Harlan Coben - El miedo más profundo

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No está siendo una buena época para Myron Bolitar: su padre ha sufrido un infarto y su agencia deportiva, MB SportsReps, no está atravesando su mejor momento. Por si eso no bastara, ha recibido la visita imprevista de Emily Downing, una antigua novia, que acude a él desesperada. Su hijo Jeremy, de trece años, se está muriendo y necesita urgentemente un transplante de médula ósea. El único donante compatible ha desaparecido sin dejar ningún rastro. Pero eso no es todo: el chico es hijo del propio Myron, concebido la víspera de la boda de Emily con otro hombre. Bolitar inicia una búsqueda afanosa, pero lo que encuentra es a una poderosa familia con un terrible secreto, a un periodista acusado de plagio, al FBI y el secuestro del mismo Jeremy.
Entre tanto, el agente deportivo se debate entre la responsabilidad de ser padre y las dudas sobre su propia paternidad. En esta aventura, en que lo personal prevalece sobre lo profesional, le acompañarán su inseparable y carismático amigo Win y su socia Esperanza Díaz.

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– ¿Señor Lex?

Dennis Lex se limitó a mirarlo fijamente.

– No puede hablar -dijo ella.

Myron se volvió:

– No lo entiendo -dijo.

– Antes estaba en lo cierto, estamos en una clínica. Algo así. En otra época, supongo que lo habrían llamado sanatorio privado.

– ¿Cuánto tiempo lleva aquí su hermano?

– Treinta años -dijo. Se acercó a la cama y, por primera vez, bajó la mirada hacia su hermano-. Verá, señor Bolitar, aquí es donde los ricos almacenamos lo desagradable. -Se acercó más y acarició la mejilla de su hermano. Dennis Lex no reaccionó-. Tenemos demasiada educación como para no dar lo mejor a nuestros seres amados. Todo es muy humano y práctico, ¿sabe?

Myron esperaba a que le dijera más cosas. Ella seguía acariciando la mejilla de su hermano. Trató de verle la cara, pero ella la mantenía agachada y dándole la espalda.

– ¿Por qué está aquí? -le preguntó Myron.

– Yo le disparé -dijo.

Myron abrió la boca, la volvió a cerrar, hizo los cálculos.

– Pero usted no era más que una niña cuando desapareció.

– Tenía catorce años -dijo-. Bronwyn tenía seis. -Dejó de acariciar la mejilla de su hermano-. Es una vieja historia, señor Bolitar. Probablemente habrá oído historias parecidas miles de veces. Jugábamos con una pistola cargada. Bronwyn quería sujetarla, yo le dije que no, él quiso cogerla, se disparó. -Lo dijo todo en un suspiro, mirando a su hermano, mientras seguía acariciándole la mejilla-. Éste es el resultado.

Él miró los ojos mortecinos en aquella cama.

– ¿Y lleva así desde entonces?

Ella asintió con la cabeza.

– Durante un tiempo estuve esperando a que muriera. Para poder considerarme oficialmente una asesina.

– Era una niña -dijo Myron-. Fue un accidente.

Ella lo miró y sonrió:

– Vaya, eso significa mucho, viniendo de usted.

Myron no dijo nada.

– No importa -añadió-. Papá se ocupó de todo. Lo organizó para que mi hermano recibiera la mejor atención. Mi padre era alguien muy celoso de su intimidad. Se trataba de su pistola. La había dejado en un sitio en el que sus hijos podían jugar con ella. En aquel momento, tanto sus negocios como su fama estaban en pleno apogeo, y él tenía aspiraciones políticas. Sencillamente, quiso que todo quedara ocultado.

– Y así fue.

Ella movió la cabeza adelante y atrás:

– Sí.

– ¿Y su madre?

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿Cómo reaccionó?

– Mi madre odiaba las cosas desagradables, señor Bolitar. Después del accidente no volvió a ver a su hijo nunca más.

Denis Lex emitió un sonido, un graznido gutural, nada que pareciera ni siquiera remotamente humano. Susan lo tranquilizó delicadamente.

– ¿Tuvieron algún tipo de ayuda, usted y Bronwyn?

Ella levantó una ceja:

– ¿Ayuda?

– Terapia. Para ayudarles a superarlo.

Ahora hizo una mueca:

– Oh, por favor -exclamó.

Myron se quedó quieto, con la mente dando vueltas alrededor de la nada.

– Bueno, ahora ya sabe la verdad, señor Bolitar.

– Supongo.

– ¿Qué quiere decir?

– Me pregunto por qué me ha contado usted todo esto. Se podría haber limitado a enseñarme a Dennis.

– Porque usted no lo contará.

– ¿Cómo puede estar tan segura?

