Harlan Coben - El miedo más profundo

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No está siendo una buena época para Myron Bolitar: su padre ha sufrido un infarto y su agencia deportiva, MB SportsReps, no está atravesando su mejor momento. Por si eso no bastara, ha recibido la visita imprevista de Emily Downing, una antigua novia, que acude a él desesperada. Su hijo Jeremy, de trece años, se está muriendo y necesita urgentemente un transplante de médula ósea. El único donante compatible ha desaparecido sin dejar ningún rastro. Pero eso no es todo: el chico es hijo del propio Myron, concebido la víspera de la boda de Emily con otro hombre. Bolitar inicia una búsqueda afanosa, pero lo que encuentra es a una poderosa familia con un terrible secreto, a un periodista acusado de plagio, al FBI y el secuestro del mismo Jeremy.
Entre tanto, el agente deportivo se debate entre la responsabilidad de ser padre y las dudas sobre su propia paternidad. En esta aventura, en que lo personal prevalece sobre lo profesional, le acompañarán su inseparable y carismático amigo Win y su socia Esperanza Díaz.

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Susan Lex lo miró, con la cabeza bien alta, sin retroceder.

– Prometo no decir nada -prosiguió él-. No tengo ningún interés en hacerles daño, ni a usted ni a su familia. Pero me tiene que llevar hasta Dennis.

– ¿Y si me niego?

Myron se limitó a mirarla.

– ¿Me piensa hacer daño? -lo retó ella.

– Acabo de golpear a un hombre inocente -dijo Myron.

– ¿Y le haría lo mismo a una mujer?

– No me gustaría que me acusaran de sexismo.

La expresión de ella seguía siendo de desafío, pero, a diferencia de Chase Layton, ella parecía entender cómo funciona el mundo real.

– Ya sabe el poder que tengo.

– Lo sé.

– ¿Entonces es consciente de lo que le haré cuando todo esto acabe?

– No me importa demasiado. Un niño de trece años acaba de ser secuestrado.

Ella estuvo a punto de sonreír:

– Ah, pensaba que había dicho que necesitaba un trasplante de médula ósea.

– No tengo tiempo para explicaciones.

– Mi hermano no está implicado en esto.

– Eso ya lo he oído antes. -Porque es la verdad. -Pues, entonces, demuéstremelo.

En aquel momento algo cambió en el rostro de ella, en sus rasgos, relajándolos hasta algo que se asemejaba a la tranquilidad. -Venga conmigo -le dijo-. Vamos.

33

Susan Lex le dio indicaciones para que se dirigiera por la FDR hasta el Harlem River Drive, y luego otra vez en dirección norte hasta la 684. Una vez en Connecticut, las carreteras se hacían más silenciosas, los bosques más densos, las edificaciones más escasas, el tráfico prácticamente inexistente.

– Ya casi hemos llegado -dijo Susan Lex-. Ahora me gustaría escuchar la verdad.

– Le he dicho la verdad.

– Bien -dijo ella-. ¿Y cómo piensa salirse de ésta?

– ¿De qué?

– ¿Piensa matarme cuando todo esto haya terminado?

– No.

– Pues entonces iré a por usted. Como mínimo, pienso denunciarle.

– Ya se lo dije antes, no me importa demasiado. Pero he pensado en algo.

– ¿Ah, sí?

– Dennis me salvará.

– ¿Cómo?

– Si es el secuestrador de Sembrar las Semillas…

– No lo es.

– … o tiene algo que ver con él, entonces, lo que he estado haciendo hasta ahora serán tonterías en comparación.

– ¿Y si no lo es?

Myron se encogió de hombros:

– Sea como fuere, me enteraré de lo que ocultan. Hagamos un trato: yo no contaré nunca lo que he visto y a cambio, ustedes me dejan en paz.

– O sencillamente puedo matarle.

– No creo que lo haga.

– ¿No?

– No es una asesina. Y aunque lo fuera, resultaría demasiado complicado. Habría dejado pruebas. Tengo a Win cubriéndome las espaldas. Sería demasiado arriesgado.

– Eso ya lo veremos -dijo ella, aunque esta vez sin distancia. Señaló hacia delante-. Gire aquí.

Señaló un camino de tierra que parecía surgir de la nada. Cincuenta metros más allá, a la izquierda, había una caseta de vigilancia. Myron se detuvo. Susan Lex se inclinó y sonrió. El guarda les hizo un gesto para que pasaran. No había ninguna señal, ninguna indicación, nada. Todo el tinglado parecía una especie de complejo militar.

