Harlan Coben - El miedo más profundo

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No está siendo una buena época para Myron Bolitar: su padre ha sufrido un infarto y su agencia deportiva, MB SportsReps, no está atravesando su mejor momento. Por si eso no bastara, ha recibido la visita imprevista de Emily Downing, una antigua novia, que acude a él desesperada. Su hijo Jeremy, de trece años, se está muriendo y necesita urgentemente un transplante de médula ósea. El único donante compatible ha desaparecido sin dejar ningún rastro. Pero eso no es todo: el chico es hijo del propio Myron, concebido la víspera de la boda de Emily con otro hombre. Bolitar inicia una búsqueda afanosa, pero lo que encuentra es a una poderosa familia con un terrible secreto, a un periodista acusado de plagio, al FBI y el secuestro del mismo Jeremy.
Entre tanto, el agente deportivo se debate entre la responsabilidad de ser padre y las dudas sobre su propia paternidad. En esta aventura, en que lo personal prevalece sobre lo profesional, le acompañarán su inseparable y carismático amigo Win y su socia Esperanza Díaz.

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– ¿Y qué quieres decir?

– Pues que eso pasa porque la gente que viajaba en ese avión son desconocidos. Como ese chico. Los desconocidos no nos importan. No cuentan.

– Habla por ti -dijo Myron.

– ¿Tienes una buena relación con tu padre, Myron?

– Sí.

– Y en el fondo de tu corazón, en tus momentos más profundos y sinceros, si pudieras sacrificar su vida para salvar a esos doscientos desconocidos del avión, ¿lo harías? Piénsalo bien. Si Dios bajara a verte y te dijera: «Vale, ese avión no ha caído nunca. Esa gente ha llegado sana y salva a su destino. A cambio, tu padre morirá», ¿accederías al trueque?

– No me gusta jugar a ser Dios.

– Pero me estás pidiendo que yo lo haga -dijo Stan-. Si entrego a mi padre, le matarán. Le caerá la inyección letal. Si eso no es jugar a ser Dios, no sé qué puede serlo. De modo que, te lo pregunto: ¿cambiarías esas doscientas vidas por la de tu padre?

– No tenemos tiempo…

– ¿Lo harías?

– Mira, si fuera mi padre el que estuviera derribando el avión -dijo Myron-, ¡sí, Stan, las cambiaría!

– ¿Y suponiendo que tu padre no fuera culpable? ¿Si estuviera enfermo, o loco?

– Stan, no tenemos tiempo para eso.

Algo en la expresión de Stan se hundió. Cerró los ojos.

– Ahí afuera hay un menor -insistió Myron-. No podemos dejarle morir.

– ¿Y si ya está muerto?

– No lo sé.

– Desearás la muerte de mi padre.

– No ejecutada por mí -dijo Myron.

Stan respiró hondo y miró hacia Greg Downing. Éste le devolvió la mirada, lo miró fijamente.

– De acuerdo -dijo finalmente-. Pero vamos solos.

– ¿Solos?

– Tú y yo solos.

Kimberly Green cogió un berrinche descomunal:

– ¿Pero tú estás loco?

Volvían a estar dentro, sentados alrededor de la mesa de fórmica. Kimberly Green, Rick Peck y dos federales más de rostro anodino estaban juntos formando una piña. Clara Steinberg permanecía junto a su cliente, Greg junto a Myron. El secuestro de Jeremy había drenado del todo el color del rostro de Greg. Tenía las manos secas, la piel casi quebradiza, los ojos demasiado sólidos y carentes de movimiento. Myron le puso una mano en el hombro, aunque Greg ni siquiera pareció darse cuenta.

– ¿Quieres la colaboración de mi cliente o no? -preguntó Clara.

– ¿Se supone que debo dejar marchar a mi sospechoso número uno?

– No voy a escaparme -dijo Stan.

– ¿Y eso cómo lo sé? -replicó Kimberly.

– Es la única manera -dijo Stan, con tono de súplica-. Ustedes entrarían abriendo fuego, acabarían hiriendo a alguien.

– Somos profesionales -protestó Green-. No entramos a disparos.

– Mi padre es un hombre inestable. Si ve a muchos policías, puedo garantizar que correrá la sangre.

– No tiene por qué ser así -dijo ella-. Está en sus manos.

– Exacto -dijo Stan-. No voy a correr ese riesgo con la vida de mi padre. Nos dejan marchar. No nos sigan. Yo conseguiré que se entregue. Myron estará conmigo en todo momento. Va armado y tiene un teléfono móvil.

– Vamos -dijo Myron-. Estamos perdiendo el tiempo.

Kimberly Green se mordió el labio inferior:

– No tengo autorización para…

– Olvídalo -intervino Clara Steinberg.

– ¿Cómo?

Clara señaló a Kimberly Green con uno de sus dedos regordetes:

– Escúchame bien, señorita. El señor Gibbs no está detenido, ¿correcto?