Ella sonrió:

– Una vez le has disparado a tu propio hermano, disparar a un desconocido te parece tan fácil…

– En realidad no cree lo que está diciendo.

– No, supongo que no. -Susan Lex se volvió a mirarlo-. El hecho es que, en realidad, tampoco tiene tanto que contar. Como ha dicho antes, ambos tenemos motivos para tener la boca bien cerrada. A usted lo arrestarían por secuestro y Dios sabe cuántas cosas más. De mi crimen, si es que puede considerarse así, no hay pruebas. Saldría peor parado que yo.

Myron asintió, pero su mente seguía dando vueltas. La historia de ella podía ser cierta, o simplemente algo que se inventaba para ganarse su simpatía, para dar contención al mal. Sin embargo, sus palabras sonaban a verdad. Tal vez sus motivos para hablar eran más sencillos. Quizá, después de todos esos años, sencillamente necesitaba que alguien escuchara su confesión. No importaba. Nada de aquello importaba. Aquí no había nada. Dennis Lex era ciertamente una calle sin salida.

Miró por la ventana. Empezaba a caer la tarde. Miró el reloj. Ahora Jeremy llevaba cinco horas ausente, cinco horas a solas con un loco, y la mejor pista de Myron, su única pista, de hecho, yacía en una habitación de hospital con una lesión cerebral.

El sol brillaba todavía con fuerza y bañaba el extenso jardín de una luz blanquecina. Myron advirtió lo que parecía un laberinto hecho de arbustos. Vio a unos cuantos pacientes en sillas de ruedas, con mantas sobre el regazo, sentados junto a una fuente. Serenos. Los rayos se reflejaban en un estanque y una estatua en medio de…

Se detuvo. La estatua.

Myron sintió que la sangre en las venas se le cristalizaba. Se hizo sombra con una mano y entornó los ojos. -¡Dios mío! -exclamó. Luego salió corriendo hacia las escaleras.

34

El helicóptero de Susan Lex iniciaba su descenso hacia la pista de aterrizaje del complejo hospitalario cuando Kimberly Green lo llamó al móvil.

– Tenemos a Stan Gibbs -le dijo-. Pero el chico no estaba con él.

– Eso es porque el secuestrador no es él.

– ¿Sabes algo que yo no sé?

Myron ignoró la pregunta.

– ¿Ha dicho algo Stan?

– Nada. Ya se ha escudado en un abogado. Dice que no piensa decir nada sin tu presencia. La tuya, Myron. ¿No te parece especialmente sorprendente?

Aunque hubiese respondido, el propulsor del helicóptero habría sofocado el sonido. Retrocedió unos pasos. El helicóptero tocó tierra. El piloto asomó la cabeza y lo saludó con la mano.

– Voy para allá -gritó Myron al teléfono. Lo apagó y se dirigió a Susan Lex-. ¡Gracias!

Ella asintió con un gesto de la cabeza.

Se agachó y corrió hacia el helicóptero. Mientras se elevaban, Myron volvió la vista a tierra. Susan Lex tenía el mentón levantado y lo seguía mirando. La saludó con la mano. Ella respondió a su saludo.

Stan no estaba en una celda de detención porque no tenían ningún motivo para detenerle. Estaba sentado en una sala de espera con la mirada clavada en la mesa, mientras dejaba que su abogada, Clara Steinberg, hablara. Myron conocía a Clara -él la llamaba tía Clara, aunque no estuvieran emparentados- desde antes de tener uso de razón. La tía Clara y el tío Sidney eran los mejores amigos de sus padres. Su padre había ido al colegio con Clara. Su madre había compartido habitación con ella en la residencia de estudiantes, cuando estaba en la facultad de Derecho. De hecho, fue Clara la que organizó la primera cita entre sus padres, y a ella le gustaba recordarle a Myron con un guiño que «tú no estarías aquí de no ser por tu tía Clara». Y luego volvía a guiñarle el ojo. Muy sutil. En vacaciones solía pellizcar las mejillas de Myron como gesto de admiración de su carita.

– Déjame fijar las normas básicas, cariño -le dijo a Myron. Clara tenía el pelo gris y unas gafas demasiado grandes que le ampliaban los ojos y le daban un aspecto de Hormiga Atómica. Levantó la vista hacia él y los enormes ojos parecieron absorberlo todo de golpe. Llevaba una blusa blanca con chaleco gris y falda a conjunto, un pañuelo en el cuello y pendientes de perlas en forma de lágrima. Como una Barbara Bush en versión judía.

– Uno -afirmó-, soy la abogada designada para defender al señor Gibbs. He solicitado que esta conversación no sea escuchada. He cambiado de sala cuatro veces para asegurarme de que las autoridades no nos escuchan, pero no me fío de ellos. Se creen que tu tía Clara es una vieja chocha. Se creen que vamos a hablar aquí mismo.

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