– Tú escucha a tu tía Clara. Es una señora lista. Siempre lo ha sido. Incluso en la escuela, Clara era la más lista de la clase.
– Lo haré.
Vino la camarera. Papá le entregó la nota. Se volvió hacia Myron y se encogió de hombros.
– Se acerca final de mes -dijo papá-. Tengo que usar la cuota mínima de tu abuelo antes del treinta. No quiero que el dinero se pierda.
– Este lugar está bien.
Papá hizo una mueca para mostrar su desacuerdo. Cogió un trozo de pan, lo untó con mantequilla y después lo dejó. Se removió en la silla. Myron lo observó. Papá estaba pensando en algo.
– ¿Así que tú y Jessica habéis roto?
En todos los años que Myron llevaba saliendo con Jessica, papá nunca había preguntado por su relación más allá de las preguntas corteses. No era su estilo. Preguntaba cómo estaba Jessica, qué hacía, cuándo saldría su próximo libro. Era cortés, amistoso y la saludaba con afecto, pero nunca había dado la menor indicación verdadera de cuáles eran sus sentimientos hacia ella. Mamá había dejado bien claro sus propios sentimientos sobre el tema: Jessica no era lo bastante buena para su hijo, ¿pero, claro, quién lo era? Papá era como el gran entrevistador de la tele, la clase de tipo que formula preguntas sin dar al espectador ninguna pista de qué opina al respecto.
– Creo que se ha acabado -dijo Myron.
– ¿Por… -papá se interrumpió, desvió la mirada, lo miró de nuevo- por Brenda?
– No estoy seguro.
– No soy muy bueno dando consejos. Tú lo sabes. Quizá debería haberlo sido. Leí todos aquellos libros de instrucciones de la vida que los padres escriben para sus hijos. ¿Algunas veces los has visto?
– Sí.
– Allí hay toda clase de sabidurías. Como: Contempla una salida de sol una vez al año. ¿Por qué? Suponte que quieres seguir durmiendo. Otro: Dar mucha propina a la camarera del desayuno. Pero suponte que es mal educada. Suponte que es un desastre. Tal vez por eso nunca les hice caso. Siempre veo el otro lado.
Myron sonrió.
– Así que nunca fui muy bueno para dar consejos. Pero hay una cosa que sí aprendí. Una cosa. Así que escúchame porque es importante.
– Vale.
– La decisión más importante que tomarás es con quién te casas -dijo papá-. Puedes coger todas las otras decisiones que hayas tomado, sumarlas todas, y seguirán sin ser tan importantes como ésa. Suponte que eliges mal el empleo. Con la esposa correcta, eso no es un problema. Ella te animará a cambiarlo. Te apoyará en todo. ¿Lo entiendes?
– Sí.
– Recuérdalo, ¿vale?
– Vale.
– Tienes que amarla más que a cualquier otra cosa en el mundo, pero ella también te tiene que amar de igual manera. Tu prioridad será hacerla feliz, y su prioridad será que tú lo seas. Eso es lo curioso: querer a alguien más que a ti mismo. No es fácil. Así que no la mires sólo como un objeto sexual o sólo como una amiga con quien hablar. Imagina cada día con esa persona. Imagina pagar las facturas con esa persona, criar los niños con esa persona, estar encerrado en una habitación con un calor tremendo sin aire acondicionado y un bebé que llora con esa persona. ¿Tiene algún sentido lo que digo?
– Sí. -Myron sonrió y cruzó las manos sobre la mesa-. ¿Es así mamá contigo? ¿Es todas estas cosas para ti?
– Todas esas cosas -admitió papá-, además de ser un grano en el culo.
Myron se rió.
– Si me prometes no decírselo a tu madre, te confiaré un pequeño secreto.
– ¿Qué?
Él se inclinó para susurrar como un conspirador.
– Cuando tu madre entra en la habitación, incluso ahora, incluso después de todos estos años, si fuese, digamos, a pasar junto a nosotros ahora mismo, mi corazón todavía da un brinco. ¿Entiendes lo que digo?
– Creo que sí. Lo mismo me pasaba con Jessie.
Papá separó las manos.
