Harlan Coben - El miedo más profundo

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No está siendo una buena época para Myron Bolitar: su padre ha sufrido un infarto y su agencia deportiva, MB SportsReps, no está atravesando su mejor momento. Por si eso no bastara, ha recibido la visita imprevista de Emily Downing, una antigua novia, que acude a él desesperada. Su hijo Jeremy, de trece años, se está muriendo y necesita urgentemente un transplante de médula ósea. El único donante compatible ha desaparecido sin dejar ningún rastro. Pero eso no es todo: el chico es hijo del propio Myron, concebido la víspera de la boda de Emily con otro hombre. Bolitar inicia una búsqueda afanosa, pero lo que encuentra es a una poderosa familia con un terrible secreto, a un periodista acusado de plagio, al FBI y el secuestro del mismo Jeremy.
Entre tanto, el agente deportivo se debate entre la responsabilidad de ser padre y las dudas sobre su propia paternidad. En esta aventura, en que lo personal prevalece sobre lo profesional, le acompañarán su inseparable y carismático amigo Win y su socia Esperanza Díaz.

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– ¿Y no lo haremos? -preguntó Myron.

– No lo haremos -repitió ella. Ahora tenía poco de la mujer que le pellizcaba las mejillas de pequeño; si fuera una atleta, se diría que se había puesto la máscara de los partidos-. Lo primero que haremos es levantarnos. ¿Me entendéis?

– Levantarnos -repitió Myron.

– Eso. Luego os llevaré a ti y a Stan fuera, al otro lado de la calle. Yo me quedaré a ese lado con todos estos simpáticos agentes. Lo hacemos ahora mismo, rápido, para no darles la oportunidad de organizar la vigilancia, ¿Entendido?

Myron asintió. Stan mantenía la mirada fija en la fórmica.

– Bien, sólo quería asegurarme de que vamos todos al mismo paso.

Se levantó y llamó a la puerta. Kimberly Green abrió. Clara salió por delante de ella sin mediar palabra; Myron y Stan la siguieron. Kimberly se apresuró detrás de ellos.

– ¿Adónde se creen que van?

– Cambio de planes, muñeca.

– No pueden hacerlo.

– Claro que puedo. Soy una viejecita encantadora.

– Ni que fuera la Reina Madre -dijo Kimberly-. No irá a ninguna parte.

– ¿Estás casada, cariño?

– ¿Cómo?

– No importa -dijo Clara-. Ahora pruébate esto, a ver cómo te sienta. Mi cliente exige privacidad.

– Ya les prometimos que…

– Chissst. Hablas cuando deberías estar escuchando. Mi cliente exige privacidad, de modo que él y el señor Bolitar saldrán a dar un paseo por ahí. Tú y yo los vigilaremos desde una distancia prudente, pero sin escuchar lo que dicen.

– Ya le he dicho…

– Chissst. Me estás dando dolor de cabeza. -La tía Clara puso los ojos en blanco y siguió andando. Myron y Stan la siguieron. Llegaron a la entrada. Clara señaló una parada de autobús que había al otro lado de la calle.

– Sentaos allí -les dijo-. En el banco.

Myron dijo que de acuerdo. Clara le puso una mano en el codo:

– Cruzad por la esquina -dijo-. Y esperad a que se ponga verde.

Los dos hombres caminaron hasta la esquina y esperaron a que el semáforo estuviera verde antes de cruzar la calle. Kimberly Green y sus agentes echaban humo. Clara los cogió de las manos y los guió otra vez hacia la entrada del edificio. Stan y Myron se sentaron en el banco. Stan miró pasar un autobús de la línea de Nueva Jersey como si ocultara el secreto de la vida.

– No hay tiempo para disfrutar del paisaje, Stan.

Stan se inclinó hacia delante, apoyó los codos sobre las rodillas.

– Esto me resulta muy difícil.

– Si eso facilita algo -dijo Myron-, sé que el secuestrador de Sembrar las Semillas es tu padre.

Stan dejó caer la cabeza entre las manos.

– ¿Stan?

– ¿Cómo lo has sabido?

– Por Dennis Lex. Lo encontré en una clínica privada de Connecticut. Lleva allí treinta años. Pero eso ya lo sabías, ¿no?

Gibbs no respondió.