Green vaciló:

– Así es.

Clara se volvió hacia Stan y Myron y les hizo un gesto con las dos manos, animándolos a marchar:

– Pues, entonces, venga, iros, adiós. Estamos hablando por hablar. ¡Vamos, deprisa!

Stan y Myron se levantaron lentamente.

– ¡Venga!

Stan bajó la vista hacia Kimberly.

– Si sospecho que nos siguen, lo dejo todo, ¿está claro?

Ella se debatió en silencio.

– Llevan tres semanas detrás de mí. Soy perfectamente capaz de saber si me siguen.

– No os seguirán.

Ahora era Greg Downing. Él y Stan volvieron a cruzar la mirada. Greg se levantó:

– Quiero ir con vosotros -dijo Greg-. Probablemente yo sea el más interesado en mantener a tu padre con vida.

– ¿Y eso por qué?

– La médula ósea de tu padre podría salvar la vida de mi hijo. Si él muere, mi hijo también morirá. Y si Jeremy está herido…, bueno, me gustaría estar allí para ayudarle.

Stan no perdió tiempo meditándolo.

– Vamos, deprisa.

35

Stan conducía, Greg iba en el asiento del copiloto, Myron detrás.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Myron.

– Bernardsville -dijo Stan-. Está en el condado de Morris.

Myron conocía el pueblo.

– Es donde murió mi abuela hace tres años -explicó Stan-. Todavía no hemos vendido la casa. Mi padre pasa temporadas allí.

– ¿Y dónde más?

– En Waterbury, Connecticut.

Greg se volvió a mirar a Myron. El viejo, la peluca rubia. Los dos cayeron al mismo tiempo.

– ¿Es Nathan Mostoni?

Stan asintió con la cabeza:

– Es su alias principal. El Nathan Mostoni de verdad es otro paciente de Pine Hills. Así es como se llama ese manicomio de lujo, Pine Hills. Mostoni fue quien tuvo la idea de usar las identidades de los enfermos internos, básicamente para hacer estafas. Mi padre y él se hicieron muy amigos. Cuando Nathan cayó en el delirio total, mi padre adoptó su identidad.

Greg movió la cabeza y apretó los puños:

– ¡Tenía que haber entregado a ese puto loco!

– Usted quiere a su hijo, ¿no, señor Downing?

Greg le echó una mirada a Stan que podría haber agujereado una hoja de titanio:

– ¿Qué coño tiene eso que ver con nada?

– ¿Le gustaría que un día su hijo lo entregara a usted?

– No me venga con chorradas. Si yo fuera un psicópata maníaco violento, sí, mi hijo tendría razón para entregarme. O, mejor, de dispararme un tiro a la cabeza. Sabía que su viejo estaba enfermo, ¿no? Lo mínimo que podía haber hecho es procurarle ayuda.

– Lo intentamos -dijo Stan-. Se ha pasado la mayor parte de su vida adulta encerrado en instituciones, pero no le ha servido de nada. Luego se escapó. Cuando finalmente se puso en contacto conmigo, llevaba ocho años sin verle. Imagíneselo, ocho años. De pronto me llama y me dice que necesita verme como periodista. Me lo dejó muy claro: como periodista. No me daba permiso para revelar la fuente de lo que fuera que quisiera contarme. Me lo hizo prometer. Me quedé más confundido que nunca, pero accedí. Y entonces me contó su historia, todo lo que había estado haciendo. Apenas podía respirar, me quería morir. Sólo quería quedarme sin aliento y morirme.

Greg se tapó la boca con los dedos. Stan se concentró en la carretera. Myron miraba por la ventana. Pensó en el padre de los tres niños, un hombre de cuarenta y un años; en la chica universitaria, de veinte; en la joven pareja de recién casados, de veintiocho y veintisiete. Pensó en el grito de Jeremy al teléfono. Pensó en Emily esperando en casa, con su mente sembrando semillas, enferma y atormentada.

Salieron de la carretera 78 y tomaron la 287 en dirección norte. Salieron a una zona de calles sinuosas sin ninguna recta. Bernardsville era una localidad de tradición y bienestar rústico, un pueblo de molinos rehabilitados y casas de piedra y norias. Había campos de pasto largo y dorado meciéndose mortecinamente, todo un poco demasiado envejecido y demasiado vasto.

– Es en esta calle -dijo Stan.

Myron miró por la ventana. Tenía la boca seca. Sintió una punzada en el estómago. El coche bajó todavía por unas cuantas curvas en espiral, con la gravilla crujiendo bajo los neumáticos. Había parcelas frondosas entremezcladas con los típicos jardines frontales suburbanos. Muchas construcciones coloniales y ranchos de esos típicos de los años setenta que envejecen como la leche que queda olvidada en la encimera de la cocina. Una señal amarilla advertía de que había niños jugando, pero Myron no vio a ninguno.

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