– Entonces es suficiente.
– ¿Estás diciendo que Jessica es esa persona?
– No me toca a mí decir una cosa u otra.
– ¿Crees que estoy cometiendo un error?
Papá se encogió de hombros.
– Ya lo descubrirás, Myron. Tengo una enorme confianza en ti. Por eso nunca te di muchos consejos. Quizá siempre creí que eras bastante inteligente sin mi ayuda.
– Tonterías.
– O tal vez era la forma más fácil de ser padre, no lo sé.
– O quizá me enseñabas con el ejemplo. Quizá preferías más mostrarlo que decirlo.
– Sí, bueno, tal vez.
Guardaron silencio. Las mujeres alrededor de ellos charlaron en su silencio blanco.
– Este año cumplo sesenta y ocho -añadió papá.
– Lo sé.
– Ya no soy un jovencito.
Myron sacudió la cabeza.
– Tampoco viejo.
– Es verdad.
Más silencio.
– Vendo el negocio -dijo papá.
Myron se quedó de piedra. Imaginó el almacén en Newark, el lugar donde papá había trabajado desde que Myron tenía uso de razón. El negocio era de ropa interior. Se imaginó a papá con el pelo negro en su despacho acristalado en el almacén, dando órdenes, con las mangas arremangadas, Eloise, su secretaria de toda la vida, trayéndole lo que fuese que necesitase antes de que él supiese que lo necesitaba.
– Ya soy demasiado viejo para seguir -continuó papá-. Así que me retiro. Hablé con Artie Bemstein. ¿Recuerdas a Artie?
Myron consiguió hacer un gesto.
– El hombre es una auténtica rata, pero lleva años muriéndose por comprarme el negocio. Ahora mismo su oferta es una basura, quizá la acepte.
Myron parpadeó.
– ¿Lo vendes?
– Sí. Y tu madre se va a separar del bufete.
– No lo entiendo.
Papá apoyó una mano en el brazo de Myron.
– Estamos cansados, Myron.
Myron sintió dos manos gigantes que le oprimían el pecho.
– También compraremos una casa en Florida.
– ¿Florida?
– Sí.
– ¿Os vais a Florida?
La teoría de Myron sobre la vida judía en la costa este: creces, te casas, tienes hijos, vas a Florida, te mueres.
– No, tal vez parte del año, no lo sé. Tu madre y yo vamos a comenzar a viajar un poco más. -Papá hizo una pausa-. Así que es probable que también vendamos la casa.
Eran propietarios de aquella casa desde que él había nacido. Myron contempló la mesa. Cogió un paquetito de biscotes del cesto de pan y abrió el celofán.
– ¿Estás bien? -preguntó papá.
– Estoy bien -respondió.
Pero no lo estaba. Y era incapaz de articular por qué, incluso para sí mismo.
La camarera les sirvió. Papá comía una ensalada con requesón. Papá detestaba el queso fresco. Papá odiaba el requesón. Comieron en silencio. Myron seguía notando el ardor de las lágrimas en los ojos. Una tontería.
– Hay otra cosa -dijo papá.
Myron lo observó.
– ¿Qué?
– En realidad no es nada importante. Ni siquiera te lo iba a decir, pero tu madre cree que debo hacerlo. Y ya sabes cómo es tu madre. Cuando se le mete algo en la cabeza, ni el mismo Dios…
– ¿Qué es, papá?
Papá miró fijamente a Myron.
– Quiero que sepas que no tiene nada que ver contigo o tu viaje al Caribe.
– ¿Papá, qué?
– Mientras tú no estabas -Papá se encogió de hombros y comenzó a parpadear; dejó el tenedor, y había un mínimo temblor en su labio inferior-, tuve algunos dolores en el pecho.
Myron sintió que su propio corazón empezaba a fallar. Vio a papá con el pelo negro en el estadio de los Yankees. Vio su rostro volverse rojo cuando le habló del hombre barbudo. Lo vio levantarse y salir como una fiera para vengar a sus hijos.
Cuando Myron habló, su voz sonó débil y muy lejana.
– ¿Dolores en el pecho?
– No hagas un escándalo.
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