– Me da igual, lo quiero por escrito.
– Y yo quiero oír lo que pretende.
– De acuerdo -dijo Clara-, éste es el trato. Nosotros les ayudamos a encontrar a Jeremy Downing y, a cambio, usted nos garantiza que no pedirán la pena de muerte para Edwin Gibbs. También se comprometen a someterlo a pruebas psiquiátricas. Luego recomendarán que sea internado en un centro de salud mental adecuado y no en una cárcel.
– Debe de estar bromeando.
– Y hay más -añadió Clara.
– ¿Más?
– El señor Edwin Gibbs también consentirá la donación de médula ósea a Jeremy Downing si surge la necesidad. Entiendo que el señor Bolitar, aquí presente, representa a la familia. Para que conste, debe aparecer como testigo de este acuerdo.
Nadie dijo nada.
– Bueno, ¿estamos de acuerdo? -dijo Clara.
– No -dijo Ford-, no lo estamos.
Clara se ajustó las gafas.
– Este trato es innegociable. -Se volvió para salir, deteniendo la mirada en Myron, que se limitó a mover la cabeza.
– Soy su abogado -le dijo Clara.
– ¿Y dejarías morir a un niño por él? -le inquirió Myron.
– No empieces -dijo Clara, aunque su voz era dulce.
Myron volvió a estudiar su rostro, sin encontrar ninguna señal de concesión. Se volvió hacia Ford:
– Acceda -le dijo.
– ¿Está loco?
– A la familia le importa el justo castigo, pero les importa más encontrar a su hijo. Acceda a sus condiciones.
– ¿Cree que voy a acatar sus órdenes?
La voz de Myron era amable:
– Vamos, Eric.
Ford frunció el ceño, se frotó la cara con las dos manos y luego las dejó caer a los lados.
– Este acuerdo presupone, por supuesto, que el chico sigue vivo.
– No -dijo Clara Steinberg.
– ¿Cómo?
– Vivo o muerto, eso no cambia el estado de la salud mental de Edwin Gibbs.
– De modo que no saben si está vivo o…
– Si lo supiéramos, sería una información entre abogado y cliente y, por lo tanto, confidencial.
Myron la miró con los ojos llenos de terror. Ella le devolvió la mirada sin pestañear. Myron tanteó a Stan, pero seguía con la cabeza gacha. Hasta la expresión de Win, normalmente modelo de neutralidad, estaba ahora crispada. Win tenía ganas de hacerle daño a alguien. Tenía muchísimas ganas de hacerle daño a alguien.
– No podemos acceder a lo que nos piden -dijo Ford.
– Pues, entonces, no hay trato -replicó Clara.
– Tiene que ser razonable y…
– ¿Hay trato o no hay trato?
Eric negó con la cabeza:
– No.
– Nos vemos en el juicio, entonces.
Myron se acercó a cortarle el paso.
– Apártate, Myron -dijo Clara.
Él se limitó a mirarla. Ella levantó la vista.
– ¿No crees que tu madre haría lo mismo? -dijo Clara.
– Deja a mi madre tranquila.
– Apártate -insistió ella. La tía Clara tenía sesenta y seis años, pero ahora, por primera vez desde que la conocía, parecía mayor para su edad.
Myron se volvió hacia Eric Ford:
– Acceda -le dijo.
Él negó con la cabeza:
– Probablemente el chico esté muerto.
– Probablemente -repitió Myron-, pero no tenemos la certeza.
Ahora intervino Win:
– Acceda -repitió.
Ford lo miró.
– No saldrá tan fácilmente -afirmó Win.
Stan levantó finalmente la cabeza al oírlo:
– ¿Qué demonios se supone que quiere decir con eso?
Win lo miró con ojos inexpresivos:
– Absolutamente nada.
– Quiero que mantengan a este hombre lejos de mi padre.
Win le sonrió.
– No lo entiende, ¿no? -insistió Stan-. Ninguno de ustedes lo entiende: mi padre está enfermo. No es responsable de sus actos. No nos lo estamos inventando; cualquier psiquiatra competente estaría de acuerdo. Necesita ayuda.
– Debería morir -dijo Win.
– Es un hombre enfermo.
– Cada día mueren muchos hombres enfermos -añadió Win.
