no sopesaba los efectos a largo plazo o lo que eso pudiera un día significar. Era irresponsable, desde luego, pero ahora había que pensar en las prioridades.
Tenían que salvar a Jeremy, al cuerno todo lo demás.
Aquella tarde lo llamó Terese Collins desde Atlanta.
– ¿Puedo venir a verte? -le preguntó.
– ¿En la tele te dan más vacaciones?
– De hecho, mi productor me ha animado a tomarme unos días.
– ¿Ah, sí?
– Tú, mi atractivo amigo, formas parte de una noticia enorme -dijo Terese.
– Has utilizado las palabras «atractivo» y «enorme» en la misma frase.
– ¿Y eso te ha puesto cachondo?
– Bueno, podría causarle ese efecto a un hombrecito.
– Y tú eres ese hombrecito.
– Oh, gracias.
– Y también eres el único de toda esta historia que no piensa hablar con los periodistas.
– De modo que sólo me quieres por mi inteligencia -dijo Myron-. Me siento tan utilizado.
– Sigue soñando, culo estupendo. Lo que quiero es tu cuerpo. Es mi productor el que desea tu cerebro.
– ¿Y está bueno, tu productor?
– No.
– ¿Terese?
– ¿Sí?
– No quiero hablar de lo que ha ocurrido.
– Perfecto -dijo ella-, porque yo tampoco quiero oírlo.
Hubo un breve silencio.
– Sí -dijo Myron-. Me gustaría mucho que vinieras a verme.
Al cabo de diez días, Karen Singh lo llamó a casa. -El embarazo no ha cuajado. Myron cerró los ojos.
– Lo podemos volver a intentar el mes que viene -añadió ella.
– Gracias por llamar, Karen.
– De nada.
Hubo un momento de silencio.
– ¿Hay algo más? -preguntó Myron.
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