Una vez superada la caseta de entrada, acababa el sendero de tierra y empezaba un tramo asfaltado hacía poco, a juzgar por el color, un oscuro gris ahumado como en los días de abundante lluvia. Los árboles se alineaban a ambos lados como si fueran el público de un desfile. Más adelante, el camino se estrechaba. Las dos hileras de árboles también estaban más juntas. Myron giró a la izquierda y pasó a través de una entrada de hierro forjado protegida por dos halcones de piedra.

– ¿Dónde estamos? -preguntó Myron.

Susan Lex no respondió.

Una mansión parecía surgir de entre el verdor. El exterior era de estilo georgiano clásico de tono crudo, pero a una escala enorme. Ventanas de estilo Palladio, pilastras, bellos frontones, balcones curvilíneos, esquinas de ladrillo y lo que parecía mampostería auténtica de piedra, todos ellos elementos adornados con abundante hiedra verde. Un juego de puertas dobles marcaba el centro exacto, toda la edificación de una simetría perfecta.

– Aparque el coche allí -le indicó Susan Lex.

Myron siguió el dedo de la mujer. Había, en efecto, una zona de aparcamiento pavimentada. Myron calculó que había unos veinte coches, de varias marcas. Un BMW, un par de Hondas Accord, tres modelos distintos de Mercedes, Fords, todoterrenos, un coche familiar. El parque automovilístico básico estadounidense. Myron volvió la vista hacia la enorme mansión. Ahora advirtió que había rampas, muchas rampas. Se fijó en los coches: había varios que llevaban matrículas de vehículos sanitarios.

– Una clínica -dijo.

Susan Lex sonrió:

– Venga conmigo.

Subieron por el sendero de ladrillo. Había jardineros con guantes que cuidaban arrodillados las flores de los parterres. Una mujer que andaba en dirección contraria se cruzó con ellos. Les sonrió cortésmente pero no dijo nada. Entraron por una puerta en forma de arco y se encontraron en un vestíbulo de dos plantas.

La mujer que estaba sentada detrás del mostrador se levantó, ligeramente sobresaltada.

– No la esperábamos, señora -dijo.

– No pasa nada.

– No tengo el dispositivo de seguridad preparado.

– No importa.

– De acuerdo, señora.

Susan Lex apenas aflojó el paso. Se dirigió a la amplia escalinata de la izquierda y subió por el centro, sin tocar las barandillas. Myron la siguió.

– ¿A qué dispositivo de seguridad se refiere? -preguntó Myron.

– Cuando vengo de visita, se aseguran de que los pasillos estén despejados y de que no haya nadie más.

– ¿Para mantenerla en secreto?

– Sí -respondió sin detenerse-. Habrá advertido que me ha llamado «señora». Forma parte de la discreción de este centro. No mencionan nunca los nombres.

Cuando llegaron al piso de arriba, Susan giró a la izquierda. El pasillo tenía un papel pintado de diseño floral clásico y nada más. Ni mesitas, ni sillas, ni cuadros enmarcados, ni rodapiés orientales. Pasaron por delante de unas doce habitaciones, sólo un par de ellas con la puerta abierta. Myron se fijó en que las puertas eran más anchas de lo habitual y se acordó de su visita al hospital maternoinfantil. Allí las puertas también eran más anchas de lo normal, para las sillas de ruedas, las camillas y cosas así.

Al llegar al fondo del pasillo, Susan Lex se detuvo, respiró hondo y se volvió a mirar a Myron.

– ¿Está preparado?

Él asintió con la cabeza.

Abrió la puerta y entró en la habitación; él la siguió. Una cama antigua con baldaquino, algo más propio de Monticello, la mansión de Jefferson en Virginia, presidía la estancia. Las paredes eran de un verde cálido, con rodapiés de madera. Había un pequeño candelabro de cristal, un sofá Victoriano de color burdeos, una alfombra persa de escarlatas intensos. Por el equipo de música sonaba un concierto de violín de Mozart quizás un poco demasiado alto. En un rincón había una mujer sentada, leyendo un libro. Ella también se incorporó sobresaltada al darse cuenta de quién había entrado.

– Está todo bien -dijo Susan Lex-. ¿Le importa dejarnos unos momentos?

– Por supuesto, señora -dijo la mujer-. Si necesita cualquier cosa…

– La llamaré, gracias.

La mujer hizo una media reverencia cortés y salió a toda prisa. Myron miró al hombre que yacía en la cama. El parecido con el simulacro informático era impresionante, casi perfecto. Incluso, por extraño que pareciera, los ojos mortecinos. Myron se acercó un poco más. Dennis Lex le siguió con sus ojos de muerto, desenfocados, vacíos, como una ventana que da a un espacio vacío.

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