– La clínica tiene un gran jardín detrás. Con su estatua de Diana la Cazadora. En tu apartamento hay una foto de tu padre y tú delante de esa misma estatua. Él fue paciente de allí, no tienes ni que negarlo ni que confirmarlo; he estado allí. Susan Lex tiene influencias. Un administrador nos ha dicho que Edwin Gibbs había estado ingresado allí con intermitencias durante quince años. Lo demás es relativamente evidente. Tu padre estuvo allí mucho tiempo. Habría sido fácil saber quién más estaba, por muy estricta que sea la supuesta seguridad del centro. De modo que estaba al tanto del caso de Dennis Lex y le robó la identidad. Es una gran maniobra, eso se lo reconozco. Las identificaciones falsas solían ser relativamente fáciles de fabricar: te ibas a un cementerio, identificabas a alguien que hubiera muerto de niño, solicitabas su número de la seguridad social y, ¡bingo! Pero eso ahora ya no funciona. Los ordenadores han acabado con esa triquiñuela legal. Hoy en día, cuando te mueres, tu número de seguridad social se muere contigo. De modo que tu padre robó la identidad de un vivo, pero que ya no hace ningún uso de ella. Alguien permanentemente encerrado. Dicho de otro modo, utilizaba la identidad de alguien que vive sin vida. Y para ser todavía menos identificable, cambió el nombre de la persona. Así, Dennis Lex se convirtió en Davis Taylor. Imposible de seguirle el rastro.

– Sí, pero tú lo has seguido.

– He tenido suerte.

– Continúa -dijo Stan-, dime qué más sabes.

– No tenemos tiempo para esto, Stan.

– No lo entiendes -dijo.

– ¿Qué?

– Si tú eres el único que lo dice, si lo has descubierto tú solo, no supone más que una traición, ¿lo entiendes?

No quedaba tiempo para discusiones. Y tal vez Myron lo entendía.

– Empecemos por la pregunta que cualquier periodista querría saber: ¿por qué tú? ¿Por qué te eligió a ti el secuestrador de Sembrar las Semillas? La respuesta: porque era tu propio padre. Sabía que tú no le denunciarías. Tal vez una parte de ti esperaba que alguien lo descubriera, no lo sé. Ni tampoco sé si fuiste tú quien lo encontró a él, o él quien te encontró a ti.

– Él me encontró a mí -dijo Stan-. Acudió a mí como periodista, no como hijo. Lo dejó muy claro.

– Por supuesto -dijo Myron-. Doble protección. Te tiene atrapado con el hecho de que estarías denunciando a tu propio padre, y además te da una base ética para que guardes silencio. Esa amada Primera Enmienda. No podías revelar tu fuente. Eso te daba una salida muy digna: podías ser a la vez un moralista y un buen hijo.

Stan levantó la vista:

– Entonces ves que no tenía alternativa.

– Oh, yo no lo veo tan sencillo -dijo Myron-. No estabas siendo totalmente altruista. Todos dicen que eras muy ambicioso, y eso tenía su importancia. Este caso te aportó fama. Te cayó encima una información monstruosa, de esas que proyectan las carreras periodísticas a la estratosfera. Saliste por la tele y tuviste tu programa en una cadena por cable. Te dieron un gran aumento y te empezaron a invitar a fiestas elegantes. ¿No querrás decirme que eso no tenía su importancia?

– Eso era un derivado, no un factor.

– Si tú lo dices.

– Es como tú has dicho: no podía denunciarle, aunque quisiera. Había un principio constitucional: incluso si no hubiera sido mi padre, tenía una obligación…

– Eso guárdalo para tu confesor -dijo Myron-. ¿Dónde está?

Stan no respondió. Myron miró al otro lado de la calle. Había mucho tráfico. Los coches empezaban a desdibujarse y, a través de ellos, de pie al otro lado de la calle junto a Kimberly Green, vio a Greg Downing.

– Aquel hombre de allá -dijo Myron, haciendo un gesto con el mentón- es el padre del menor.

Stan miró, pero su cara no cambió de expresión.

– Hay un niño en peligro -dijo Myron-. Eso pasa por delante de tu principio constitucional.

– Sigue siendo mi padre.

– Y tiene secuestrado a una criatura de trece años.

Stan levantó la vista:

– ¿Qué harías tú?

– ¿Qué?

– ¿Entregarías a tu padre, tal cual?

– ¿Si fuera un secuestrador de niños? Sí, lo haría.

– ¿Realmente crees que es tan fácil?

– ¿Quién ha dicho que sea fácil? -replicó Myron.

Stan volvió a apoyar la cabeza entre las manos:

– Está enfermo y necesita ayuda.

– Y también hay una criatura inocente.

– ¿Y?

Myron clavó la mirada en él.

– No quiero parecer insensible, pero a ese menor no lo conozco de nada. No tiene nada que ver conmigo. Mi padre, sí. Eso es lo que importa. Te enteras de que ha caído un avión, ¿vale? Te enteras de que han muerto doscientas personas y suspiras y sigues haciendo tu vida y le das las gracias a Dios de que no viajara ningún ser amado en ese avión. ¿A ti no te pasa?

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