– No me refiero a eso. Es como una persona que tiene una enfermedad de corazón. O cáncer. Necesita ayuda.
– Secuestra y probablemente mata a gente -dijo Win.
– ¿Y no importa por qué lo hace?
– Pues claro que no importa -respondió Win-. Lo hace y punto. No tiene que ser ingresado cómodamente en un hospital mental. No debe tener derecho a mirar películas maravillosas ni a leer un libro estupendo ni a volver a reírse. No tiene que poder ver a una mujer bella ni que poder escuchar música de Beethoven, no tiene que poder gozar nunca más de la amabilidad y del amor. Y no tiene derecho porque sus víctimas nunca más podrán hacerlo. ¿Qué es lo que no entiende de esto, señor Gibbs?
Stan temblaba.
– Acceda -le dijo a Ford- o no cooperaremos.
– Si el niño muere por culpa de esta negociación -le dijo Win a Stan-, usted morirá.
Clara se puso delante de Win:
– ¿Está amenazando a mi cliente? -le gritó.
Win le sonrió.
– Yo nunca amenazo.
– Hay testigos.
– ¿Está preocupada por poder cobrar sus emolumentos, letrada? -le preguntó Win.
– Ya basta -intervino Eric Ford. Miró a Myron, que asintió con un gesto-. Está bien -dijo Ford lentamente-. Accedemos. Y, ahora, díganos dónde está.
– Tendré que llevarles -dijo Stan.
– ¿Otra vez?
– Soy incapaz de darles indicaciones. Ni siquiera estoy seguro de poder encontrarlo, después de tantos años.
– Pero nosotros también vamos -dijo Kimberly Green.
– Sí.
Hubo un momento de vacío, una quietud repentina que a Myron no le gustó.
– ¿Está vivo o muerto? -preguntó Myron.
– ¿La verdad? -respondió Stan-. No lo sé.
Eric Ford conducía con Kimberly Green de copiloto, y Myron y Stan iban detrás. Los seguían varios coches llenos de agentes. También la prensa. No pudieron evitarlo.
– Mi madre murió en 1977 -explicó Stan-. De cáncer. Mi padre ya no estaba bien. Lo único en la vida que le importaba, lo único bueno que tenía, era mi madre. La quería mucho.
El reloj del coche marcaba las 4.03 de la madrugada. Stan les indicó por dónde tenían que salir de la carretera 15. Había un cartel que señalaba Dingsman Bridge. Se dirigían a Pennsylvania.
– La poca cordura que le quedaba se la llevó la muerte de mi madre. Él la vio sufrir. Los médicos lo intentaron todo, utilizaron todos los avances tecnológicos, pero eso sólo la hizo sufrir más. Fue entonces cuando mi padre empezó a obsesionarse con la fuerza de la mente. Si mi madre no se hubiera apoyado tanto en la tecnología, pensaba. Si en vez de ello, hubiera usado su mente. Si hubiera visto su potencial ilimitado. La tecnología la había matado, decía, le había dado falsas esperanzas, y le había impedido usar lo único capaz de salvarla: el ilimitado poder del cerebro humano.
Nadie comentó nada.
– Teníamos una casa de veraneo aquí. Era muy bonita. Seis hectáreas de terreno, a un paseo de un lago. Mi padre me llevaba a menudo a pescar y a cazar. Pero hace muchos años que no voy. Ni siquiera había vuelto a pensar más en el lugar. Trajo a mi madre a morir aquí, luego la enterró en el bosque. ¿Ven? Aquí es donde su sufrimiento acabó para siempre.
La pregunta obvia flotaba en el aire, sin formular: ¿y el de quién más?
Más tarde Myron no recordaría nada de aquel trayecto. Ni edificios, ni monumentos, ni árboles. Al otro lado de su ventanilla estaba la noche oscura, negro sobre negro, los ojos cerrados con fuerza en la más oscura de las habitaciones. Se reclinó y esperó.
Stan les indicó que se detuvieran al pie de una zona boscosa. Sonaban más grillos. Los otros coches pararon junto a ellos. Los federales bajaron y empezaron a peinar la zona. Los focos de las potentes linternas mostraban un terreno irregular. Myron los ignoró. Tragó saliva y echó a correr. Stan corrió con él.
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